Internacional
Un puente sobre los Andes: de la huida política a la migración por
derechos
¿Qué conecta a un electricista que escapó de Pinochet en 1975 con una joven que llegó a Buenos Aires en 2010 buscando universidad gratuita? Cincuenta años separan estas historias, pero el mismo hilo las une: las estructuras políticas y económicas de Chile que empujan a sus ciudadanos al exilio. De la huida por persecución política a la migración por derechos, este ensayo reconstruye con testimonios directos cómo la Cordillera se convirtió en un puente obligado hacia la vida que Chile les niega.
Por Malena Loria
27 de noviembre de 2025
La Cordillera de los Andes ha sido, para los chilenos, un doble portal. De un lado, el refugio y del otro, la promesa de una vida que el país les niega. Cincuenta años separan las historias de René Pérez Durán, Adolfo Pérez Mesas y Sandra Maldonado de la de Andrea Guzmán, pero un mismo hilo conductor, tejido por las estructuras políticas y económicas de Chile, conecta sus exilios y migraciones hacia Argentina.
El 11 de septiembre de 1973, el golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet derrocó al gobierno socialista de Salvador Allende, poniendo fin a una larga tradición democrática en Chile. De la noche a la mañana, el país se transformó en un Estado policial. Las Fuerzas Armadas y de Orden se dedicaron a desmantelar la Unidad Popular y a perseguir a todo aquel identificado con la izquierda, el sindicalismo o la militancia social. La represión fue inmediata y brutal, detenciones masivas, torturas y desapariciones. Para los trabajadores organizados, como los electricistas de empresas estatales, la opción no era negociar, sino huir o caer en las garras de la dictadura. Cruzar la cordillera, a menudo a pie o por pasos clandestinos, se convirtió en la única opción.
La pregunta central que guía este ensayo es: ¿cómo influyen las estructuras políticas en las decisiones migratorias y qué lecciones nos deja la historia?
En 1975, Rene Pérez Durán llegó a Argentina. Cruzó la frontera el 23 de mayo, alrededor de las dos de la tarde, por Bariloche, acompañado por un amigo que vivía frente a su casa y que se había quedado sin trabajo. En Chile, trabajaba en una empresa estatal de electricidad, en sistemas eléctricos e interruptores de alta tensión. Había egresado de la escuela industrial en Santiago de Chile y, dentro del trabajo, formó —de manera clandestina— una unidad de la Unidad Popular,
realizando volanteadas junto a compañeros del Partido Socialista, del MIR, del MAPU, de la Izquierda Cristiana y otros simpatizantes de Allende sin partido.
Los volantes se imprimían en imprentas de alguno de los partidos y luego había que ingeniárselas para ingresarlos y distribuirlos dentro de la empresa sin ser vistos. En la primera volanteada, fueron llevados al patio y advertidos de no “enseñar malas cosas” a los más jóvenes. A pesar de las advertencias, los recién ingresados buscaban maneras de crear resistencia, sacar materiales para el 1° de Mayo y denunciar matanzas de compañeros.
En ese periodo, su hermano, que estaba en la Armada, le advirtió sobre el riesgo de ser identificado: “Yo prefiero saber que estás vivo en otro país y no tener que llorarte en un cementerio en Chile”, le dijo. Incluso le relató que algunos compañeros en la Armada habían tenido que cumplir con exigencias de los servicios de inteligencia “o las hacían o los torturaban”, y le recomendó que, si podía, se fuera del país.
A los 21 años, con una categoría 4 de 8 posibles en su trabajo y ya a cargo de personal, debió tomar la difícil decisión de abandonar su empleo y su familia, sin previo aviso. Durante el viaje, descubrió que un joven de 22 años los espiaba, haciéndose pasar por uno más y ofreciendo llevar gente en su auto, “pero tenía un nivel de vida que no correspondía con su sueldo, nosotros sospechamos y nos alejamos de él”. Mientras un compañero optó por ir a Australia, Rene eligió
Argentina junto a su vecino.
