Historia

Argentina en la Primera Guerra Mundial

Por Valentín Pennella
29 de julio de 2023

La Primera Guerra Mundial se identifica, en general, por la negativa: no fue la Segunda. Sin embargo, a nivel histórico, provocó una ruptura aún más grande. El crecimiento tecnológico de la Revolución Industrial brindó al ser humano una extraordinaria capacidad destructiva, que, entre 1914 y 1918 se puso en práctica a gran escala. Se calculan alrededor de 10 millones de muertos. Para que nos demos una idea, Eric Hobsbawm señala que la guerra internacional de mayor envergadura del período post napoleónico, la Guerra Franco-Prusiana (1870-71), arrojó un saldo de 150.000 muertos. Cualquier cifra de las grandes guerras de la historia parece insignificante al lado de las del siglo XX. Además, la Primera fue una guerra total: los Estados movilizaron todos los recursos que tenían disponibles, exigiendo a la población civil un esfuerzo que se planteaba a la misma altura que el esfuerzo bélico. Así, la movilización excedió el lugar físico del frente de batalla. A través de la propaganda, los Estados motorizaron la movilización nacional enlistando soldados al ejército, limitando las raciones de comida y recaudando ayuda económica, entre otras.

“La comida es munición – No la desperdicies”. En otros tiempos hubiera sido impensado que el Estado se metiera en un aspecto tan privado como el consumo de alimentos.

Así como la guerra trascendió las trincheras y movilizó a la población civil, también afectó a los países no beligerantes. Desde el presente sabemos que Argentina se mantuvo neutral durante todo el conflicto, pero la neutralidad no fue la única postura que existió y por momentos pendió de un hilo. Dos presidentes tuvieron que hacer frente a la guerra: Victorino de la Plaza e Hipólito Yrigoyen. Victorino de la Plaza fue el último presidente de la llamada “etapa conservadora” (1880-1916), caracterizada por una élite oligárquica que se sostenía en el poder mediante fraude electoral. En 1912, la Ley Sáenz Peña terminó con el fraude al garantizar el sufragio universal (masculino aún), secreto y obligatorio. Si bien en los papeles el cargo de 1910 a 1916 correspondía a Roque Sáenz Peña (de ahí el nombre de la ley), en la práctica lo ejerció De la Plaza, su vice. Sáenz Peña, cuya calle porteña se ve opacada por tratarse de la “diagonal norte”, tuvo que pedir licencia médica en 1913 por una enfermedad que lo terminaría matando al año siguiente, a pocos días de comenzada la guerra. Yrigoyen, por su parte, fue el primer presidente electo democráticamente, e inauguró la “etapa radical”, a la cual se pondría fin en 1930 con un golpe de Estado, el primero del siglo XX.

La neutralidad no tuvo una razón pacifista, sino, en principio, beneficios económicos: permitía a la Argentina comerciar libremente sin miedo a que sus barcos fueran hundidos. Sin embargo, más allá de que no hubo una declaración formal de guerra, la mayor parte de la población argentina se inclinaba por el bando de la Entente: Gran Bretaña, Francia y Rusia, principalmente. Las causas de esto fueron múltiples. En primer lugar, hay que considerar los vínculos comerciales con Gran Bretaña, que era la principal compradora de nuestras exportaciones y poseía los servicios de ferrocarriles y telégrafos. Por otro lado, en una etapa de inmigración masiva proveniente de Europa, las colectividades de los países aliados en la Argentina superaban ampliamente a la alemana. Además, la élite argentina tenía particular admiración por la cultura francesa: de esa época son los edificios del Teatro Colón y el Correo Central, que imitaban el estilo francés. 

La neutralidad argentina peligró en varios momentos. En 1917, Alemania anunció oficialmente la guerra submarina irrestricta: a partir de entonces, se disponía a hundir todos los barcos sin previo aviso. Esto afectaba directamente al comercio de los países neutrales, como Estados Unidos y Argentina. Los norteamericanos le declararon la guerra a Alemania inmediatamente y no tardaron en presionar a la Argentina para que hiciera lo mismo. Mientras tanto, Yrigoyen, incluso frente al hundimiento de dos embarcaciones argentinas y el escándalo que esto desató, mantuvo la neutralidad. 

