Artificios
El judaísmo es una personalidad
Por Carla Chinski
29 de mayo de 2023

Algo nuevo, algo prestado, algo robado
El judaísmo es una personalidad, y lo ha sido desde el Antiguo Testamento hasta Woody Allen. No es por eso que han funcionado los estereotipos, me interesa más las formas en que nos hemos estereotipado a nosotros mismos (ya hablar de “nosotros mismos” es un problema, implica que estoy metida en el asunto). Porque una invención-de-sí nos ha traído hasta acá, el pensar que somos una tabula rasa sobre lo que se imprime lo que llamaría la “tradición de la tradición”, o sea, una tradición negativa. Quiero decir con esto que es una tradición que no se conforma con un arreglo a fines; la tradición es la forma judía por excelencia de “hacer algo al respecto”, una obligación privada y pública (o privada en tanto que pública). Tenemos personalidad porque somos diferentes, dicen los judíos; pero a la vez esa diferencia une al mismo tiempo que separa. Es una contradicción fundante.
La condición del exilio es algo que marca el escritor israelí David Grossman en Escribir en la oscuridad, me gustaría hablar de eso aquí. Dice él que “escribo y doy nombres más íntimos y privados a un mundo externo y extraño. En cierto sentido, lo hago mío. Regreso a casa desde el lugar en el que me sentía exiliado y extranjero. Cambio un poco lo que antes me parecía inmutable”. La personalidad es una condición de presentación de uno mismo al mundo externo, sin ser un personaje. El sufijo “dad” en personalidad es de la misma raíz (shorashá, en hebreo) que “hermandad” o “vecindad”. Supone una cualidad abstracta, me dice Internet. Pero el judaísmo no es más que una serie de concreciones, de acciones impuestas por un dios violento, entonces ¿cómo puede ser una cualidad abstracta? No me hace mucho sentido.
Es que más tarde, en “Lenguaje individual y lenguaje de masas”, Grossman tiene la tesis de que no podemos ignorar nuestra condición de “hijos de”, a menudo hijos de sobrevivientes. Pienso en el caso argentino, con los atentados a la AMIA y la Embajada de Israel en los años noventa, y la falta de personas que, ante la idea de justicia, no pueden colocarse en una tercera posición donde no son víctimas ni victimarios. La personalidad es una ética que, para Grossman y tantos otros hijos como nosotros, se transforma en una condición, una obligación de ser alguien. Y ¡qué palabras tan centrales, “ben” y “bat” (hijo de, hija de) al punto ser celebradas por un gentío obligatoriamente! La mitzva (buenas acciones según los preceptos religiosos) es el cumplimiento de la personalidad—y nunca lo leí formulado así. Se espera que alguien de doce o trece años emerja al mundo como una persona ya conformada, lista para cumplir con “lo bueno” y sacar afuera “lo malo”.
Así, David Ben Gurión dijo en uno de sus ensayos sobre judaísmo que la condición de personalidad es también una condición profética (bueno, no lo dice exactamente así), basada en la creencia del “papel y misión singulares de su pueblo que debía presentarse como luz de las naciones”. Cuánta presión para una minoría religiosa. ¿Es posible la perfección? Es la misma pregunta semi religiosa. La supervivencia darwinista de la aptitiud de sobrevivir a la falta de singularidad general de una sociedad que no nos quiere del todo, y nunca nos ha querido. La personalidad del judío se toma esto como una consecuencia trágica de la excepcionalidad. No somos queridos, por lo tanto, tenemos que inventarnos; no es un regalo, para nada. Es la pregunta del filósofo Samuel H. Bergman: “¿Cómo puede el hombre creer en las posibilidades de la perfección última frente a la cruda realidad del mal que hay en el mundo?” ¿Quién habló de perfección, Samuel? Si cito a tantas personas es para mostrar cómo el judaísmo es la religión de la autoconciencia. Con este nivel de autoconocimiento es imposible tener una personalidad sin ser un neurótico al extremo—ya lo veremos con Woody Allen. Miren, si no, en el Antiguo Testamento, el diálogo interno de los profetas: estaban completamente locos, y no solo por escuchar a un Dios que hablaba, o habla, sin parar.