El viaje desde Santiago hasta Puerto Montt se realizó en colectivo, donde hicieron escala, solicitaron la visa y permanecieron algunos días en casa de familiares para evitar que los “bajaran del colectivo” y ser detenidos en los controles policiales. “Era más peligroso pasar por el Cristo Redentor en Mendoza, por eso elegimos Puerto Montt”.
Finalmente, cruzaron a Argentina el 25 de mayo, Día de la Patria, a las 19:30, siendo recibidos por un compañero de trabajo del amigo de Rene, cuyo hermano renovaba un permiso precario de trabajo. Contaban con recursos económicos para apenas una o dos semanas. “Llegamos con temor y emoción, no sabía cómo nos iban a recibir acá”, expresa.
Durante los primeros meses, hicieron amistad con descendientes de chilenos y otros extranjeros que los recibían en sus casas, les fiaban y les preguntaban cómo habían pasado el golpe. La comunicación con la familia en Chile era limitada, solo cartas sin posibilidad de llamadas ni transferencias económicas. “Éramos autoexiliados, sin red oficial de ayuda, pero recibimos mucha solidaridad de la gente común”, cuenta.
El principal desafío fue conseguir trabajo. Compartían un monoambiente y dormían en dos camas separadas. Mientras uno trabajaba de noche, el otro salía de día a buscar empleo: “pactamos que el primero que consiguiera trabajo se ocuparía de la
casa”. Inicialmente, el amigo consiguió trabajo como ayudante de electricista, y Rene comenzó como peón de albañil. Gracias a su experiencia organizando equipos, pronto fue promovido a jefe de cuadrilla, con incrementos de sueldo cada
quincena. Debían trabajar con discreción debido a redadas en bailes populares. Posteriormente, Rene consiguió empleo en Dolavon, a 36 km de Trelew, donde además de remuneración, recibía alimentación.
Tras concluir la obra en enero de 1976, fue llevado de vuelta a Trelew, pero la empresa no podía contratarlo sin documentos, por lo que un contratista lo tomó como oficial electricista. Con el tiempo, al retrasarse los pagos, decidió buscar otro trabajo y encontró empleo en una fábrica; de 1977 a 1980 trabajó en HUAMAC PATAGÓNICA y luego en Supersil: “me sentía como un jugador de fútbol: cada fábrica textil te ofrecía más. Conocía todas las máquinas. Hoy ese parque industrial está cerrado”, dice. Durante este período, también organizaba actividades de solidaridad laboral, como partidos de fútbol entre secciones para resistir medidas de la dictadura, incluyendo la negativa a hacer horas extras.
Rene recuerda que la experiencia migratoria contemporánea es diferente: hoy muchos llegan a “probar suerte” y no por persecución. “Las políticas migratorias entre Argentina y Chile son recíprocas”, y los estudiantes acceden a educación
gratuita, aunque el trabajador común paga impuestos mientras grandes empresas evaden. En su época, quienes quedaban en Chile sufrían severamente: “perder el trabajo era quedar marcado, como delincuente. Recibía cartas de amigos que comían sólo huevos con cebolla en todo el día para alimentar a sus hijos. Mandar ayuda era difícil, no había transferencias ni viajes frecuentes”.
“Yo adopté Argentina —y especialmente Trelew— como mi lugar en el mundo. No dejo de tener sentimientos hacia mi familia en Chile, pero no soy chauvinista”, expresa. “Cuando pedí certificación de estudios en el consulado chileno me trataron de mal agradecido. Mi hermano militar me había dicho: ‘La patria es donde te ganás el pan, donde producís’”, continúa.
En Argentina, Rene hizo su vida. Se divorció y tuvo una hija que hoy es abogada y vive en Caleta Olivia. Luego compartió 36 años con su compañera, militante del Partido Comunista, a quien conoció por compartir afinidad ideológica con el MIR. Nunca se sintió atraído por el peronismo, al que consideraba una conciliación de clases. Su compañera falleció de cáncer en 2021. Hasta hoy, continúa participando en actividades sociales, ayudando a jubilados carenciados y manteniendo viva la
memoria de su experiencia como exiliado político chileno en Argentina.
