Urbe
Voces en la Ciudad
Por Simón Franco
10 de febrero de 2024

Entre los muchos mitos que sostienen la identidad nacional, “el país que vino de los barcos” es un pilar fundamental. Sin embargo, en los barrios periféricos de la capital bonaerense, la moderna ciudad de La Plata, viven alrededor de 20.000 personas pertenecientes a las tribus guaraní, kolla, toba y mapuche. Llegaron en los 90/2000 huyendo de la pobreza crónica de sus provincias de origen e intentan integrarse a una ciudad que albergó un macabro zoológico viviente de caciques en su museo principal.
“No nos gusta la palabra cacique, yo soy sólo un hermano más”, dice Cesar Herrera, de hablar pausado pero firme. Es miembro del Consejo Aborigen de la provincia y referente de la comunidad Tonocoté, asentada en Berisso. En la década del 40, los Tonocotés abandonaron sus tierras ancestrales en el norte del país, perseguidos por el hambre y el desempleo, y luego de un largo éxodo llegaron a la periferia de La Plata . Al poco tiempo se afincaron en Berisso, una ciudad en plena industrialización e históricamente abierta a los migrantes, por lo que su adaptación no fue tan sufrida. La Casa de Santiago del Estero, fundada por los ancestros de César, siempre fue tratada con respeto por los políticos de turno, debido al importante caudal de votos que contiene.
No todos los pueblos originarios contaron con esta suerte. Durante la década del 90 y post estallido social del 2001, distintas tribus de aborígenes kollas, guaraníes, qom, mapuches y tobas, provenientes de distintos rincones del país, se instalaron en las afueras de La Plata y Berisso, en barriadas precarias y marginales, en muchos casos sin servicios básicos.
Cesar, de piel trigueña, tupido bigote y músico de profesión, pertenece a una nueva generación de referentes aborígenes. Combina el conocimiento centenario acumulado por su cultura originaria, con lo aprendido en centros educativos formales (estudió en la facultad de periodismo de la UNLP) y no tiene miedo de involucrarse en la política partidaria. Durante siglos su cultura fue silenciada, pero esta nueva camada de referentes busca el renacimiento y el reencuentro de los aborígenes con sus propias raíces olvidadas.
“Hicimos vida acá, pero todos los años nuestros hijos y nietos van a Santiago del Estero. Uno de los problemas que tenemos es la identidad, nuestros hijos se crían con una doble cultura, una doble bandera, que no está mal, pero en algún punto se mira más lo europeo que lo originario”, explica Herrera y acompaña sus palabras con pequeños ademanes, a la manera de un viejo profesor. Para paliar esta situación, todos los domingos se reúnen en Plaza Malvinas a vender artesanías y alimentos, celebrar y sobre todo “intentar que nuestros hijos conozcan otras realidades”.
Pese al mito de “la nación que vino de los barcos”, el censo nacional del año 2010, registró a 600.329 individuos pertenecientes a 36 pueblos originarios, esto es el 2,4% de la población total del país. De esta cantidad, alrededor de 20.000 personas, pertenecientes a las etnias Guaraní, Kolla, Toba y Mapuche viven en los alrededores de La Plata y Berisso. En realidad, este número puede ser aún mayor , si se tiene en cuenta a los cientos de ciudadanos descendientes directos de pueblos originarios, que niegan su identidad producto de años de persecución y menosprecio. Estos aborígenes, se fueron organizando en los últimos años, cansados de ser ignorados o que otros hablen por ellos. En el caso de la Provincia de Buenos Aires, cada pueblo se encuentra representado en el Consejo Provincial de Asuntos Indígenas, además en un hecho histórico para el país, referentes en La Plata planean formalizar el primer partido político propiamente indigena,el Pachakuti de la Luz. “Va a llegar el día en que el cargo de intendente lo ocupe algún referente nuestro, como para romper un poco esta hegemonía europea”, vaticina Cesar.
Un alma en pena
Entre 1878 y 1885, el Estado Argentino llevó hasta las últimas consecuencias el lema sarmientino de civilización o barbarie, emprendiendo lo que se llamó “La conquista del Desierto”, una serie de expediciones armadas al sur del país, un territorio que de desierto no tenía nada. La Patagonia estaba poblada por tribus mapuches, tehuelches, ranqueles y Selkkmans, que fueron masacradas y despojadas de sus tierras. Las poblaciones originarias quedaron diezmadas y muchos de los sobrevivientes fueron reducidos a condiciones de lisa y llana esclavitud.
