Una introducción al mundo de la basura
Por Manuel Cantón
16 de marzo de 2024

Hay un cuento de Isidoro Blaisten que empieza así: dos amigos se encuentran por la calle. Ambos acaban de perder sus trabajos. Aunque ya comparten algunas decepciones —un solarium de invierno con expendio de panchos, un auto con puertas corredizas, un lavarropas a pedal—, deciden hacer un negocio juntos. Como no saben de qué, se ponen a caminar, pensando con la mirada baja y la mano en el mentón.
Recién arrancada la caminata, se encuentran una caja de medias; después, una moneda de diez centavos; más tarde, un paragüas. Deciden dedicarse a encontrar objetos abandonados. Le ponen a su negocio La Felicidad, que es también el nombre del cuento. Gracias a un par de ocurrencias y a más de un golpe de suerte, hacen fortuna. El final no lo cuento.
Yo también, como los personajes de Blaisten, imagino negocios millonarios —un alfajor proteico, un casco que no arruina los rulos, bengalas para tortas que duran lo mismo que el Feliz cumpleaños—. Más importante, por lo menos en este caso, es que yo también me dedico a levantar cosas de la calle.
Esta es la historia de esas cosas.
***
En agosto de 2023 encontré una caja con diapositivas. Eran más de setenta fotos, divididas en dos grupos. El primero tenía fotos como esta:

Eran imágenes de una comunión, oscura y siniestra como la mayoría, y de la fiesta en casa de la homenajeada. En este caso, además del horror habitual de los niños y la liturgia, hay un detalle curioso: muchas muñecas antiguas.

El segundo grupo del lote, más numeroso, tenía fotos de un viaje al norte argentino:

Casi todas las fotos de este grupo incluían a alguna de las tres personas de la derecha: la mujer de pelo corto y vestido amarillo, la mujer de vestido rojo y el hombre de chomba blanca. Con la ayuda de un par de amigos, mejores fisonomistas que yo, confirmé que esas tres personas aparecían también en las fotos de la comunión, solo que unos diez años antes:

En la caja no había ningún tipo de anotación, y las diapositivas no estaban ordenadas.
No era la primera vez que levantaba un lote como este. Me puse a hacer, entonces, lo que hago siempre: ordenar, entender, investigar. Mi objetivo era extraer de las fotos toda la información posible; quería saber todo lo que hubiera para saber sobre estas personas, aunque ya intuía —por lo restringido del soporte: solo fotos, sin texto— que no iba a ser mucho.
***
El uso de diapositivas, la vestimenta y los autos daban a entender que las fotos del viaje eran de principios de los setenta; la comunión estaba situada, entonces, a principios de la década anterior. Eso era más o menos obvio. El siguiente paso fue ordenar las fotos del viaje para recrear su exhibición original (quién hace diapositivas si no es para exhibirlas). Para eso tenía que deducir dónde las habían sacado. La foto que mostré antes era fácil, porque no había dudas de que era en la ciudad de Salta: en el fondo asoma el Monumento a Güemes.
Muchas diapositivas tenían este tipo de indicios. Gracias a los monumentos, los carteles y los edificios famosos, pude aproximar un itinerario: Tucumán, Salta, Purmamarca, Humahuaca, Tilcara y San Salvador de Jujuy. En realidad, lo difícil era deducir dónde habían sacado las fotos más cotidianas, que no venían con la ayuda del fondo. Fotos como esta:

Una pared de piedra se parece mucho a otra pared de piedra. Sin embargo, acá hay otro indicio muy útil: la ropa. Las dos mujeres tienen los mismos vestidos que en la primera foto, en el Monumento a Güemes de Salta. Están, entonces, en Salta, probablemente el mismo día. Distinto es el caso de esta:

El vestido rojo ya lo conocemos. No es raro: todo el mundo, y sobre todo la gente que se va de vacaciones al norte, repite ropa en un viaje, a veces con demasiada insistencia. Pero esta vez no estamos en Salta, sino en Purmamarca, como indica la comparación con estas otras dos fotos:


El cartel de regionales en la última foto, al costado, buchonea que estamos en Purmamarca. La foto anterior, sobre ese mismo fondo, muestra a las dos mujeres con la combinación que buscamos: vestido rojo, pantalón y camisa negros. La foto indeterminada fue sacada, entonces, en Purmamarca.
***
Me entretuve con eso por un par de semanas. Confirmé, gracias a un par de fotos de la mano, que el hombre y la mujer de pelo largo eran pareja (o eso espero; hoy en día uno ya no puede estar seguro). La mujer de pelo corto era casi seguro hermana de la otra, y la protagonista crecida de la comunión.
También conseguí ordenar, aproximadamente, las diapositivas del viaje. Se las mostré a los pocos amigos que todavía soportan mis obsesiones. Y además pasé mucho tiempo mirando esta foto. Trataba de leer el diploma en el fondo —donde hay un diploma hay un nombre—, quizás propiedad del hombre parecido a Pugliese:

No lo conseguí, pero ese fracaso no me desanimó. Yo no elijo las historias que trae la basura, y por eso trato de ser agradecido con lo que hay, aunque sea poco. Sin embargo, este lote tiene una particularidad muy interesante, aunque sea extrínseca: es el primero que vio Dante Sabatto, y por el cual me encargó que escribiera estas notas para Urbe, que van a ser jugosamente abonadas (otro rasgo compartido con los personajes de Blaisten: el enriquecimiento inmerecido).
En mi casa, en cajas de cartón prolijamente rotuladas, tengo unos veinte lotes de fotos, cartas y basuras varias. Los colecciono, y la gente que me conoce sabe que este es, de alguna manera, mi hobby. Lo pienso como un juego, un intermedio entre la acumulación y el voyeurismo. Pero, a diferencia de otros juegos más convencionales, tuve que ir descubriendo sus reglas con el tiempo.
El principio general es el interés: no todo me importa, no todo me interesa. Me gustan los archivos privados, íntimos; no levantaría, por ejemplo, una pila de revistas El Gráfico. Quiero objetos que hablen de vidas que ya no están; recuerdos que alguien quiso conservar y ya no; rastros incompletos de una persona que fue, como todas, imposiblemente intrincada. En algún punto busco, a través del diálogo frío del archivo, conocer a algún muerto, y quizás hasta ganarme su complicidad.
Por otro lado, solo me interesan los materiales analógicos. Nunca levanté CDs, VHSs, DVDs. No es nostalgia: el problema es que lo digital es opaco. Cuando estoy en la calle, quiero saber qué estoy recogiendo; si no, uno corre el riesgo de irse a casa con, digamos, los Grandes éxitos de Xuxa, o el tutorial de seguridad de una fábrica de baterías alcalinas. Las fotos, los cuadernos y las diapositivas no necesitan una máquina que las explique. Alcanza con frenarse a ver.
Por último, este es un hobby gratis. No compro basura; la encuentro, y a veces —cada vez más seguido— pienso que me encuentra a mí.
***
Arranqué esta nota contando el último hallazgo que hice. Mi idea es escribir tres más, con el objetivo de pasearlos —si ustedes me dejan— por las rarezas de mi colección. Espero que me consientan: los coleccionistas tenemos pocas oportunidades de hablar de lo que nos gusta, y por eso las atesoramos casi tanto como a los objetos en sí.
Esta primera nota es una introducción a las reglas de un juego privado, y una aproximación a una manera de mirar (mirar qué: el archivo, lo analógico, la basura). Antes de despedirme me gustaría revisar otro lote, aunque sé que quizás esté extendiéndome de más.
En enero de 2023, levanté de la calle un álbum de fotos familiares. Era ancho y grueso, con tapas duras y hojas marrones:

La primera mitad del álbum, más allá de algún hueco obvio, estaba casi completa; en la segunda solo había restos de pegamento. No sé —aunque podría imaginar— por qué alguien querría quedarse solo con una parte de las fotos. Por lo pronto, las que sí estaban en el álbum traían bastante información:

En el epígrafe se lee: Mar del Plata, 1944. Evidentemente, a esa foto la sacó uno de los fotógrafos ambulantes que recorría las playas ofreciendo souvenirs a los turistas. En el álbum hay varias fotos así —playeras, profesionales, datadas—, colocadas en riguroso orden cronológico. Van desde 1944 hasta 1948. Se intercalan con este otro tipo de fotos, también profesional:

Las fotos playeras y las fotos en estudio —los dos tipos más frecuentes del álbum— tienen algo en común: fueron sacadas por profesionales. Es lógico, considerando que en esa época la fotografía apenas se estaba masificando. En tercer lugar en el ranking de aparición, están las fotos sacadas por aficionados, como esta:

***
Por sí misma, ninguna de estas fotos da demasiada información, pero en conjunto hacen sugerencias bastante fuertes. En la década del cuarenta, un hombre, que viste mameluco y saca muy pocas fotos propias, vacaciona sistemáticamente con su familia en Mar del Plata. Todo cuenta la historia de un obrero calificado durante el peronismo; un mecánico, un metalúrgico quizás. Esa intuición se ve reafirmada por la que es, para mí, la foto más interesante del lote:

Esta imagen es una de un juego de tres, todas más o menos iguales. Es una foto amateur, mal encuadrada y mal expuesta, pero impresa en un formato más grande que las demás. Eso da a entender que, para el dueño del álbum, era especialmente importante. Y tiene una pieza de información fundamental. Tiene, en el centro, un auto de carrera.
Este es mi tipo de indicio favorito. Me gusta porque apunta hacia afuera de las fotos, y me obliga a hacer algo muy divertido: preguntar. Yo no sé nada de autos, pero mi viejo, fierrero de toda la vida, me dijo que seguramente era un coche del Gran Premio. Me hizo además el favor de presentarle la foto a un panel de expertos; es decir, de publicarla en “El verdadero TC de la gente”, un grupo de Facebook bastante activo. Ahí, en menos de cinco minutos, un tal Hugo supo reconocer el vehículo: es el auto de Salvador Attaguile, corredor del Gran Premio de la América del Sur de 1948, que fue desde Buenos Aires hasta Caracas.
Lo que sigue es solamente una historia extraordinaria. El Gran Premio de 1948 es conocido por ser el más largo y peligroso de la historia. El trayecto fue de casi diez mil kilómetros, en catorce etapas, y recorrió seis países distintos, incluyendo un Perú en pleno golpe de Estado. Hubo varios accidentes, entre ellos uno de Fangio, que terminó en la muerte de su acompañante, Daniel Urrutia. E increíblemente, de todo este circo, Salvador Attaguile —el piloto del auto de la foto— fue uno de los principales protagonistas.

Attaguile aparece. Es el hombre de tiradores, sobre el lado izquierdo, en pose de ganador. Su mérito, en el Gran Premio de 1948, fue no solo haber completado ese recorrido infernal, sino haber salido cuarto. Y encima logró todo eso en su primera carrera como profesional. Por eso su auto tenía el número 131 de 141 posibles: corría en la última sección, la de los aficionados. Contra todo pronóstico, fue de los primeros en llegar a Caracas, cosa que en su momento lo convirtió en una modesta celebridad.
Lo interesante de estas fotos es que el auto parece nuevo; no es un coche que recorrió diez mil kilómetros al borde de la muerte. Fueron sacadas antes de largar, cuando Attaguile era, en palabras de Mansilla, un ilustre desconocido. Eso me hace suponer que estas fotos no resultan del cholulaje, sino de la intimidad. El dueño del álbum —el hombre del mameluco— era amigo y quizás compañero de trabajo de Attaguile. Quizás era su mecánico, quizás era solo otro corredor aficionado. Su rol es difícil de precisar; lo seguro es que era muy fan de los fierros, porque el álbum está lleno de fotos suyas con autos y motos.

Me hubiera gustado que la trayectoria de Attaguile sirviera para averiguar más, rebuscando entre sus acompañantes y mecánicos, pero lamentablemente no fue el caso. A pesar de su éxito, Attaguile no se pasó al profesionalismo. A su familia no le gustaba que estuviera tanto tiempo fuera de casa. Se dedicó a correr en Mendoza, su provincia natal. Y se mató en un accidente en 1953.
***
Esta nota está llegando al final. Espero que estos dos lotes, modestos pero representativos, hayan servido para ilustrar lo que la basura que recojo significa para mí: una ventana, a la vez al pasado de la Argentina y a la intimidad de unos desconocidos; un punto de partida, el accidente de origen que me trae historias que, de otra manera, jamás habrían pasado por mi radar; y un cuento en forma de posibilidades y no de certezas.
Agustín Fernández Mallo, en Teoría general de la basura, tiene un fragmento que cito cada vez que puedo. Dice así:
Los paleontólogos se enfrentan a una irremediable frustración, los registros fósiles siempre son sólidos, principalmente huesos y dientes, fósiles que nada informan de las partes blandas de los cuerpos, sujetas a la descomposición. Así, esas partes blandas deben ser inferidas (…). Tal certeza no deja de ser sugerente cuando se repara en que no sólo la paleontología sino todas las construcciones del pasado, ya sea remoto o reciente (…) se hacen a través de esquemas ciertos (residuos sólidos, experiencia directa) y material inventado («partes blandas», lo que hemos llamado «ficción consensuada»).
En las siguientes tres notas —si es que llego—, voy a hablar sobre un aviador naval, una alpinista alemana y un psicoanalista soplón. Algunas cosas van a ser ciertas, y otras, como dice Fernández Mallo, van a ser ficción consensuada: partes blandas, sin demasiado sustento material, que surgen uniendo los puntos de una silueta tenue. Especulación informada, podríamos decir; pero, espero yo, entretenida.
Hasta la próxima.



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