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MUSEO NACIONAL DE LA BASURA III: CUATRO HISTORIAS DE NÉSTOR C.

Por Manuel Cantón
22 de mayo de 2024

Museo Nacional de la Basura, la serie que componen estas notas, empezó con una introducción personal y siguió con una investigación detectivesca. Ahora me gustaría traer algo distinto. En esta nota no hay grandes hallazgos o descubrimientos, y ni siquiera hay buenas fotos. Creo, sin embargo, que hay algo distinto: intimidad, desparpajo y, quizás, un poco de locura. 

Hoy les traigo cuatro historias humildes, más o menos bien contadas por sus protagonistas. Como datan del 2003, casi todos siguen vivos. Por eso —aviso desde ahora— voy a cambiar los nombres en riguroso orden alfabético.

Espero que me disculpen, entonces, por contar la vida de alguien como si no perteneciera a nadie. Creo que es mejor así. 

 

***

 

En diciembre de 2022 encontré, al lado de un container sobre la calle Mansilla, una linda pila de papeles. Me llamó la atención que hubiera un libro; siempre estoy buscando libros gratis, y cada tanto los encuentro. Por eso tengo, aunque no lo leí, El espía que surgió del frío, de John Le Carré, y por eso tengo también Antología de la literatura fantástica, de Borges, Bioy y Silvina Ocampo, que sí leí y recomiendo. 

Esta vez no tuve suerte. En esa pila, el único libro era la memoria árida de un congreso psicoanalítico:

Los demás papeles también habían sido de un psicoanalista: Néstor C. En su mayoría, eran documentos chatos y rutinarios, a los que es muy difícil sacarles algo interesante. Había un talonario de facturas, un libro contable, unas boletas de luz. Si me interesara el espionaje en vez del voyeurismo, podría haberles encontrado algún uso, pero no es el caso.

Por suerte eso no era todo. En esa pila había también algo excepcional, algo que justifica, creo yo, que hoy esté escribiendo sobre el tema. En esa pila, en el container sobre la calle Mansilla, había —por accidente: esas cosas no se tiran— un bloc de notas con membrete del Banco de Boston. 

Néstor C., nuestro psicoanalista amigo, había apuntado en ese bloc, durante todo 2003, sus entrevistas con pacientes nuevos. Era un registro manuscrito —muy confusamente manuscrito— del momento en que una persona desconocida entraba a su consultorio, en la calle Ecuador, se sentaba o se reclinaba en un sillón, y de corrido, casi sin parar, contaba toda su vida. Desde el principio. 

 

***

 

El bloc de notas tiene quince entradas. En el encabezado de cada una figuran el nombre del paciente, su dirección, su edad, la fecha y, a veces, el profesional que hizo la derivación. Abajo de eso hay un relato. 

Néstor escribe mucho, escribe rápido, escribe mal. Usa una cursiva abigarrada y práctica llena de abreviaturas. Son notas para sí mismo; su función es recordar y no contar. Es imposible reconstruir la historia de cada uno de los quince pacientes: a veces la conexión entre las notas es muy débil o directamente inexplicable, y a veces la historia es tan ordinaria que no tiene sentido hacer el esfuerzo. 

Con el tiempo me acostumbré a la caligrafía médica de Néstor, y llegué a deducir su sistema de abreviaturas. Tampoco era muy complejo: “q” en vez de “que”, “p” en vez de “padre”, los signos de hombre y mujer en casi cualquier caso pertinente. Cuatro termos de mate me alcanzaron para pasar el bloc a un archivo de Word. 

El resultado fueron quince biografías. Elegí cuatro para esta nota, sin otro criterio que el capricho; son representativas, pero también podrían serlo otras. Traté de respetar, en esta especie de transcripción comentada, el estilo narrativo de cada paciente, con sus repeticiones y sus manías; eso produjo relatos dispersos y quizás poco atractivos, pero fieles. Estoy dejando, contra lo que recomienda el refrán, que la verdad arruine una buena historia. Sin embargo, siento que cualquier otra cosa perjudicaría lo más interesante de estos papeles: la posibilidad, en general reservada a los psicoanalistas, de escuchar cómo un desconocido cuenta su vida cuando no hay nadie para desmentirlo. 