Desde el punto de vista profético, tener personalidad es una orden. La personalidad es en este caso imponerse por sobre las dificultades para justificar actos que nos parecen (a los lectores, digo) de completa maldad, pero tienen su rasgo maquiavélico casi siempre. El “porque yo lo digo” del precepto judaico nos lleva a la hermenéutica extrema, la exégesis fascinada, el contra fáctico convincente. Con lo Darwiniano decimos: que gane el personalismo. Ser persona y ser personalidad se están peleando todo el tiempo. La persona está ahí, casi inmutable y muda, va por la vida con sus acciones sin pensar en qué significan; ser persona, quiero decir, involucra la falta de autoconciencia (por eso la filosofía reciente está tan obsesionada con lo poshumano y la defensa de los animales en tanto que seres sintientes y autónomos). Nos dice la filosofía: la persona no es lo que era, busquemos personalidades. Para mí, esa es otra forma de decir que nos consigamos una vida, dicho así nomás; es, también, otra forma de decir que no somos animales porque somos capaces de destacarnos de alguna manera, lo cual es otra contradicción y termina por seguir con la tradición filosófica pre-Heidegger.
La literatura judía de la que voy a hablar—si es que existe—se funda en una obsesión por la tipología, que encuentra sus raíces mucho antes del naturalismo de Balzac o la pretensión epistemológica de Stendhal de la descripción infinita. En estos textos, la personalidad es un desprendimiento de la tradición y, atención, la tradición del desprendimiento en sí misma. Destacarse del resto de los pueblerinos y, al mismo tiempo, sentir que todos están haciendo eso mismo por una cuestión de mero deber. Un ejercicio: el significante “deber” va a la par de la deuda. Es mi deber deberte algo. Y ese algo es una forma de hablar, no solamente de mí y de los demás, sino del universo en general, oh, el Universo con mayúsculas. El sueño de “Un casamiento a la polaca” en el escritor moderno Der Nister: “Este es mi oficio, este es mi constante trabajo: un padre de paja no tiene de qué dar de mamar, una madre que es madre pero no tiene senos, y el niño quiere comer, chupa y pincha pero yo tengo que alimentar a los tres y, como ves, hay aquí un tazón de lata oxidada y yo exprimo el moho y la humedad de las paredes y se los alcanzo (…)”. Y luego, en “Primer relato de una Polonia ocupada”, vemos a un joven que “a pesar de ser joven aún, de unos veinticinco o veintiséis años, ya había leído y se había instruido tanto que parecía sumamente agobiado”.
Más allá de la sorprendente historia del cambio de géneros vemos en común esto de ser lo que no se es del todo. Una inversión de roles donde el joven parece un viejo por su agobio y sus responsabilidades, incluso sus pensamientos; un padre que debe actuar como una madre; un niño que exige mientras el padre no tiene nada y, tal vez, tendrá luego que actuar como su propi madre. Una personalidad siempre cambiante, for export. La expatriación de la personalidad, podría decirse así, ¿puede ser condición del antisemitismo y la violencia? ¿Puede ser la expatriación de la personalidad algo que genere tanto odio en los demás, del odio más profundo que viene con lo sobresaliente de un tumor rojo e hinchado, donde la pregunta es una: quién te creés que sos? Como esa, la última frase que el autor polaco de Las tiendas de color canela Bruno Schulz escuchó después de su muerte (como si tuviera poderes, imagino): “he matado a tu judío” y la respuesta del rival de aquel SS: “muy bien. Ahora mataré al tuyo”.

Foto: Autorretrato realizado por el propio Schulz, entre 1920 y 1922.
