Artificios
Museo Nacional de la Basura IV: LA SANTA Y su tonto
Manuel Cantón se dedica a trabajar con basura. Encuentra fotos, documentos, papeles, diarios íntimos, y entonces empieza su trabajo de reconstrucción narrativa. Esta es la primera parte de una historia sobre novelas alemanas, alpinismo y mapas patagónicos.
Por Manuel Cantón
18 de junio de 2024

Esta es la cuarta nota del Museo Nacional de la Basura. Ya tuvimos una introducción más o menos potable, un policial marítimo y un drama lacaniano. La intención de hoy es cerrar el ciclo con una aventura germana. Como la nota me quedó larga, va a salir en dos partes: la primera hoy, y la segunda dentro de una semana. En el medio, espero, vamos a tener un poco de suspenso.
***
En mayo de 2023, camino al cine, me demoré en un container sobre la calle Junín. Era de noche. En el piso, desperdigado y maltratado, estaba el lote de basura más grande que encontré nunca. Había libros antiguos, algunos previamente desgajados por un cartonero; había fotos, revistas y diarios. Lo que más me llamó la atención —además de la cantidad— fue el idioma. Muchos de los libros estaban en alemán.
Lamentablemente, estaba llegando tarde. No tenía tiempo para chusmear. Metí todo lo que pude en una bolsa de tela, que siempre llevo en la mochila, y seguí viaje. Vi Misántropo con esos papeles entre las piernas (mucho no me gustó, pero no estoy acá para hablar de cine). En el camino de vuelta a casa, volví a pasar por el container. No quedaba nada.
Dediqué la mañana siguiente a poner esos papeles en orden. No fue fácil: el lote era muy heterogéneo y estaba muy disperso en el tiempo. La pieza más vieja era la tapa de Das Geheiminis Der Alten Mamsell (El secreto del viejo Mamsell), una novela de Eugene Marlitt editada en Stuttgart en 1890. La pieza más nueva era un libro sobre la historia de Bahía Blanca escrito por un coronel retirado, editado en el año 2000.

(Quienes estén siguiendo esta serie de notas seguramente van a preguntarse: ¿otra vez Bahía Blanca? Yo pensé lo mismo).
En el medio, entre esas dos piezas, había más libros —en alemán, inglés y español—, álbumes turísticos, mapas de la Patagonia, un cuaderno anillado con poemas alemanes escritos a mano, una foto en blanco y negro, revistas de montañismo y un diario neuquino de la década del noventa. Ese conjunto, intuía yo, contaba una historia larga y dispar; una historia enmarañada que abarcaba más de un siglo e incluía necesariamente un viaje, tres lenguas y dos continentes.
Esta es esa historia.
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Lo primero que hice fue ordenar el lote cronológicamente. La línea de tiempo se veía así:

En el extremo superior izquierdo ubiqué las piezas más viejas: la tapa del libro de Marlitt, las tapas de dos novelas de Felicitas Rose y una compilación ilustrada con grabados de viejas canciones alemanas. En el extremo inferior derecho puse las piezas más nuevas: la historia de Bahía Blanca y un ejemplar del diario La Mañana de Neuquén con la fecha —cuatro de febrero de 1997— escrita en la tapa con marcador azul.
Estimé la cronología a partir de las fechas de impresión. Es un criterio falible, porque los libros tienen una vida larga. Mi biblioteca está llena de ejemplares impresos décadas antes de que yo naciera. Por suerte, en algunas cubiertas encontré un criterio auxiliar; muchas veces, en tinta negra, azul o roja, a veces en una cursiva gótica y a veces en una imprenta clásica y escolar, había firmas o dedicatorias fechadas.
Las firmas me dieron dos nombres de mujer: Anika Niemann y Erica W.