Sin más preámbulos, presento entonces el cuerpo de esta nota: las cuatro historias de Néstor C. 

 

***

 

  1. La historia de Alejandra

Alejandra tiene cuarenta y tres años. Nació en General Pico, La Pampa; ahora —ahora significa en 2003—, y desde hace algún tiempo, vive en un edificio en Saavedra. No sé cómo se vería cuando entró al consultorio, pero en 2024 las fotos en Instagram la muestran como una jubilada delgada y coqueta, con el pelo bien cuidado y el cuerpo plástico de los deportistas veteranos.

Ni bien entra al consultorio, lo primero que menciona es su “migración traumática”. En 1978, a los dieciocho años, huyó de la casa de su vieja. 

Ese lugar, dice Alejandra, era asfixiante. Sus viejos se habían separado el año anterior. Al viejo no lo vio nunca más: se fue con otra mujer —otra mujer de la casa, dice— y perdió todo contacto. No sabe dónde está ni le interesa; asume que está vivo, porque de otra forma el trámite legal la habría alcanzado, pero para ella da lo mismo. Quizás haya hermanos, quizás no. Ella, hasta donde sabe, es hija única. 

En 1978, poco después de la separación, la vieja de Alejandra tuvo su primer intento de suicidio. Tomó veneno; agonizó, vomitó y sobrevivió. No quiso ver a ningún médico. Era una depresiva melancólica, dice Alejandra, totalmente incurable.

A los dieciocho, Alejandra vino a Buenos Aires. Se instaló en el departamento de su primer novio, Martín. Se conocían del pueblo, pero él ya vivía acá desde hacía dos años; habían tenido un encuentro intenso y fugaz durante el verano y ella, de alguna manera, lo convenció de recibirla. Fue bueno conmigo, dice Alejandra, pero yo nunca estuve enamorada de él. 

Martín era solo una vía de escape, aclara. Lo dejó al poco tiempo. Años después, a los treinta, conoció a Guillermo, su primer marido. Se casaron a sus treinta y ocho para adoptar a una nena, Catalina. Ella era hija biológica de la empleada doméstica de uno de sus tíos. Todos los papeles están en orden. 

Guillermo y Alejandra se separaron un año después de adoptar a Catalina. Creo que nunca estuve enamorada, dice ella. Quizás en algún momento a los veinte años. Pero no, creo que nunca estuve enamorada. Todos los hombres que conocí fueron un medio para un fin. Martín me ayudó a irme del pueblo, Guillermo a tener una hija. Cuando eso estaba resuelto, me separaba. 

Ahora Alejandra está saliendo con un hombre casado. Llevan dos meses. Conoce y quiere a su esposa; le da culpa, pero no tanto como para dejarlo. Tampoco siente que esté enamorada de él. 

Pero ese no es su problema. 

Hace poco murió la vieja de Alejandra. Otro intento de suicidio, el cuarto; también veneno. 

(En este momento, Néstor anota y subraya: no quiere hablar del tema). 

Poco tiempo después del suicidio, dos hombres entraron a robar a su casa. Les dio todo: la caja, el reloj, la cadena de oro. El ladrón —haciendo uso de un modismo visionario— le dijo “andá p’allá” y la tuvo en un rincón mientras terminaba de dar vuelta la casa. Alejandra solo podía pensar en Catalina, su hija, y en qué habría pasado si ella hubiera estado ahí en vez de con el padre. 

Ahora tiene miedo a la oscuridad. Nunca antes le había pasado: no duerme. Tiene miedo a heredar la locura de su madre. Tiene miedo a que la madre biológica de Catalina se arrepienta. Tiene miedo a su propia familia biológica. 

Tiene miedo, en general. A veces ni sabe por qué. 