A Schulz le interesaban los gestos de los hombres: lo sobresaliente ya no del tumor, sino de una sutil y temblorosa mirada a cámara. La personalidad evade la caricaturización: por eso podía darse el lujo de representar al pueblo maravillado por sus particularidades. La dinámica de la sospecha que intenta generar en los lectores a través de sus relatos es ese mismo gesto de la mirada al espectador del cuadro, un “¿qué estás mirando? ¿qué ves?, ¿me ves realmente a mí o a un reflejo de vos mismo?”. La mezcla de los sentidos—por olores, colores y demás y por semántica—nos ofrece en Schulz una inestabilidad de la personalidad, de lo personal, nunca antes visto. Nada es lo que parece, dice. “Los colores se hacían una octava más profundos, la habitación se llenaba de sombras como si estuviese sumergida en la luz de las profundidades marinas, turbiamente reflejadas en los espejos verdes”. O: “por esos días, la ciudad caía cada vez más en ese gris crónico del atardecer cubriéndose sus aristas de herpes de sombra, de pelusa de moho y de color hierro”. O simplemente: “Llegaron los días de invierno, amarillos y colmados de tedio”.
Podría decirse mucho sobre el trabajo con el color y el blanco y negro. El color pertenece al mundo de fantasía que creaba, pero era un color incoloro. De ahí el trabajo con lo paradójico en sus relatos: por ejemplo, una casa llena y vacía al mismo tiempo, o algo descubierto y ya sabido; o cosas inmóviles que, sin embargo, están animadas. La personalidad es la versión superficial y visible de un reflejo en la oscuridad, algo profundo que no puede asirse. Y ¿qué hay más allá de ella, sino sencillamente todo? La mostración visual del cuadro y la personalidad tienen más en común de lo que al principio parece. Es una condición crónica de la mirada de los demás. Es una oscuridad apacible que se hace pasar por un aspecto luminoso. En el retrato de Shulz aparece una fuente de luz arriba a la izquierda que no encandila, pero tampoco ilumina demasiado: la sombra lo cubre todo, o casi.
Pero detengámonos en los espectadores de atrás, que miran al personaje en primera plana, uno asustado, otro con aire socarrón. Está ahí representada en plena luz del día la paradoja de Schulz, clara como el agua de un canal de pueblito polaco. Miedo y burla de la personalidad de los demás es la respuesta a la incomprensión de esa personalidad. El primer plano del trabajador (fíjense los platos que carga en la mano) lo obliga a detenerse en plena acción, como si se tratara de una foto o de un boceto hecho a último momento. Esa cualidad nos da la ilusión del movimiento de la personalidad, saltos de ser uno en ser otro, que, como el mozo, está “hecho para servir” a los demás. Y los observadores están ahí para recordarnos de que existir es en sí mismo un acto de primera plana que no depende de nosotros, así como la personalidad de todos los que no son judíos. ¿Cómo serán esas dos personas en el fondo? ¿Importa demasiado? ¿Es el primer plano pictórico un mecanismo para descubrir formas de ser?
En el relato breve “Maniquíes” aparece el personaje de Adela, sirvienta de una familia adinerada. Es su deber estar en el fondo, deshacerse dentro de la escena. Sin embargo, el padre de la familia sobresale tanto por contraste que termina por conquistar a Adela y las costureras frecuentando su cuarto; lo que es otro modo de plantear que ellas son maniquíes, exhibidas para el placer ajeno y sin personalidad. “¡Cuán llena de gracia y feliz es la forma de existencia que usted eligió! Qué hermosa y simple es la tesis que se le ha dado a expresar con su vida. Y con qué finesa y maestría cumplen ustedes su deber. Si, haciendo caso omiso del respeto hacia el Creador, quisiera jugar a la crítica de la creación, gritaría ‘¡menos contenido, más forma!’”. Forma y contenido son las herramientas y elementos de la personalidad. La forma es el cuento del cuerpo; el contenido es variable y estructurado a la vez, abusa de la tipología y el estereotipo. En “Tratado de los maniquíes (final)”, esto se refuerza y redobla: “En realidad—dice el padre—se trataba de seres amorfos, desprovistos de una estructura interna, engendros de la tendencia limitadora de la materia que, dotada de memoria, replica por costumbre las formas aprendidas”. Privación de vida de los objetos y afirmación del sujeto con personalidad, lo personal casi a la fuerza. La forma aprendida es el cuento del cuerpo, entonces, y el contenido vacío es la ausencia de personalidad. De nuevo, sin personalidad no se es persona, es una cualidad lógicamente necesaria. Lo semiorgánico, lo sin personalidad, es de apariencia engañosa, o poco verdadera (al menos, vamos a matizarlo un poco).