Submarino alemán U-Boot.
YPF

El hombre a cargo de la negociación por los barcos hundidos fue el ministro de relaciones exteriores Honorio Pueyrredón, el hombre de la avenida que rodea el Cid Campeador. Tuvo una vida cinematográfica: en su juventud participó de la Revolución del Parque, luego ejerció como embajador en Estados Unidos y Cuba, estuvo preso en la isla Martín García tras ser electo gobernador de Buenos Aires y murió en 1945, cuando estaba finalizando la Segunda Guerra Mundial. Su árbol genealógico es alucinante. Era sobrino nieto del General Juan Martín de Pueyrredón (no confundir su avenida, por la que corre el subte H, con la de Honorio) y primo de José Hernández. Por si faltaba algo, fue abuelo de César “Banana” Pueyrredón y bisabuelo de Fabiana Cantilo y Patricia Bullrich.

Pero volvamos a 1917. Estados Unidos había entrado en la guerra y buscaba que Argentina hiciera lo mismo. Su presidente era Woodrow Wilson, que, según dicen, no hubo un sólo día durante su mandato en el que no jugara al golf, exceptuando los domingos. Claro, la guerra se lleva con calma si no se pelea en territorio propio. De la mano de Wilson, Estados Unidos presionó a la Argentina a través de distintos mecanismos. Aprovechando la escasez de los combustibles causada por la guerra (las farolas de la ciudad de Buenos Aires tuvieron que reducirse como medida excepcional), los estadounidenses accedieron a hacernos llegar nuevos cargamentos de los productos faltantes a cambio de que garantizáramos el abastecimiento de trigo de los aliados y de que otorgáramos un préstamo de 20 millones de libras esterlinas a Gran Bretaña y Francia. Y así lo hicimos. Fue la primera vez que Argentina fue acreedora y no deudora de Europa.

En medio de estas presiones, Estados Unidos puso en marcha un plan de inteligencia fenomenal. Gran Bretaña, que controlaba los telégrafos, había logrado interceptar las comunicaciones del embajador alemán en Argentina, el conde Luxburg. En el marco de las negociaciones por los barcos hundidos, Luxburg le pasaba información confidencial a los alemanes: “Hasta nuevo aviso, no hacer concesiones visibles a la nota argentina. Un cambio en el ministerio es probable.” En otro de los telegramas filtrados, Luxburg se burlaba de Honorio Pueyrredón, llamándolo “asno y anglófilo”. Estas comunicaciones se filtraron e, incluso ante el avivamiento de la prensa y la presión de un sector de la sociedad, Yrigoyen no declaró la guerra.

Imagen de la revista argentina Caras y caretas, 1917. El texto dice “La sexta arma. De aquel que haga funcionar mejor el telégrafo será la victoria”.

El sentimiento antialemán crecía y el gobierno estaba cada vez más presionado, tanto por Estados Unidos como por la oposición. El Congreso, en su mayoría opositor, trató un proyecto de declaración de guerra, para instar al Ejecutivo a tomar cartas en el asunto. El proyecto se aprobó con sólo 18 votos en contra, lo que quería decir que incluso algunos radicales habían votado a favor. Yrigoyen, sin embargo, desoyó al Congreso y logró mantener la neutralidad hasta el fin de la guerra.

La posición argentina fue excepcional a nivel regional: la mayoría de los países del Caribe declararon la guerra, otros como Bolivia, Perú y Ecuador rompieron relaciones con Alemania y Brasil llegó incluso a enviar tropas al combate. Sólo 5 países conservaron la neutralidad además de Argentina: México, Colombia, Chile, Venezuela y Paraguay. Yrigoyen mantuvo la neutralidad a pesar de las presiones de los distintos frentes, tanto externos como internos. Al finalizar la guerra, Estados Unidos se posicionó como la primera potencia indiscutida en la región, desplazando definitivamente a Gran Bretaña. Como saldo, la guerra dejaría 10 millones de muertos y una herida en el nacionalismo alemán que sería canalizada por el nacionalsocialismo años después.

Valentín Pennella

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