YO ROMPERÉ TUS FOTOS
Por Manuel Cantón
17 de abril de 2024
En la primera nota de esta serie hablamos sobre fotos, archivos y basura. Quise compartir mi entusiasmo, como hacen los chicos, y probablemente lo haya hecho de la misma manera (quiero decir: tartamudeando, a los tumbos, sin gracia). No me resulta fácil escribir sobre las cosas que me importan, y mucho menos sobre mí mismo, un tema que por conocido me interesa poco. Por suerte hoy me toca hablar, como prometí, de otra persona: el aviador R.G.
***
A principios de 2018 encontré, al lado de un container de basura, una bolsa con fotos. Era de noche. Esa bolsa negra era la única abierta de un pilón más bien grande, y las fotos blancas de adentro brillaban en la oscuridad. Todas estaban rotas, algunas en dos, otras en cuatro partes:
Todos los pedazos mostraban gente en uniforme militar. Sin dudar mucho, y más bien entusiasmado, levanté la bolsa y la llevé a mi casa. Entonces vi que también había postales y algunos recortes de diario. Decidí hacer lo que haría cualquier persona razonable: rearmar, pedazo por pedazo, todas las fotos rotas.
En esa época todavía vivía con mi vieja y mi hermano. Fue una gran ventaja. Había más ojos y más manos para trabajar, y sobre todo había una mesa larga en el comedor, muy distinta al tablucho de aglomerado que tengo ahora en mi departamento. Ahí acomodamos los pedazos. Para orientarnos en el armado, les pusimos nombre a las fotos que empezábamos a formar. Muchas veces resultaron equivocados. Por ejemplo: esta foto, de la que encontramos primero la parte de abajo, se llamó “El beso”:
Esta otra foto, por razones un poco más acertadas, se llamó “Il Duce”:
Dos horas después, cerca de la medianoche, teníamos armadas cuarenta y nueve fotos. Y esa misma madrugada, gracias a los recortes de diario y a una búsqueda un poco frenética por internet, ya conocía el nombre de su dueño: R.G.
***
Sabía, por los papeles y los recortes de diario, que las fotos habían sido de R.G., aviador naval. Sabía, por el formato y el tipo de imagen, que eran de la década del cincuenta. Y sabía, por el estado en que las había encontrado, que escondían algo vergonzoso, porque alguien las había querido destruir.
Eso era todo.
Decidí buscar ayuda. Arreglé entonces un encuentro con Abel Alexander, historiador de la fotografía. Una semana después, en un día imposiblemente húmedo, lo visité en la Biblioteca Nacional. Pregunté en la entrada por la Fototeca y me hicieron pasar a un segundo o tercer piso. Había mosquitos hasta en el ascensor. Toqué una puerta de vidrio opaco.
Abel Alexander me dijo que pasara. Era un Papá Noel disfrazado de fotógrafo: corpulento, pelo blanco, cachetes rojos, un chaleco lleno de bolsillos y un sombrero a lo Indiana Jones. Le di a Abel la carpeta con folios donde guardaba —y todavía guardo— las fotos recauchutadas. En la primera página estaba esta, a la que yo había nombrado “El galán”:
Abel Alexander se puso los anteojos y la miró durante un par de segundos. Pasó rápido por las páginas siguientes, como si chusmeara los títulos de un diario, y después volvió a la primera.
—¿Vos sabés quién es este? —dijo en voz muy baja.
—No.
Abel se inclinó en su silla.
—Aramburu —dijo. Después recorrió las páginas siguientes, mientras golpeaba con el índice en esa cara repetida—. Este es Aramburu, este es Aramburu, este es Aramburu.
Hicimos una cuenta rápida. La carpeta tenía cuarenta y nueve fotos. Aramburu, golpista protagónico y fusilado ilustre, aparecía en diez.
***
Mientras recorríamos las fotos, Abel me enseñaba los trucos de su oficio. Se detenía en esta, por ejemplo, y buscaba una lupa:
Por la patente, pudo identificar la zona en la que ocurrían esos festejos: provincia de Buenos Aires. Después se detuvo en esta otra:
Yo no veía nada interesante. Un par de tanques en una plaza. Pero él tenía el ojo entrenado.
—Fijate en el Street View —me dijo—. Esto debe ser Bahía Blanca.
Y era.
Seguimos así un rato. Abel pudo confirmar un par de intuiciones. Las fotos estaban obviamente vinculadas a la Revolución Libertadora. Aramburu había visitado Puerto Belgrano, la base principal de la Marina, poco tiempo después del golpe. Muchas de las fotos se correspondían con ese momento: entrevistas oficiales, desfiles, pasos de revista. Pero no solamente.