La aparición del individuo como invención moderna estaba desde mucho antes en el judaísmo; en eso, de nuevo, somos pioneros. Los profetas tenían el lujo de lo individual; luego, fuimos individuos con la persecución de los antisemitas, que nos decían una y otra vez que debíamos ser demasiado distintos como para existir con tranquilidad. No es solo cuestión de excepción, sino de sobresalir de forma negativa. En ese punto la tradición negativa existe, en el sentido de disconformidad esencial y social, en el sentido también de un aspecto negativo a la práctica religiosa y cultural que nos afecta al día de hoy. Y, como invento moderno, el teórico estadounidense de estudios culturales Frederic Jameson estaba en lo cierto al vincular la invención del individuo con la práctica religiosa. Ya no encontramos el sujeto como lo construyó San Agustín, de “en el tiempo, con el tiempo, yo me confieso” buscándolo dentro suyo, sino como pura externalidad. El judío empieza a relatar su vida, como hace el individuo en general, pero sucede que, como los personajes de Shulz, lo relata a través de todo lo que no sea sí mismo (de ahí la obsesión por relatar a los demás como tipos sociales). La paradoja de la identidad—distinto a decir “personalidad”—es reconocer que la identidad es mutable al mismo tiempo que es única. El judío esto no lo sabe, entonces muta porque es único en el sentido de “excepcional”, ya no de “entero” o “completo”. Pasamos de la asociación libre del yo en Montaigne a una asociación necesaria, una obligación a pensarse e interpretarse; pasamos del pensamiento cartesiano usado como entretenimiento al aburrirse ante lo incierto.
Veo esto último que digo y me parece producto de una propia asociación libre. ¿Por qué acabo de decir “aburrirse ante lo incierto”? ¿Cuál es la afirmación detrás del haber formulado esto? ¿Será que lo incierto, el pasar de un lado a otro sin solución de continuidad (es decir, la errancia) es tan permanente que terminamos tomándolo como una cosa más, tan común como rezar o lavar los platos el viernes antes del sabático? Probablemente, esto sea cierto.


El fin de la derrota: abrir el futuro
Alejo Di Risio | Hace más de un año que la extrema derecha llegó al poder y,...
Sexo, muerte, disidencia
Dante Sabatto | ¿En qué disienten las disidencias? ¿A qué le dicen que no?...
¿Defensa preventiva o expansión territorial?
Lucas Lipina | Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) mantienen sus posiciones...
El nuevo orden americano
Santiago Mitnik | El enfrentamiento entre Estados Unidos y China marca la...
brat/remix summer
Don Inés Yasuda | BRAT, de Charli xcx, salió en junio de 2024, en pleno verano...
Cómo sufrir y por qué
Dante Sabatto | Dante Sabatto leyó Resignación Infinita, un tratado de...
Imagina un león persiguiendo ratas con una motosierra
Martín Guerra | Todos vimos esas imágenes: un león abrazando un pato, un Milei...
¿Por qué ya nadie coge?
Martina Pawlak | Martina Pawlak notó que las conversaciones con sus amigos...
EL CLOWN TRAVESTI LITERARIO DEL UNDER PORTEÑO
Catalina Signoretta | Walter Batato Barea era para sus amigos “simple y...