La sensación es literalmente paralizante. Camina por la calle y se queda dura. Mira a la nada. No sabe si respira o no. Cuando el episodio termina, se da cuenta de que pasaron veinte, treinta minutos. Tiene esos ataques una vez por semana; pueden venir en cualquier momento, pero le agarran sobre todo en la calle. Se pregunta si alguna vez a su madre le pasó lo mismo. 

Vuelve el lunes a las 10:35. 

 

***

 

  1. La historia de Bautista 

Bautista nació en Junín. Tiene veintiséis años. Es hoy, y seguramente ya era en 2003, un hombre rubio, lindo en el sentido más fácil del término. Podría hacer de galán en una telenovela sin plata para Nicolás Vásquez. Probablemente entonces era más flaco que ahora. Probablemente tenía menos tatuajes (un dragón en el antebrazo, un tribal en el cuello). Probablemente no usara anteojos. 

Esta no es su primera vez en terapia: a los catorce o quince empezó a tratarse con Raquel, en Junín. Estaba en una etapa de mucha rebeldía. Se escapaba de casa, se emborrachaba, rompía cosas. Repitió el año en el colegio. 

Tengo una familia muy particular, dice Bautista. En esa época vivía con mi tía Lucy, mi abuela y mis hermanos. Soy el segundo de siete. Yo no quería estar en casa. Hacía cualquier cosa para no estar en casa. 

Bautista salta de un tema a otro con mucha facilidad. Antes de seguir hablando de su familia, dice: tengo miedo a estancarme. (Néstor subraya la frase). Lo frustra mucho no tener un rumbo. Eso pasa, dice, porque su estructura familiar lo presionaba, pero no lo contenía. Bautista repite la frase varias veces: lo presionaba, pero no lo contenía. Su tía Lucy era muy exigente. Su abuela, una española de noventa y pico de años, era rígida. Tenía un cuadro de Francisco Franco en su cuarto. Siempre hablaba de él como el Generalísimo. 

En mi infancia pasaron cosas muy jodidas, dice Bautista. Cosas que mi familia no supo manejar. Mi vieja se murió de un infarto cuando yo tenía once años. Al toque le diagnosticaron cáncer a mi viejo. Como tenía que viajar seguido a Buenos Aires para tratarse, decidieron que lo mejor era que nosotros viviéramos con la tía Lucy. Eso habrá durado uno, dos años. Después mi papá se murió. Yo estaba terminando primer año del secundario. 

Fue una época difícil. Bautista se volvió conflictivo; ahí empezaron la rebeldía y los problemas en la escuela, y después la terapia. 

Al poco tiempo, su hermano mayor, Fernando, se mudó a La Plata a estudiar Contabilidad. Bautista lo siguió, pero para estudiar Economía. Fernando se recibió con honores, Bautista dejó porque no se animaba a dar un final. Decidió mudarse a Buenos Aires y empezar de nuevo. Se anotó en Ingeniería Informática en la UADE. La dejó al año. 

Fernando me presiona mucho, dice. Quiere que estudie o trabaje. Yo pensé en hacer una carrera menos convencional, algo con informática. El problema es que Fernando se cree Dios. Vive en Córdoba y le parece que puede dirigir nuestras vidas desde allá. A mi papá solo le importa la plata. 

(No detecta el fallido, anota Néstor).  

Bautista sigue: Fernando y yo estamos en las antípodas. Él mide un metro noventa, está de novio desde los catorce años, hace todo lo que le dicen… Yo soy más bien solitario y no me importa tanto el qué dirán, cómo me ven. Y él no entiende lo que significa para mí. No me llama nunca. 

(Ante la pregunta por el padre, el paciente responde: mi viejo nunca hizo nada por mí). 