Abel me señaló otra foto:
—¿Qué te llama la atención?
Yo le señalé que, en el centro de la foto, pálido y casi espectral, estaba R.G., siempre demasiado blanco para la exposición de la cámara. En ese momento era joven; en las fotos más de viejo, como ocurre con algunos rubios, las canas lo embellecen. En sus mejores ángulos tenía un aire a Clint Eastwood. Pero Abel estaba interesado en otra cosa.
—Mirá el fondo —dijo—. Es Evita. No llegaron a sacar el cuadro.
Eran fotos, entonces, durante el golpe. R.G. no solo se había plegado, sino que parecía haber tenido cierto protagonismo. Por lo menos estaba ahí, en ese despacho oficial, participando de la toma de decisiones.
Me fui de la Fototeca a las siete de la tarde, cuando ya estaban por cerrar. Antes de despedirme, Abel me agarró del hombro y me hizo acercarle el oído.
—Escuchame, pibe —dijo—. ¿Fotos así, rotas? Eso solo lo puede hacer una mujer.
***
Me di cuenta de que yo estaba reconstruyendo dos historias. Por un lado, estaba la que contaban las fotos rotas: el golpe del 55 desde Puerto Belgrano. Por el otro, estaba la que contaba el lote en general, con los recortes de diario y las pocas fotos particulares: la vida de R.G.
Los avances empezaron a ser más graduales. Después de revisar un par de cientos de fotos de la época, llegué a la conclusión de que “Il Duce” era Jorge Perrén padre, comandante de Puerto Belgrano durante el golpe. En internet no era fácil conseguir información sobre él, porque en cualquier búsqueda aparecía opacado por su hijo, también llamado Jorge Perrén, oficial en el Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA y procesado por secuestros, torturas, asesinatos y apropiación de bienes de detenidos desaparecidos.
Finalmente me enteré de que el padre había escrito un libro, Puerto Belgrano y la Revolución Libertadora. Leí sus quinientas páginas con toda la atención de la que fui capaz. Por momentos era entretenido, con sus historias de milicos y conspiradores —hombres que antes de dar un golpe de Estado se echan a dormir una siesta con las botas puestas— y por momentos era terriblemente tedioso, lleno de cables, mensajes radiales y telegramas.
Hacia la mitad del libro, encontré a R.G. Aparecía mencionado como la persona dedicada a “coordinar la acción de grupos civiles”. Varios otros hechos descriptos en el libro se correspondían a las fotos que yo —y quizás nadie más— tenía. En la página 170, habla de la “emotiva proclama del Capitán Castellanos, que fue difundida por L.U.7 y la radio de la Base Naval”. Está hablando de esta foto:
A través del libro, también aprendí de la existencia de Samuel Toranzo Calderón. Él fue el ideólogo del bombardeo a la Plaza de Mayo, en junio de 1955, donde murieron por lo menos trescientos civiles, incluyendo un trolebús lleno de niños. Fue el bautismo de la aviación argentina.
Esta es la cara de Samuel Toranzo Calderón:
Mientras armaba los pedazos, esa fue una de las fotos con apodo. Le decía “De Niro”, porque para mí tenían un aire. El parecido se pierde en esta otra foto, donde Calderón firma autógrafos:
Me pregunté, entonces, cuánto había tenido que ver R.G. con los bombardeos a la Plaza de Mayo. No llegué a una conclusión definitiva, pero intuyo que poco: los bombarderos salieron de Punta Indio, y él estaba destacado en la Base Espora de Bahía Blanca. Además se sabe el nombre de quienes piloteaban los aviones mandados por Toranzo Calderón: Jorge Imaz Iglesias, Carlos Fraguío, Jorge Alberto Irigoin, Alfredo Eustaquio y Alfredo del Fresno. R.G. no es ninguno de ellos. Parece que, a pesar de ser aviador, siguió la Revolución desde el piso, y en general lejos de las balas.
A pesar de todo, R.G. aparecía en el libro con bastante frecuencia. Era un poco sorprendente, porque no tenía un rol de protagonismo real. Todo lo señalaba como un personaje secundario, cómplice pero marginal, destinado a una tarea menor en horas de guerra: el trato con los civiles. En realidad, creo que Perrén hablaba de R.G. solo para poder nombrar a su socio y acompañante: el capitán de corbeta Carlos Walsh, también aviador, hermano de Rodolfo Walsh.