En ese entonces no lo sabía, pero Erica W. —voy a resguardar su apellido—, políglota, lectora de aventuras o aventurera lectora, era la protagonista de esta historia.
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Las firmas tenían un patrón. Los libros alemanes, novelas femeninas con fecha en la década del veinte, estaban a nombre de Anika Niemann; los libros en español, novelas de aventuras de mediados de siglo, estaban a nombre de Erica W. Eso estaba claro. Lo que faltaba saber era cuál era la relación entre esas dos mujeres, y cómo ese vínculo había atravesado treinta años, dos lenguas y un océano.
Además, había otro problema: la foto. Entre toda esa pila de papeles, viejos y no tanto, había una sola foto familiar, que para colmo incluía una nota al dorso. Es esta:


La nota al dorso dice: “Frau Atkinson und Herr Max Reiner, acompañada del Sr. M. Reiner en su casa, con su hermosísimo jardín en S. M. de los Andes”. La foto, a juzgar por la calidad, por el papel y por el color, es de mediados del siglo XX.
Max Reiner no fue difícil de encontrar. Es una especie de prócer local de San Martín de los Andes: su empresa constructora fue responsable de la mayoría de los edificios célebres de la ciudad. Gracias a él, en parte, San Martín de los Andes se convirtió en una localidad turística.
Sin embargo, para mí la pregunta era otra. En este caso, no tenía más herramientas que la intuición, pero yo estaba seguro —y no estaba equivocado— de que Max Reiner no era la persona más importante en esa foto.
La pregunta era: ¿quién fue Frau Atkinson?
***
Tenía entonces tres nombres: Anika Niemann, Erica W. y Frau Atkinson. Tres mujeres. Dos tenían apellido alemán; una, apellido inglés. Casi con seguridad pertenecían a dos generaciones distintas: Niemann y Atkinson podrían haber sido contemporáneas, pero Erica W. —cuya firma aparecía hasta la década del noventa— era sin dudas más joven.
Rápidamente, internet me aclaró algunas cosas. Si uno googlea “Atkinson San Martín de los Andes”, los primeros resultados mencionan a Ilse Von Rentzell de Atkinson, alpinista, exploradora, fotógrafa y botánica nacida en Frankfurt a fines del siglo XIX.
En algunos blogs, Von Rentzell tiene un apodo —Andinilse— y una especie de título honorífico: la madre del alpinismo argentino. Esa condecoración tiene mucho que ver con su relación con Friedrich Reichert (padre del alpinismo argentino, lógicamente). Juntos, esos dos alemanes dedicaron la década del veinte a inaugurar distintas secciones de la Cordillera de los Andes. Von Rentzell fue —entre otros récords— la primera mujer en pisar el Hielo Continental Patagónico. Un cerro de dos mil cuatrocientos metros de altura, en Chile, lleva su nombre.
No sé qué motivó la separación de esta power couple del andinismo. Sí está claro que, hacia la década del sesenta, Von Rentzell se instaló en San Martín de los Andes. Usaba entonces el apellido de su segundo marido, de quien ya era viuda: Atkinson. Se hizo famosa por su jardín de plantas autóctonas. La botánica no era un capricho de su vejez. En 1935 —treinta años antes—, Von Rentzell había publicado un libro erudito e ilustrado, Maravillas de nuestras plantas indígenas, que había alcanzado una fama moderada y que hoy solo circula como rareza. La curiosidad de ese libro no tiene tanto que ver con Von Rentzell, sino con quien lo ilustró: Anatole Saderman, fotógrafo ruso radicado en Argentina, famoso por sus retratos de artistas.
Toda esta información era interesante, pero no era nueva. Yo ya la conocía; solo me había confundido el apellido de casada. En realidad, siete años atrás, preparando un perfil biográfico sobre Anatole Saderman para la revista Contrastes, me había encontrado con ese mismo libro, con esa misma mujer, con esa misma historia y con esta misma foto, que hoy tomo de la web del Museo de Bellas Artes:


***
Durante semanas, todas mis investigaciones giraron alrededor de Von Rentzell. Satisfacía varios criterios del lote: era alemana, era lectora, era andinista. Muchas de las cosas que yo tenía —los libros, la revista La montaña, los mapas de la Patagonia, los álbumes bilingües con fotos de Bariloche— podrían haber sido suyas. Pero sencillamente no era así. En casi todas, en una primera página maltrecha, estaban escritos los nombres de Annika Niemann y Erica W.
Escribí varios mails. La Junta de Estudios Históricos de Neuquén y el Centro de Documentación de la Inmigración de Habla Alemana me respondieron más o menos lo mismo: no sabían nada de Erica W. o de Anika Niemann, pero estaban más que dispuestos a recibir, como donación, la foto de Von Rentzell. Una periodista radial, que durante su columna sobre Andinilse había mencionado ser amiga de la familia, me dijo que iba a preguntar a los descendientes si sabían algo. Nunca me volvió a escribir.
Creo que es momento de aclarar lo obvio. Cuando encontré, en Recoleta, una pila de papeles alemanes; cuando vi que algunos tenían más de cien años; cuando vi un cuaderno manuscrito con poemas fechado en 1943; cuando vi que, entre todas esas cosas, había álbumes publicitarios de Bariloche, bilingues, editados en 1949 y comprados en librerías del centro porteño; cuando vi todo eso, lo primero que pensé fue: nazis.


Más allá de cuáles fueron sus simpatías políticas —que desconozco—, Ilse Von Rentzell no fue, ni podría haber sido, una nazi refugiada en la Patagonia. Estaba en el país desde principios del siglo XX. Por supuesto, alemán o no, hay muchas formas de ser fascista desde la Argentina: ocurría en los treinta, ocurrió después y ocurre ahora. Pero eso no implica, necesariamente, un involucramiento directo con el genocidio. No podía decir lo mismo de Erica W. o de Anika Niemann.
Me enfoqué en encontrar su fecha de llegada a la Argentina. Para eso se me ocurrió traducir el cuaderno. En este caso, no podía usar ningún traductor automático: cuando uno no sabe absolutamente nada de un idioma —como me pasa con el alemán—, es muy difícil distinguir las letras de una palabra en cursiva. Aunque traté, no pude transcribir el texto, por lo menos no de una manera legible y verosímil para Deepl.


Por suerte, en ese momento mi amiga Kaila estaba de intercambio en Austria. Su alemán, aunque mejor que el mío, todavía no estaba del todo afilado; pero tenía un amigo vienés, Félix Mayr, que además de ser mi tocayo era muy amable. Le mandé una versión escaneada del cuaderno, y él —que no sabe español— la tradujo al inglés. La primera página empezaba con estos versos:
LONGING
When will the great thing come that I dream about
As if it were a long-forgotten legend?
Which I carry on my lips like a sore word
For in me are so many empty spaces.
I want to know what this longing wants
That runs through my blood like a strange murmur
Often I lie in the night and only listen to it
and the strange desires in me lie still
Según Félix, los poemas del cuaderno —que en su mayoría estaban escritos de corrido, sin errores ni tachaduras— eran transcripciones de textos clásicos del siglo XVIII y XIX. No pudimos identificar la fuente del primero, pero los demás estaban claros: Goethe, Schilling, un Rilke en el caso más moderno. Él arriesgó que podía ser una colección privada de citas y refranes, como solía hacerse en la época.
Yo no estaba tan seguro. Me desconcertaba una anotación en el margen superior de la primera página: “2-2-43, Pibelandia”. Tenía la sensación de que había algo escolar en esas transcripciones; que su autora —Erica W., a juzgar por la caligrafía— los había copiado de un pizarrón o de un libro de texto. Supuse, quizás en un exceso de imaginación, que incluso podían ser lecciones de alemán.

Yo no sabía qué era Pibelandia, pero la combinación entre la palabra hispana y la fecha precisa me dejaba una cosa en claro: en 1943, Erica W. estaba en Argentina. Ella y su familia no eran nazis escapados después de la derrota; habían llegado antes de tiempo. Faltaba averiguar, entonces, cuánto antes.
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