Bautista aclara que no necesita trabajar. Se mantiene con el alquiler de un campo heredado. De todas formas, repite, tiene miedo a estancarse, así que hace cursos de inglés y de computación. A veces cree que debería empezar una carrera ahora y recibirse antes de los treinta. Cualquiera, una corta, aunque preferiría hacer algo sin engañarse, que le gustara realmente. Sus viejos siempre fantasearon con tener los siete títulos de sus hijos colgados de la pared. 

Bautista dedica mucho tiempo a su pareja, Sofía, una socióloga jujeña. Se conocieron en Buenos Aires en el cumpleaños de un amigo en común. Ella es académicamente brillante, habla cuatro idiomas, trotskista. Todo lo contrario a su familia conservadora. Además, dice Bautista, Sofía es muy abierta en lo social y en lo sexual. Yo soy más frío en todo. 

Pero Sofía también suele tener períodos depresivos. A veces, Bautista siente que funciona como su psicólogo. Igual nada de lo que dice es real, agrega, para mí se hace la pobrecita para que la mimen. Yo también dramatizo mucho todo. 

Últimamente piensa en irse. Quiere vender el campo, comprar algo en Mendoza y mudarse para allá. No lo hace porque cree que el hermano no lo permitiría. Tampoco sabe qué más hacer con el tiempo. 

Vuelve el jueves a las 9:40.

 

***

 

  1. La historia de Claudia

Claudia tiene cuarenta y cinco años. Es ama de casa. Tiene dos hijas propias, una del primer marido y una del actual, y tres hijastros. Vive en Olivos con su pareja y su hija menor. Lo odia: le resulta incómodo, lejos de todo, y le parece demasiado arreglado. Es como vivir en un zoológico, dice.  

Viene de una familia de la Marina. Su viejo, huérfano, el mayor de cuatro hermanos, fue oficial naval. Además estudió para ser abogado y contador. Dejó la Marina en 1977, cuando un grupo armado lo ametralló desde un auto. Desde entonces se dedicó a la abogacía. Ella no sabe qué grupo fue responsable del incidente, ni cuáles fueron los motivos. No se habla en la familia y ella siempre prefirió no preguntar. Ahora su padre está muerto y ella está segura de que no se va a enterar nunca. 

Se casó a los veintiun años. Su primer marido también era marino. Con él se fue a vivir a Bahía Blanca; tampoco le gustaba. Era como una prisión, dice. 

Su divorcio, a los treinta, fue arduo y accidentado. Decidió que lo mejor era poner distancia y se vino a vivir a Buenos Aires. En esa época conoció a su segundo marido, ingeniero agrónomo, que la sacó de la endogamia naval. 

Claudia siente que está atravesando un momento de cambio. Toda su vida se dedicó a su familia, pero ahora sus hijas están grandes y no la necesitan. Cree que le llegó su momento, pero no sabe bien qué significa. Nunca trabajó, nunca fue dueña de su tiempo. Ahora sí y eso la desespera. 

Su terapeuta anterior la convenció de explorar sus intereses. Empezó clases de guitarra y se anotó en el CBC de Filosofía. Sin entrar en detalles, Claudia cuenta que también se involucró en un proyecto de investigación que incluye bebés. Dice que eso le gusta, que la hace sentir útil. 

En paralelo a ese proceso de autodescubrimiento, Claudia siente mucho miedo. Su hermano tiene problemas graves del corazón. Tuvo un infarto, lo sobrevivió, hizo un tratamiento largo en la Clínica Mayo de Estados Unidos. No sería raro que muriera pronto; en ese caso, piensa Claudia, ella tendría que hacerse cargo de sus hijas. No llega a decirlo en voz alta, o por lo menos Néstor no lo anota, pero queda claro que terminaría con esa libertad a la que recién se está acostumbrado. Eso le da miedo y la ilusiona a la vez. 

Hace poco, Claudia se resbaló y se quebró un hueso metacarpiano de la mano. Todo el tiempo hace cuentas: su abuelo murió a su edad, su viejo un poco más grande, a su hermano le puede tocar pronto. Ella cree que está cerca de la muerte y no sabe qué hacer con esa información. Siente que, si se muere ahora, no va a dejar nada atrás. Ya nadie la necesita. 

