URBE
EL DUHALDISMO HOY
Por Dante Sabatto
25/06/2022

“El fuego que quemó la casa / no sé si es mejor olvidar /
yo sé que desaparecer / es la naturaleza / de un apócrifo ritual.
Vamos a desaparecer / y si te fijás bien / todo desaparecerá.”
– Fito Páez, El Sacrificio
Hace unas semanas ensayé, en esta columna, una reconstrucción del menemismo y subsistencia. Pero es imposible pensar el menemismo sin su contrapartida oscura, su sombra, su verdad oculta: el duhaldismo. Al menemismo se llega por superposición, por exceso, por contradicción, por metástasis de las contingencias. El duhaldismo, en cambio, se compone por eliminación, por secretismo, por necesidad y urgencia.
Menemistas somos todos, en tanto este proyecto implica la instauración de una hegemonía neoliberal que no ha partido de nuestro inconsciente colectivo. Duhaldista no es nadie: es una inexistencia porque funciona como una reduplicación. Es lo reprimido (condición de posibilidad secreta) de lo reprimido (la subsistencia del neoliberalismo).
Por eso ocurre que no hay disputa por el legado. ¿Quién quiere calzarse los zapatos del Zabeca de Banfield? El kirchnerismo renegó de esa historia tan rápido como del pasado menemista, y en forma más cruenta: si el menemismo era la sombra de un adversario, hecho de la materia del pasado, el duhaldismo debió ser vencido en combate singular. La elección de 2003 fue una tómbola; la de 2005, un duelo sangriento.
No hay tampoco estilo: no hay moda, ni tipo de liderazgo, ni expresiones culturales duhaldistas. No hay debate, no porque falten las contradicciones y complejidades sino porque a nadie parece interesarle. El duhaldismo tiene todos los recovecos del menemismo, en nuevos tonos fluorescentes: es lo más lejos que ha ido el conservadurismo popular en décadas, pero también es la fuente del mayor proyecto progresista; el lugar que propuso para las mujeres es tal vez el más indefinible, casi imposible de comprender desde las categorías actuales del feminismo; su discurso adopta muy seguido la impronta de la teoría conspirativa, pero su líder se caracteriza por tener siempre una oreja pegada al piso…
No hay época duhaldista, por dos motivos. Primero, porque el período del Poder efectivo duró poco más de un año, la definición misma de un interregno. Segundo, porque el duhaldismo es en realidad una contra-etapa: el menemismo se extendió en el tiempo mientras el duhaldismo lo hacía en el espacio. Duhalde pierde las elecciones en 1999, doblemente saboteado por Menem y Cavallo, justo cuando algunos actores empiezan a pensar que tal vez él es el único capaz de deshacer el nudo menemista.
Sin embargo, en 2022, a 20 años de su gobierno, nadie lo recuerda así. ¿Cuándo pensamos en Duhalde? ¿Qué pensamos cuando pensamos en Duhalde?
¿Qué es el duhaldismo? No solo qué fue, sino más bien: ¿qué es, todavía, hoy? Tracemos su recorrido sombrío por los mismos tres ejes que empleamos para analizar el pop-ulismo con patillas de Carlos Saúl: economía, autoridad, cultura.