La llegada a Argentina no significaba el fin de los desafíos. Muchos jóvenes debían adaptarse a nuevas escuelas y costumbres, mientras que los adultos buscaban trabajo y apoyo en redes de solidaridad. Organizaciones como el Comité Ecuménico de Acción Social (CEAS) y el Partido Comunista Argentino (PCA) brindaban asistencia legal, alojamiento temporal, alimentación y oportunidades de integración laboral y educativa. Además, las propias redes de exiliados chilenos generaban comunidades de apoyo mutuo, compartiendo recursos y experiencias para facilitar la adaptación y mantener la identidad cultural y política.
Para los chilenos que llegaron a Argentina huyendo de la represión, la seguridad física no significó el fin de la angustia. El exilio, incluso en un país vecino, implicó la pérdida total del estatus social y económico, como lo sintió la madre de Sandra. La inserción de los niños era particularmente difícil. Además del trauma por la separación familiar y la huida, los hijos de exiliados a menudo enfrentaban barreras idiomáticas sutiles y prejuicios en las escuelas argentinas. Muchos sistemas
educativos, al no reconocer o desconfiar de los antecedentes chilenos post-golpe, intentaban «bajar» a los niños uno o dos grados, sumando una capa de discriminación institucional. Los adultos, por su parte, debían trabajar en la clandestinidad o con permisos precarios, siempre vigilantes ante las redadas.
En 1974, cuando apenas tenía cinco años, Sandra Maldonado cruzó la cordillera desde Chile rumbo a Argentina. Era noviembre y nevaba. Viajaba en colectivo junto a su madre, Marta, y dos hermanxs para reencontrarse con su padre, a quien no veía hacía meses. “Yo creo que tenía incertidumbre, no sabía qué estaba pasando. Solo sabía que mi papá no lo veía hace mucho tiempo y cuando llegamos a Bariloche y lo vi fue la emoción más grande que tuve”, recuerda. Su hermana
menor, Paty, de dos años, ni siquiera lo conocía y al verlo le decía “tío”.
El reencuentro ocurrió en el Centro Cívico de Bariloche, un momento que Sandra conserva “atesorado en el corazón”. Después del abrazo, la familia viajó en tren hasta Trelew, donde comenzarían una nueva vida. Primero se alojaron en una
pensión y luego, gracias a un compañero del Partido Comunista Argentino, se mudaron a un departamento sin terminar. Allí vivieron hasta que el padre pudo construir una pieza en un barrio de la ciudad. Recién entonces se mudaron a la casa
donde Sandra y sus hermanos crecerían.
Su inserción en la escuela primaria estuvo marcada por las trabas que enfrentaban los niños chilenos en Argentina. “A mi hermano querían bajarlo a segundo grado, eso es lo que hacían con todos los chilenos que empezaban la escuela acá, te
bajaban un año. Pero mi papá se plantó firme y fue a hablar con la directora. Le tomaron una prueba y se quedó en tercero como debía”, cuenta. Ella empezó primer grado y él tercero.
Su padre, dirigente del Partido Comunista en Chile y presidente sindical en la papelera de Laja (en ese momento la segunda más grande de Latinoamérica, de capitales norteamericanos), encontró en Trelew un espacio para reconstruirse: dirigió el Partido Comunista Argentino, recibió la recomendación de tomarse un terreno —eran tierras en toma— y empezó a trabajar. En la casa, sin embargo, la adaptación fue desigual. “A quien más le costó fue a mi mamá. Ella tenía un buen vivir allá, mi familia tenía un buen vivir, mi papá trabajaba bien y perdimos todo con el golpe de Estado. Llegamos acá a vivir en la meseta inhóspita. Me acuerdo una vez que lo retó a mi papá porque andaba de alpargatas: ella siempre mantenía la elegancia. Sus discusiones eran sobre a dónde la había traído a vivir”, relata.