Pero las expediciones al sur no perseguían solamente objetivos militares. A fines del siglo XIX la teoría darwinista rompía las fronteras de la ciencia natural y se convertía en el paradigma que guiaba también los estudios sociales y antropológicos. La selección natural y la supervivencia del más fuerte pasaban a ser marcos teóricos para entender a los pueblos aborígenes de América, África y Oceanía. El mismo Darwin no tenía reparos en escribir que “en algún periodo del futuro, no muy distante, como en cuestión de siglos, es casi seguro que las razas civilizadas del hombre exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes en todo el mundo. La ruptura entre el hombre y sus aliados más cercanos entonces será más amplia, porque intervendrá en el hombre en un estado más civilizado, como podemos esperar, incluso que el de los caucásicos, y algunos monos tan inferiores como el mandril, en lugar de como ahora pasa entre el negro o el australiano y el gorila”
Imbuido de toda esa filosofía, un muy joven Francisco Pascasio Moreno, más conocido para la posteridad como Perito Moreno, aceptaba participar de la expedición al sur, con la condición de que todos los objetos coleccionados durante la expedición fueran incorporados al Museo que él mismo dirigía. Moreno no perdió el tiempo, y con el beneplácito del gobierno se trajo del sur profundo decenas de cráneos, esqueletos, cervicales y demás “material” proveniente de cuerpos de aborígenes asesinados, por no hablar de los “fetos disecados” directamente arrancados de los vientres maternos. Todo ese botín fue a parar al flamante Museo de Ciencias Naturales de La Plata, orgullo de una ciudad que fue diagramada hasta el más mínimo detalle antes de su fundación y en la que los museos y universidades ocupan un lugar central.
Pero los huesos no vinieron solos: se calcula que entre 12 y 20 aborígenes fueron llevados vivos al museo, donde se los exhibía como una atracción más e incluso trabajaban en el mantenimiento del lugar, teniendo que ver constantemente los restos de sus hermanos asesinados. Si bien tenían libertad para moverse por el museo durante el día y algunos de ellos también podían salir a la ciudad , por las noches dormían apiñados y encerrados en el subsuelo. Además, en aras del conocimiento, debían aceptar someterse a análisis, mediciones y sesiones fotográficas.
Entre los prisioneros del museo se encontraba el cacique Inacayal, líder de una tribu a orillas del río Limay. Apresado él y su tribu por el ejército argentino, fue “rescatado” por el Perito Moreno, que lo conocía de sus expediciones por el sur, y llevado junto a su familia más cercana al Museo. A diferencia de varios de sus compañeros de infortunio, Inacayal se mostraba reacio a aceptar las condiciones en el museo, discutía con los blancos y no mostraba ningún interés en asimilarse al estilo de vida occidental. El jefe aborigen no olvidaba el asesinato de sus hijos ni el robo de sus tierras.
Con el correr de los meses, las duras condiciones de vida comenzaron a hacer mella en los prisioneros, que morían en cadena, como si se tratara de un último acto de resistencia silenciosa. Entre los muertos se encontraba la mujer de Inacayal y también los diarios de la época hablan de una niña, que muchos sostienen que sería la pequeña hija del cacique. Pero aun después de la muerte, la tribu seguía sufriendo vejaciones, ya que los cuerpos de los fallecidos se añadieron a la exposición del museo. Inacayal no pudo soportarlo, se dio a la bebida y abandonó cualquier tipo de cuidado personal. Dormía la mayor parte del día y tenía la vista siempre perdida en algún pensamiento lejano. Sobre su muerte, ocurrida al poco tiempo, se cuentan historias contradictorias. La versión oficial, aportada por el naturalista italiano Clemente Onelli (amigo de Moreno), dice que el 24 de septiembre de 1888 Inacayal desde el alto de una escalera se arrancó la ropa, hizo ademanes apuntando hacia el sol y el sur y dijo una especie de plegaria en su idioma, todo esto como una preparación de su muerte que ocurrió esa misma noche de manera natural (tenía sólo 45 años). Sin embargo siempre existieron rumores de que se trató de un suicido o que había sido asesinado, empujado por las escaleras. El análisis posterior de su esqueleto reforzó estas teorías ya que presentaba marcas que evidencian un fuerte golpe o caída. La prensa de la época también se hizo eco de la sospechosa seguidilla de muerte de los aborígenes que vivían en el Museo, pero protegido por las autoridades Moreno nunca tuvo que dar explicaciones serias al respecto.
Sea como fuera la muerte de Inacayal, lo cierto es que las autoridades del museo platense no perdieron el tiempo, descarnaron su cadáver y lo agregaron a la exhibición bajo un cartel que rezaba “Razas Salvajes que se extinguen”. Durante los siguientes años se sucedieron los gobiernos democráticos, las dictaduras militares, La Plata se consolidó como una de las ciudades más importantes del país, se pasó de “dia de la raza” a “día de la diversidad” y de indios a pueblos originarios, pero los restos de Inacayal y sus hermanos continuaron expuestos en el museo.
Recién en el 2006, tras múltiples reclamos, las autoridades del museo aceptaron retirar de exhibición los restos de aborígenes. En cuanto a Inacayal, parecía que por fin le llegaba su merecida reivindicación cuando en 1994, a través de un proyecto legislativo, se estableció que sus restos debían ser devueltos a su tierra de origen para por fin tener un entierro digno de un ser humano. Sin embargo, la historia tenía reservada otra vuelta de tuerca perversa: Al momento de recibir los restos del cacique, las comunidades originarias del sur se dieron cuenta que faltaban su cerebro, el cuero cabelludo y su oreja izquierda, que el museo había decidido apropiarse. Hubo que esperar al 2014 para que la devolución fuera verdaderamente completa
Escuela de vida
María Cristina abre la vieja puerta de madera del Centro Integral Indígena Wawawasi, rodeada por un grupo de niños que corretea en torno a ella y un gato viejo y cariñoso que ronronea a la primera caricia. La referente del pueblo Kolla tranquiliza a los niños y luego de saludar, se adentra en el pequeño centro educativo, levantado a puro pulmón por las mujeres de la comunidad.