1. El sacrificio
El gobierno de Menem tuvo una Gran Política Económica, la definitoria, la que cambió el paradigma: la Convertibilidad. Su contrapartida duhaldista vino once años después, y casi no es recordada: se trata de la Pesificación Asimétrica. Había que retomar la política monetaria después de una década de un Estado atado de manos, y la decisión de Duhalde, y de Jorge Remes Lenicov, el contra-Cavallo, fue la siguiente: solo la arbitrariedad vence la arbitrariedad.
Se definieron dos tasas de cambio distintas, una para la deuda de las empresas y otra para los depósitos de los individuos. Así se decidió el Sacrificio: era necesario licuar los ahorros de toda la clase media argentina en un potlatch gigantesco en favor del Capital. Porque Duhalde tenía una certeza, la misma de Menem: el estallido quedaba atrás en el tiempo. Toda la legitimidad de la Convertibilidad estaba dada por la experiencia de hiperinflación; toda la legitimidad de la Pesificación Asimétrica estaba dada por la experiencia del 20 de diciembre de 2001.
¿Qué es lo contrario de la imaginación al poder? El guión de Duhalde no sigue un racionalismo burocrático sino un materialismo mágico: hacer lo inimaginable. Es decir, gobierna contra la clase media, atacándola precisamente allí donde juró que nunca la dañaría (“el que puso dólares recibirá dólares”), y mira a los “sectores productivos” desde el incendio provocado.
Esta medida no puede entenderse sin su complemento inmediato, el plan Jefes y Jefas de Hogar: la red de contención (ver el próximo apartado). Pero este otro tampoco puede entenderse sin recordar los proyectos de desregulación que Duhalde estaba escribiendo cuando debió entregar el gobierno. El duhaldismo es una mamushka eterna en la que cada movimiento de liberalización contiene un subsiguiente momento de reestructuración, que a su vez engendra otro paso neoliberal, ad eternum.
En este sentido (pero solo en este), el kirchnerismo es mucho más menemista que duhaldista, porque lo que nunca quiso hacer fue sacrificar a su base de votantes. El lema del año final de Cristina debe invertirse para explicar el 2002: claro que fue magia. La magia del capital productivo efectivamente volviendo a invertir, en medio del estado de indigencia general que había producido el duhaldismo.
La Argentina estaba en caída libre. Duhalde, el Mago, carta 1 del tarot nacional, hizo aparecer un piso. (Luego hizo falta un Néstor para que ese piso no fuera un techo.)
¿Qué queda de la pesificación asimétrica hoy? Nada. Es decir, su ausencia, que corroe lentamente el edificio político que llamamos Estado. Que quede claro: el ajuste macrista es precisamente lo contrario al sacrificio duhaldista, porque se hace en pos de la especulación pura, mientras que el rito del 2002 adora al capital productivo. Hoy nadie se atreve a hacer, o siquiera a pensar, algo así como el Sacrificio.

2. Morir por la propia mano
Muchas veces se piensa en Duhalde como un rosquero, como un operador, como un presidente, como un vicepresidente, como un gobernador. Pero su verdadero ethos, el del principio y el final, es el del intendente, es decir: el que está cerca.
En los 90, mientras se desguazaba el Estado, había que producir la otra cara de la moneda: si la institucionalidad de la seguridad social se desmantela, una nueva forma de seguridad debe tejerse a contrapelo y en simultáneo, porque nadie puede esperar. Duhalde estuvo ahí, en el tiempo inmediato de quiénes no pueden esperar. La respuesta: redes más o menos informales de solidaridad barrial, más o menos verticales, más o menos punteras, más o menos chorras, pero completamente tangibles y efectivas en distribuir eso que el mercado no da.
El duhaldismo es la invención de esos tejidos informales, pero esa es la visión desde arriba. En realidad, el hecho político se produce en el encuentro entre la proto organización social y la voluntad política. Por eso las redes evolucionan a la par y a contramano, a la vez, del duhaldismo, y crecen. En el 2002, ya forman el movimiento social más grande de la nación. Y Duhalde va a caer el día en que su gobierno reprima a los piqueteros y asesine a Kosteki y Santillán. El duhaldismo como proyecto cayó por la astucia de la razón pobre, por aquellas mismas redes que había visto nacer.
Pero sobre todo, porque volvió a reprimir, después del estallido. La construcción de un inmenso tejido social, desde abajo, una informe masa de solidaridades que permitieran que alguna política social se mantuviera en pie, es la contrapartida literal de la represión policial que se ejerce sobre ese mismo tejido cuando este se autonomiza. Menem necesitó afirmar que orden democrático y orden neoliberal eran una misma cosa, pero esto ya estaba claro para Duhalde. Su sentencia es: el Estado sigue siendo el soberano, en materia de hambre y en materia de balas.
Una vez más, la lógica duhaldista es la de la serpiente que se come la cola. El presidente afirmó el sostén del orden estatal reprimiendo a las mismas redes que había ayudado a crear. Y esas redes afirmaron el sostén de la necesidad del pueblo haciendo caer al presidente. Desde 2002 esta tautología es la fórmula del orden en la Argentina.
Duhalde nos legó el plan de Jefes y Jefas de Hogar. Y en 2005, su gestora, Chiche, fue vencida por otra mujer que, poco más tarde, crearía la Asignación Universal por Hijo. La persistencia de la informalidad, el llamado de Cristina a cambiar los planes sociales por “empleo genuino”, el proyecto utépico de una economía popular como nueva base política, todas estas ideas que forman la sensación actual de que algo se está rompiendo nacen en el duhaldismo. A eso apuntaba el análisis de Martín Rodríguez, que recuerda que la de Duhalde es “la presidencia que elogió Saer”. Así, nuestros materialistas.