La infancia de Sandra estuvo atravesada por la discriminación y el desarraigo. “Nosotros en Chile decimos ‘endenantes’. Cuando yo decía ‘endenantes’ mis compañeras me decían ‘¿cómo, cómo, cómo?’ y se burlaban de cómo hablaba”, recuerda. Pese a todo, la familia encontró amparo en la comunidad chilena que se organizaba en la zona. “Mi papá siempre era solidario con los chilenos que llegaban y los ayudaba a partir. Pero no recibimos gran ayuda, la única solidaridad fue esa.
Después vino el golpe de Estado del 76”.
Ese golpe también los alcanzó. En Trelew, el Plan Cóndor se vivió como en los libros: allanamientos, expulsiones y desapariciones. “Hay un amigo de mis padres del que nunca supieron qué pasó, si lo mataron en la frontera o si llegó a Chile. Nunca más supieron de él”, dice. Sandra y su familia llegaron poco antes de la dictadura argentina, y la comparación con la situación actual es inevitable: “Los migrantes de hoy migran por motivos económicos, porque no pueden estudiar allá, porque la universidad no es gratuita, o para buscar trabajo. Cuentan con una red de chilenos ya organizada. No migran en dictadura. Todo es más fácil hoy y distinto para los nuevos migrantes chilenos”.
El relato de Sandra también reconstruye el escape de su padre. Tras el golpe en Chile, muchos compañeros de la papelera decidieron escaparse y no entregarse, aunque algunos luego regresaron creyendo que no habían hecho nada. Su padre no se entregó. Siguió camino hacia el sur, escondido, desde Laja a Purranque, donde vivían sus abuelos paternos. El abuelo, ya anciano, era preso político y estaba detenido en su casa. El padre de Sandra pasó un tiempo escondido en la cordillera con la familia de su abuela paterna. Después cruzó por un paso poco conocido, el Vicente Pérez Rosales, que implica cruzar en bote y salir a Bariloche. Vino primero a Argentina con la idea de ir a Brasil, donde un compañero lo esperaba para seguir trabajando en una papelera. Pero perdió el papelito con la dirección. Conoció a otra persona en Bahía Blanca y finalmente se instaló en Trelew convencido por ese amigo.
Casi cincuenta años después, Sandra reflexiona sobre la resiliencia de sus padres. “Eran muy jóvenes, 27 y 28 años. Yo a mis hijos con esa edad los veo incapaces de afrontar algo así. Imaginate: eran jóvenes, perdieron todo, se vinieron a un lugar sin trabajo, con tres hijos, a empezar de cero”. Y también sobre la persistencia de sus raíces: “En mi casa nunca un 18 de septiembre fuimos a la escuela ni mi papá trabajaba. Se celebraba, se hacían empanadas, se bailaba, venían amigos chilenos y se discutía de política”.
Argentina se consolidó rápidamente como el principal destino para el exilio chileno. El dato es contundente, para 1980 había alrededor de 207.000 chilenos viviendo en el país, muchos de ellos llegados inmediatamente después del golpe de 1973. Sin embargo, para aquellos que llegaron entre 1974 y principios de 1976, la seguridad fue fugaz.
En marzo de 1976, un nuevo golpe de Estado instaló la dictadura militar de Jorge Rafael Videla en Argentina. Este hecho fue devastador para los exiliados políticos chilenos, ya que la represión no se limitaba a las fronteras nacionales. Ambas dictaduras, junto a las de Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia, operaban bajo el Plan Cóndor, un pacto de coordinación represiva transnacional destinado a eliminar a la oposición política, incluso fuera de sus países de origen.
En 1975, Adolfo Pérez Mesas llegó a Argentina junto a su esposa y su hija, que entonces tenía apenas dos años. Su llegada se produjo en el contexto de una migración forzada por motivos políticos: tras el golpe militar de 1973, Adolfo había sido despedido de su puesto en la administración pública del gobierno de Salvador Allende, en la oficina de Puerto Montt del Ministerio de Tierras, Colonización y Bienes Nacionales. La persecución política se extendía, “quienes habíamos trabajado o participado en el gobierno de Allende éramos perseguidos, encarcelados; algunos compañeros desaparecieron y otros fueron asesinados”, cuenta.