María Cristina Ochoa nació hace 69 años en la región de Cuzco, Perú y lleva un tercio de su vida radicada en la Argentina, pero no se identifica con ninguna de estas dos nacionalidades. “Tengo el DNI y la ciudadanía argentina para fines prácticos, pero mi nación es la Kolla”, explica. Esta identificación con su pueblo, fue la que la motivó a viajar hacia nuestro país. “En mi tierra se decía que Argentina era un país de blancos, que ya no quedaban hermanos así que me vine a conocer y ver si era cierto, pero resulta que sí había y muchos”. Sin embargo, la realidad de sus hermanos en Argentina era bastante más dura que en el Perú, faltaba organización y muchos derechos por conquistar, entonces lo que inicialmente fue pensado como un viaje breve, terminó siendo una estadía de 25 años.
María ocupa el papel de Mama-Cuna, un cargo de alta distinción en la cultura Kolla, que la hace responsable de enseñar y cuidar a las mujeres de su pueblo. Es en el contexto de este cargo que se enmarca el nacimiento del centro indígena Wawawasi. Este proyecto, nació en 1998, con la idea que los niños kollas (aunque los demás pueblos aborígenes también son bien recibidos) aprendieran los conocimientos, costumbres e idioma de su cultura, además de la educación formal que recibían en las escuelas del Estado.
Con sede en una vieja casona ubicada en 37 entre 118 y 119 (a solo 4 cuadras del casco urbano platense), el centro educativo se caracteriza por una pedagogía muy diferente a la oficial. Lejos de dirigir de forma absoluta la clase, las maestras (todas mujeres originarias) permiten que sean los niños y niñas quienes tomen la iniciativa, eligiendo qué actividades realizar (ya sea dibujar, leer, tocar un instrumento, o investigar las plantas), y a partir de ahí guiarlos hacia los saberes de su cultura, incluidos el idioma quechua. Pero también se intenta inculcar conocimientos que la sociedad occidental ha delegado a unos pocos especialistas. “Los blancos miran las estrellas o la luna y dicen que bonito, pero no saben nada más, a veces ni siquiera saben en qué fase está, todo ese conocimiento se lo dejan a los científicos”, ilustra María. Los niños y niñas saltan y corren por el patio de la casa, con una libertad inédita para los centros educativos formales. Pero sobre todo se les inculcan tres principios básicos y fundamentales “no mientan, no sean haraganes y no roben”.
María trajo también de Perú la tradición de organización y lucha que históricamente tuvieron los pueblos originarios del país andino. Así por ejemplo, le cuenta a un compañero que el fin de semana apareció la policía en Plaza Malvinas, con orden de desalojarlos de los puestos que ocupan hace casi 20 años. Con la tranquilidad que la caracteriza, María narra cómo enfrentó a los oficiales, les demostró que tenían todos los permisos necesarios para estar allí y que era ilegal echarlos. Pero su semblante se altera cuando cuenta que otro de los puesteros “le decía a los policías que él no sabía nada. Entonces si no sabe nada tampoco tiene porque estar con nosotros, porque si yo les explico a los oficiales que tenemos todo el derecho a estar ahí y él responde eso, nos desarma todo el discurso”.
La practicidad y estrategia para enfrentarse con las fuerzas del Estado, es un esfuerzo que María adquirió luego de años de amargas experiencias. Pero por otra parte su absoluta desconfianza a cualquier gobierno nacional, no es compartida en su totalidad por sus hermanos argentinos, que tuvieron otros recorridos históricos. Así por ejemplo Cesar, se emociona y anima mucho más, abandonando su habitual serenidad, al momento de hablar de los gobiernos de Perón e incluso no duda en comparar los intentos golpistas que sufrió Evo Morales en Bolivia con lo acontecido en nuestro país en 1955. Igualmente eso no le impide catalogar de asesino con todas las letras al histórico gobernador peronista de Formosa Guido Insfrán, responsable directo de represiones sangrientas sobre la comunidad qom. Diversidad ideológica dentro de un denominador común histórico de reclamos.
En una región que se jacta de ser multicultural, los pueblos originarios también aportan su esencia. Agrupados en el barrio toba de 34 y 159 o en el barrio mocoví de Berisso, en las escuelas públicas, en Plaza Malvinas vendiendo artesanías o en las calles de barrio hipódromo jugando un picadito. Pero también en las universidades y el juego político partidario. “Somos naciones y estamos vivos”, cierra Cesar.


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Nro de obra publicada – Página Web:
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