3. Último rock en Buenos Aires
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota empezaron a tocar en 1976 y dieron su último show en el 2001. Su ciclo de 25 años coincide precisamente con un modelo económico argentino que acabó con la acumulación de capital basada en la producción industrial y pasó a basarse en la especulación financiera. Este modelo se instaura exitosamente mediante el golpe de Estado y la consiguiente represión estatal, e implosiona estrepitosamente en el comienzo del tercer milenio.
La historia del rock nacional se escribe en el reverso de la hoja de la historia del neoliberalismo. Por eso la era de los Redondos va a llegar veinte años después de su inicio: cuando el nudo interclasista se rompía en la política, se reconstruía en las Misas. El Indio canta a la descomposición de eso que Duhalde pasaba cada hora de su día tratando de mantener vivo.
Si el menemismo era ese encuentro entre vanguardismo político y anti-elitismo cultural, el duhaldismo no está de ninguno de los dos lados. Para el duhaldismo no hay experimentación ni populismo que valgan la pena. Su conservadurismo popular no tiene expresión cultural ni filosofía de la historia: está hecho de puro presente.
Duhalde era el bajista de la banda de Menem. Por detrás, permitía que la canción sonara. Pero eso no funciona sin una estrella.
El duhaldismo es la ética del fin del rock. En la espeluznante Argentina del fin del menemato, el juicio estético no es el del horror de la posdictadura (como postula Silvia Schwarzböck), ni el de la estatización de la diversión en los 90, sino el de la ciencia ficción postapocalíptica. Ha sonado el último rock. Así pensaba, errado, el duhaldismo, y por eso el tipo que veía todo lo que ocurría en la política argentina, el que supo que iba a perder las elecciones del 99 antes de candidatearse, el que olió la catástrofe De la Rúa antes de la renuncia de Chacho, ese tipo puso a Kirchner y no se vio venir el kirchnerismo.
“Hay que hacer. Hay que resolver los problemas de la gente. Hay que gestionar. Hay que gobernar. Hay que hacer.” Este mantra, que se repite hoy como se repetía en el cerebro duhaldista en 2002, es completamente cierto y surge de la necesidad de despertar del letargo. Pero este país ama a sus estrellas. Adora a sus cantantes y olvida a sus bajistas.

Está dormida, o finge que duerme
Una vez Aníbal Fernández se definió como “duhaldista portador sano”. Es lo más lejos que ha ido la reivindicación de este secreto vergonzoso de la historia argentina reciente, y es también una patologización. Pero el problema es la persistencia del silencio sobre el duhaldismo. Nadie se quiere hacer cargo de ese muerto, pero ese gesto es inútil, porque no hay nada más duhaldista que no hacerse cargo de un muerto.
Sin Duhalde, la historia de los 90 está incompleta. Sin Duhalde, el neoliberalismo resulta un fenómeno incomprensible. Deberíamos aprender de Sarmiento que las sombras terribles están para ser evocadas, porque si las dejamos quietas nos nublan la vista. Gobernar como duhalde, ser duhaldistas hoy, no solo no es deseable sino que no es posible. Pero si el peronismo quiere pensar cómo salió de la crisis pasada, además de a Néstor Kirchner y a Cristina Fernández debe mirar a ese materialista mágico que hizo lo imposible: hizo algo cuando todo indicaba que solo era posible hacer nada. ¿Eso responde cómo salir de esta crisis? De ninguna manera. Pero al menos empezaríamos a hacer las preguntas correctas.

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