***
Aunque el libro de Perrén fue publicado en 1997, por momentos parece que Walsh, asesinado por los colegas de su hijo veinte años antes, era su interlocutor directo. Hacia la mitad, describe el combate entre una columna de tanques fiel a Perón y el avión del capitán Estivaritz, su amigo personal, que terminó muerto. Perrén dice: “me sentí tan responsable como si yo mismo lo hubiera hecho matar”. Walsh cuenta ese mismo enfrentamiento en “2-0-12 No vuelve” y “Aquí cerraron sus ojos”, dos crónicas de cuando todavía era un antiperonista practicante. Perrén le roba frases textuales.
Lo contrario ocurre hacia el final del libro, cuando Perrén describe el alzamiento de Valle en 1956. Él era todavía comandante de Puerto Belgrano, y como tal participó de la represión. En ese momento, Operación Masacre, el fusilado que vive, Troxler y el basural de José León Suárez entran todos en las tres palabras finales de una frase aislada: “En la noche del 9 al 10, habían sido fusilados el teniente coronel Valentín Irigoyen y el capitán José Miguel Costello, y algunos civiles”.
***
Además de perderme en las idas y vueltas de la Revolución Libertadora, me dediqué a reconstruir la vida de R.G. Sus fotos particulares y los recortes de diario me ayudaron mucho. Supe que nació en 1922 y que entró en la Escuela de Aviación en 1941. En septiembre de 1955, como capitán de fragata, participó de la Revolución Libertadora, y al año siguiente fue ascendido. Un nuevo golpe militar, esta vez en 1966, representó para R.G. otra promoción: pasó a ser agregado naval en una embajada europea de primer nivel. Fue dado de baja poco después, cuando, según un recorte de La Nueva Provincia, Onganía lo puso como interventor en una refinería en Bahía Blanca (dónde si no). En 1976, uno de los primeros decretos de la dictadura militar le asignó una compensación económica extra: le pagaron las horas de vuelo correspondientes a los años que pasó apostado en Europa. En 1980, otro recorte muestra a sus dos nietos jugando al básquet en categorías inferiores de Bahía Blanca (dónde si no). Murió en 2012.
Yo me seguía preguntando de dónde habían salido esas fotos rotas, tan iguales, tan nítidas, tan bien encuadradas. Abel Alexander me había dicho que era un formato periodístico; mi viejo, reportero gráfico de toda la vida, era de la misma opinión. Entonces le pedí a alguno de los dos —ya no me acuerdo cuál— que me pusiera en contacto con gente de La Nueva Provincia, el principal diario de Bahía Blanca. Y ahí pedí hablar con el fotógrafo más veterano que hubiera.
Entonces empezó el intercambio con Norman Fernández. Él trabajó en el diario durante casi cincuenta años, desde sus veintis hasta la jubilación. Era muy chico durante la Libertadora, pero ya no tanto durante la década del sesenta, cuando muchos de los personajes de las fotos seguían orbitando en la política municipal.
Norman no solo tenía buena memoria para las caras, sino también para los espacios. Él confirmó, por ejemplo, que esta foto de Castellanos Solá, intendente durante la Libertadora, era en el despacho municipal:
Norman me ayudó a terminar de identificar a los personajes. Armé un índice, que guardo en la carpeta, donde describo cada una de las cuarenta y nueve fotos: nombre del protagonista, lugar de los hechos, apodo de la foto (si lo hubiera). Norman también coincidió en que el o los fotógrafos —había demasiadas locaciones para hablar de uno solo— probablemente habían sido colegas suyos. De hecho, a través de un amigo en el diario, consiguió ejemplos de su uso en alguna edición:
La foto que yo conocía como “El galán” había salido en La Nueva Provincia el doce de noviembre de 1955, apenas dos meses después del golpe, como muestra de “espíritu democrático”. Su presencia en el archivo de R.G. se explicaba, precisamente, en que él había sido el encargado de la coordinación con los civiles. Seguro tenía contacto con los periodistas, o por lo menos con los directivos del diario.
Con estos datos escribí, en 2019, una nota para la revista Contrastes. Se llamó “Para no verte más”, una cita a la misma canción que usé para este título. Ahí conté, en un texto mucho más compacto y juvenil que este, la historia de estas fotos. Y creí que con eso terminaba todo.
Me equivocaba.
***
A mediados de 2022 recibí un mail. Venía de parte de otro bahiense, también fotógrafo, que había conseguido mi dirección a través de Norman. No uso su nombre porque nunca me dio permiso: le escribí hace un tiempo y nunca respondió. No sé si se olvidó, si no usa mucho el mail o si falleció en estos dos años. Era un hombre mayor y todo daba a entender que su vida no había sido saludable. Le vamos a decir J.F.
J.F. decía que había leído mi nota de 2019. También decía que se la había olvidado por años, hasta que un megajuicio por delitos de lesa humanidad, encabezado por Miguel Ángel Palazzani y José Alberto Nebbia, había vuelto a poner en agenda algunas cuestiones. La causa se dedicaba sobre todo al Batallón de Comunicaciones 181 del Ejército, donde había funcionado el centro clandestino de detención más grande de la zona, base operativa de la represión en todo el sur del país.