No dice si vuelve o no. 

 

***

 

  1. La historia de Daniela

Daniela tiene veintiocho años. Es fotógrafa. Se crió en Ameghino y vino a Buenos Aires a estudiar Nutrición, pero no hizo ni un cuatrimestre del CBC. Hoy —2024—, en su cara de alto mantenimiento se notan los rastros de varios tratamientos no invasivos y de alguna cirugía desafortunada. En la única foto vieja que tiene en su Instagram, donde parece tener veinte años, se le reconocen algunos de los rasgos que la hacían hermosa: el pelo negro y denso, los ojos almendrados, la nariz pequeña y pecosa. 

Ni bien empieza la entrevista, Daniela cuenta su primer recuerdo: una siesta, a los cuatro o cinco años, en la que apoyó la mano en su pelvis y le gustó. Inmediatamente después dice: mi viejo tenía una amante. 

La situación estaba bastante blanqueada. Pasaban a saludarla cuando volvían del colegio. Mi viejo le decía “mi negra”, comenta Daniela; y agrega, después de una pausa: a mí también me decía “mi negra”. 

El viejo murió cuando Daniela tenía diez años. Le dio un infarto mientras estaba con la amante. Fue un escándalo en el pueblo, todo el mundo lo sabía, dice. En parte por eso me fui ni bien pude. 

Hace poco, Daniela descubrió algunos detalles sobre la vida de su viejo. Es una historia complicada, dice. Fue criado por su abuela creyendo que era su madre. Su hermana era, en realidad, su madre biológica. Lo tuvo a los quince años. Daniela la conoció como su tía y, aunque hoy en día no tiene mucho contacto, se le hace difícil pensar en ella como su abuela. 

Daniela considera que ahí está el origen de sus problemas con los hombres. Duran poco, van y vienen. Siento que puedo despertar pasión, dice, pero no amor. 

Pone el ejemplo de su primer novio, Martín. A él siempre le gustaron otras chicas, incluyendo la mejor amiga de Daniela, Inés. Ella sufría la mirada desviada de su novio, la competencia subterránea de su amiga. Igual, agrega, yo tampoco era muy distinta. En realidad a mí me gustaba el hermano de Martín, Hernán. Finalmente, cuando Martín la dejó por Inés, ella se puso en pareja con Hernán, su ex cuñado. 

Cortó con Hernán cuando supo que también le gustaban los hombres. Sentía que no podía competir. 

Pero con otras mujeres sí podías competir, dice Néstor. Como tu amiga. 

Eso no lo puedo elegir, dice Daniela. 

De todas formas, ella considera que todos sus novios la dejaron. Soy una persona muy sufrida, dice. A veces siento que tengo el mundo en mi contra. 

Vuelve el lunes a las ocho. 

(Quiso despedirme con un beso, anota Néstor, pero yo me negué). 

 

***

 

Entre los apuntes de Néstor hay otra mujer de la Marina —¿se habrán recomendado?—, un inseguro sin gracia, un adicto en recuperación con tendencias psicóticas, un judío virando a la ortodoxia, un figurón del mundo del fútbol y algún que otro personaje más. No son historias demasiado distintas a estas, y por eso mismo no sé si tiene sentido incluirlas. Creo que el interés no cambia: escuchar, aunque sea de segunda mano, la forma en que un desconocido se presenta a sí mismo; y leer, entre líneas y con algo de malicia, lo que están escondiendo.

Creo que es un ejercicio distinto al que me suele tocar. En general, los papeles que encuentro se parecen al juego de unir puntos numerados, esperando que al final aparezca un dibujo. Acá el dibujo ya está. No va a pasar lo mismo en el siguiente, que es probablemente el lote más disperso y dudoso que tengo. Es una historia alemana, que abarca un siglo y monedas, y de la que solo tengo una idea general y quizás equivocada.

Vuelvo el mes que viene. 

Manuel Cantón

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