Antes del golpe, Adolfo había desarrollado su carrera en la administración pública y formaba parte activa de la militancia. Era miembro de las Juventudes Comunistas de Chile y había sido designado por el partido para representarlo en la Central Única de Trabajadores. Tras la caída del gobierno de Allende, sobrevivió realizando trabajos ocasionales y cuidándose de no revelar su ideología, incluso teniendo que abandonar su vivienda del Estado bajo amenaza de que sería dinamitada.
En 1974, trasladó a su familia a Santiago, donde continuó trabajando de manera precaria y oculta, mientras planificaban su salida definitiva del país. “Decíamos: ‘no hay mejor lugar para esconder un árbol que en un bosque’”, dice. Finalmente, en los primeros días de enero de 1975, cruzaron la frontera por Futaleufú hacia Chubut, Argentina, con la ayuda de una hermana de su esposa. Hicieron escala un mes en Trevelin antes de establecerse en Trelew, donde comenzarían a construir una nueva vida. “Llegamos con la esperanza de volver; podríamos decir que estuvimos con las valijas detrás de la puerta esperando esa oportunidad. Pero pasaron los años y no pudimos regresar. Nuestra hija ya había crecido, tenía su colegio, sus amigas y amistades aquí. Sentíamos que, si volvíamos, la llevaríamos al exilio”, recuerda.
La llegada a Argentina no estuvo acompañada por apoyo oficial. La familia tuvo que organizarse por sus propios medios, Adolfo consiguió empleo con un permiso precario en el creciente parque industrial de Trelew, que en su mejor momento contaba con entre 40 y 45 fábricas textiles. Paralelamente, comenzó a escribir notas deportivas para el diario El Chubut, evitando la política debido a la presencia militar en el país. La adaptación implicó aprender un nuevo oficio y reconstruir la vida familiar, mientras procesaban el dolor del exilio y la imposibilidad de regresar a Chile.
El exilio dejó cicatrices profundas. “Mi experiencia migratoria fue traumática, porque salí de mi país a la fuerza. Mi esposa y yo éramos militantes de la Juventud Comunista; teníamos entre 23 y 24 años y una hija pequeña”, relata Adolfo. A pesar de la posibilidad de emigrar a Australia, decidieron quedarse en Argentina, confiando en la cercanía de la frontera y en la esperanza de volver algún día. Con el tiempo, la familia echó raíces: “Hoy estamos con nuestras propias actividades y sabemos que nuestros huesos quedarán en este país”.
La dictadura de Pinochet no solo dejó un rastro de violaciones a los derechos humanos, sino también un “candado” constitucional que determinó el futuro económico de Chile: la Constitución de 1980. Este documento, que no se renovó desde su promulgación bajo régimen militar, consagró el Estado Subsidiario, privatizando de facto los derechos sociales (salud, educación, pensiones y agua) y limitando el rol del Estado. Durante décadas, esta estructura generó crecimiento, pero a costa de una desigualdad profunda.
El malestar explotó en el Estallido Social de octubre de 2019, donde marchas multitudinarias exigieron una Nueva Constitución y la desprivatización de los derechos. Las protestas continuaron, incluso adaptándose a la pandemia con grandes manifestaciones y la histórica votación del plebiscito constitucional. Si bien la ciudadanía votó mayoritariamente por el cambio, los intentos posteriores de lograr una nueva Carta Magna fracasaron, dejando vigente el marco de 1980.
A pesar de que Chile hoy tiene un gobierno de coalición de izquierda liderado por Gabriel Boric, el modelo económico neoliberal que empuja a los chilenos a migrar sigue intacto. La inmovilidad política y la resistencia estructural mantuvieron el acceso a la educación superior y a la salud como lujos costosos, obligando a los jóvenes a buscar la promesa de derechos fundamentales que la propia democracia chilena, anclada en la dictadura, no puede garantizar.
En la Argentina de 2010, en cambio, el escenario era diferente. Las universidades públicas habían consolidado su gratuidad y acceso irrestricto, y la UBA recibía cada año a miles de estudiantes extranjeros, especialmente latinoamericanos. Según datos del Ministerio de Educación, en 2010 había cerca de 50.000 estudiantes extranjeros en universidades argentinas; en 2023, esa cifra superó los 120.000.