Entonces J.F. me contaba una historia. Iba más o menos así: a él le gustaba el rock. Y, como muchos otros jóvenes rockeros de la década del setenta, usaba el pelo largo. Eso le traía bastantes problemas, sobre todo en Bahía, una ciudad notoriamente conservadora. Sus compañeros lo verdugueaban y cada tanto, aunque ya sabían que era periodista, los policías lo hostigaban. Para él todo eso era natural. Era parte de la aventura: usar el pelo largo, ejercer la rebeldía, ser resistido. Otra cosa le habría parecido insulsa o hipócrita.
Una vez, a fines del setenta y seis o principios del setenta y siete —sin duda era verano—, se encontró en la redacción con una visita, un hombre alto, blanco y canoso. Entre vacaciones y mandados, en la sección de fotografía no había nadie más.
El hombre esperaba de pie a que alguien lo atendiera. No vestía uniforme, pero no lo necesitaba: J.F. había aprendido, como muchos bahienses, a reconocer a los oficiales solo por la postura. Se presentó con un nombre que J.F. no recuerda, y dijo después que venía a buscar un paquete que le habían dejado. J.F. revolvió entre las cosas de la redacción y se lo dio. El hombre, quizás por exceso de tiempo, quizás solo por pulsión social, se quedó charlando un rato. Le dijo que eran fotos del archivo del diario. Que estaba pensando en escribir algún trabajito histórico, o incluso sus memorias, por qué no, y que pensó que le podían venir bien. Que tenía muy buena relación con los directivos.
J.F. y el hombre charlaron bastante. A pesar de las diferencias de edad y de estética, se llevaron bien. Hablaron de lo que hablan dos hombres que no se conocen: clima, deportes, trabajo. El hombre era gracioso de una forma elegante, sin esa pulsión por la risa que sufren algunos bufones. Cuando se despidió, palmeó a J.F. en el cuello, tocando un poco de su pelo largo y desgreñado, y dijo:
—Córtese el pelo como la gente, que nos lo vamos a llevar por error.
Después se fue con su paquete bajo el brazo.
J.F. cerraba el mail de esta manera:
“En ese momento me corrió un escalofrío, me puse a transpirar, más incluso de lo que correspondía al calor del verano (y eso que Bahía es muy caluroso). No era raro en esa época que los milicos te amenazaran, estaban envalentonados, pero eso sonó más real, no sé cómo explicarlo, no podía respirar, todo me daba vueltas. Me acuerdo y se me pone la piel de gallina. Y hace poco, en una de estas notas que andan dando vueltas por el megajuicio, leí sobre la Séptima Batería, un centro clandestino de la Marina del que no sobrevivió prácticamente nadie, creo que dos personas nomás. Dicen que ahí había dos interrogadores, un tal Legui y uno al que le decían Rubio, que algunos creen que era Astiz. Yo creo que no, yo creo que el Rubio era este tipo”.
***
Yo no creo que R.G. fuera el Rubio. Por lo menos pienso que no hay evidencia que lo soporte: es un salto demasiado largo, basado en poco más que una coincidencia desafortunada y un vago —y supuesto— parecido físico. Sí creo que en 2012, cuando R.G. falleció, su archivo personal pasó a su hermano menor. Ese hermano vivía en Recoleta y murió en 2017. Creo también que, a principios de 2018, alguien —un hijo, un nieto, un sobrino— se ocupó de vaciar ese departamento. Ahí encontró, entre todas las cosas que suelen aparecer en las casas de la gente rica y anciana, varias carpetas o cajas con fotos. Creo que ese hijo, ese nieto o ese sobrino vio en esas cajas algo que no le gustó y que, a pesar de su obvio valor histórico, decidió romperlas, ponerlas en bolsas negras y tirarlas a la basura. Y creo que después, en una caminata nocturna por el barrio, yo me encontré con una de esas bolsas, abierta por casualidad.
Pero hay una cosa que no sé. Y lo que no sé tiene forma de pregunta.
¿Qué había en las otras bolsas?
Escapando de la cueva extractivista
Por Elías Fernández Casella
Los usos de China
Por Santiago Mitnik
La ficción está en la Rosada: Cómo verla
Por Guido Estañaro
Una nueva polarización
Por Tomás Albornoz
Nro de obra publicada – Página Web:
RE-2022-55412612-APN-DNDA#MJ
CONTACTO
FUNDACION URBE
CUIT 30644567156
revista@urbe.com.ar
Pringles 939, CABA