Según el Banco Mundial (2022), el gasto privado en educación superior en Chile representa cerca del 60% del total, mientras que el acceso a tratamientos médicos complejos en el sistema público puede implicar largos tiempos de espera y costos adicionales en seguros privados.
Así fue que medio siglo después, en ese año, Andrea Guzmán hizo la misma travesía a sus 19 años. Su valija, en lugar de esconder folletos políticos, llevaba libros y expectativas de futuro. Andrea representa un flujo migratorio completamente distinto, la migración por derechos ante un sistema económico que clausura oportunidades.
Ella llegó a Buenos Aires desde Chile. Lo hizo sola y por decisión propia, movida por la afinidad con la cultura argentina y la certeza de que aquí podría formarse en comunicación social y gestión cultural. Ingresó a la Universidad de Buenos Aires (UBA) y, de manera paralela, comenzó a estudiar cine en el Centro de Investigación Cinematográfica (CIC).
A diferencia de muchas migraciones forzadas por razones políticas o económicas, la suya fue “una migración feliz”. En Chile acababa de terminar el colegio, había ingresado a la universidad y trabajaba desde muy joven. Sin embargo, se encontraba con un sistema educativo caro y restrictivo. Hasta 2016, el sistema universitario chileno era mayoritariamente privado y uno de los más costosos de América Latina. El ingreso dependía del puntaje obtenido en la Prueba de Selecció Universitaria (PSU), un examen anual altamente competitivo que, en la práctica, favorecía a los sectores con más recursos.
“Era un sistema de clausura”, recuerda Andrea. “Quienes podían pagar continuaban; quienes no, quedaban afuera”. Desde la dictadura del 73, Chile implementa un modelo neoliberal donde en el ámbito educativo, casi el 70% de la matrícula escolar está en manos de actores privados, y más del 85% de la educación superior también es privada. La gratuidad parcial llegó recién en 2016, con el segundo gobierno de Michelle Bachelet.
“Me sorprendió lo fácil y rápido que pude venir, hacer mis papeles y empezar a estudiar”, cuenta Andrea. “En Chile, todo es más hostil, los horarios universitarios son casi de colegio y estudiar y trabajar al mismo tiempo se complica mucho. La UBA está pensada para quienes trabajan y estudian; por eso pude cursar dos carreras y organizarme”.
Su adaptación en Buenos Aires fue, dentro de todo, amable. Vivía sola, trabajaba y estudiaba. Extrañar a la familia y el desarraigo personal fueron los desafíos más grandes, pero no experimentó discriminación ni trabas burocráticas: “Argentina era un lugar amable con los migrantes, más que ahora. Siempre me sentí muy bien recibida”.
Con el paso de los años, se quedó. Se graduó, consolidó su carrera en periodismo cultural y hoy sigue vinculada a Chile por trabajo, aunque radicada en Buenos Aires. “Estoy cien por ciento de acuerdo con mi decisión de más chica. Lo volvería a hacer. Estoy muy agradecida de la educación pública y la salud pública argentina y de todos los beneficios que me dieron para migrar. Yo, como migrante, vivo acá y pago mis impuestos acá”.
Es así que encontré una respuesta clara al comparar a estos dos grupos de migrantes. Estas migraciones, aunque radicalmente distintas en su urgencia y dolor, revelan una continuidad, las fallas estructurales de Chile: la violencia política primero, la violencia económica y la desigualdad después, lo que termina empujando a sus ciudadanos a cruzar la cordillera.
La experiencia migratoria hacia Argentina, tanto para los exiliados que lograron reconstruirse como para los estudiantes que hoy buscan un futuro, subraya la importancia de las políticas públicas inclusivas. La gratuidad y universalidad de la educación y la salud argentinas no son solo beneficios internos, sino mecanismos de desarrollo y amparo para los ciudadanos de países vecinos que, como Chile, optaron por sistemas de «clausura».
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