Política
¿Para dónde militás?
Santiago Adano es uno de los protagonistas de las detenciones arbitrarias mientras se debatía de la Ley de Bases y Puntos de Partida en el congreso. En esta crónica, Marina Amabile acompaña a reconstruir los hechos del miércoles 12 de junio a Santiago, que narra esas horas con tranquilidad y perseverancia.
Por Marina Amabile
11 de julio de 2024
La madrugada del viernes 14 de junio, Santiago Adano caminaba chancleteando en unas zapatillas sin cordones por un pasillo amplio de uno de los pabellones de la penitenciaría de Marcos Paz. Ya había perdido la cuenta de cuántas ratas se había cruzado y de cuántas veces le preguntaron dónde militaba. No tenía idea del tiempo que iba a pasar encerrado ahí dentro.
Santiago está sentado en un café en el barrio de Flores sobre la calle Boyacá, rememora que el día anterior a la sorpresiva detención había estado desayunando ahí mismo. Pura casualidad. Carga consigo una mochila y una guitarra, más tarde se va a ir a trabajar, algo que le viene costando hacer porque lidiar con un proceso judicial le quita mucho tiempo, de repente tiene los horarios trastocados. Un par de semanas después de que lo larguen, con tranquilidad y perseverancia, narra cómo fueron los hechos.
El miércoles 12 de junio llegó al Congreso alrededor de las diez y media de la mañana. En el Senado se debatía la Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos; afuera había desde temprano una convocatoria amplia, a esa hora especialmente copada por los gremios (Taxistas, Aeronáuticos, prensa, Canillitas, Camioneros, personal universitario, etc) y organizaciones sociales. Había algunas personas autoconvocadas aunque no era el prime time para este grupo, se esperaba que el grueso llegara al caer de la tarde. Santiago estacionó el auto en Bartolomé Mitre y Rodriguez Peña, las dos horas siguientes fue y vino varias veces a cargar su celular, en el medio se encontró con algunas personas de la asamblea vecinal de la que participa.
Alrededor de la una de la tarde el celular de Santiago tenía batería, pero a costa de su auto. Se fue de las inmediaciones del Congreso en transporte público con intenciones de volver más tarde a buscarlo. La jornada no fue pacífica, la presencia policial era impactante y ese día no escatimaron en despliegue usaron gases lacrimógenos, hidrantes y balas de goma. A las dos de la tarde la policía le tiró gas lacrimógeno a un grupo de Diputados, uno de ellos, Carlos Castagneto, terminó ingresado en el hospital Santa Lucía. Santiago vio esas escenas por televisión. En algún momento, la cámara enfocó a un grupo de varones sacudiendo un auto y Santiago pensó que el suyo podía correr la misma suerte. En un impulso decidió volver al Congreso en subte y sacarlo de ahí como fuera. Subió las escaleras que lo conducían a la calle abrazado a su mochila, la imágen lo impactó y frenó a mirar: un cordón policial gigantesco atravesaba la avenida Rivadavia, detrás de aquella barrera humana, más policía. Los manifestantes eran pocos. Algunas personas autoconvocadas permanecían en la vereda acorde al protocolo vigente. Al lado suyo, un pibe le gritaba a los oficiales; algo de ese grito lo contagió a Santiago y la arenga se le subió al cuerpo: parado sobre la vereda, empezó a increparlos sobre lo mal que iban a pasarla sus familiares, sus tías, sus abuelas, sus madres con esta ley.
De repente, un tirón.
A tirones lo arrastraron de espaldas, las cámaras retrataron un punto rojo aferrado a una mochila. La inocente elección de la mañana lo hacía fácilmente reconocible. “Se están llevando detenida a una persona, perdón que te interrumpa el relato pero se están llevando detenida a una persona, estaba en la boca del subte y se lo están llevando para el lado de Callao”, decía un periodista de TN desde el estudio advirtiendo las imágenes. Un móvil de A24 tomó la situación de frente instantes después: Santiago estaba rodeado por más de cinco policías, uno lo rodeó por el cuello, con un grito ahogado y el rostro colorado por la falta de oxígeno dio aviso de que lo está ahorcando. Luego lo soltaron y lo rodearon entre varios, “dejame ponerme la mochila” repetía sin ofrecer resistencia.
Santiago es músico, cargaba consigo un disco rígido con trabajo de años ¿Quién iría a marchar con algo tan delicado a cuestas?
Para ese momento, los oficiales eran más de diez. Uno de ellos le dijo que si no colaboraba la cosa se iba a poner fea, entonces Santiago avisó que se sentía mal. Al pedido respondieron levantándolo del pantalón y del calzoncillo, y llevándolo a rastras hasta el costado del Congreso donde lo dejaron esperando.
Entre llantos y gesticulaciones avisó que estaba teniendo un ataque de ansiedad, padecimiento por el que toma medicación. Vino el SAME, lo revisaron. Seguía rodeado por muchos policías. Dos se le acercaron a intentar calmarlo, uno de ellos tenía varios TICs y el otro le comentó que su hijo padecía lo mismo que él, Santiago cree que esas cuestiones los hicieron empatizar con el visible mal momento que estaba pasando. Cuando la crisis mermó comenzó a preguntar qué iba a pasar con él y a defenderse diciendo que no estaba haciendo nada; ahí empezó a enterarse de que lo iban a llevar a una comisaría. Lo precintaron y le preguntaron para dónde militaba. Luego lo subieron a una camioneta, a la que al rato subieron a un dos más. Alguien lo reconoció por televisión y dio aviso a su familia de lo que pasó, Santiago tenía 1% de batería: llegó a escribirle a su hermana, Lucila, me detuvieron, estoy bien y el teléfono se apagó. Ninguno de los detenidos conocía el paradero; un oficial de bajo rango custodiaba la puerta de la camioneta, entre los tres lograron sacarle algo: irían a parar a la comisaría de la calle Madariaga en Lugano.
Su hermana se acercó a la puerta y Santiago le dio su mochila y su celular. En la comisaría ingresaron a los detenidos por los incidentes en la manifestación; la detención había sido por resistencia a la autoridad, en total esa noche a esa la comisaría ingresaron siete personas por la manifestación. La celda en la que pasaron las primeras horas era chiquita, en una esquina había dos botellas de dos litros y pico, llenas de pis. Horas después, el líquido estaría derramado por el suelo.
Alrededor de las cuatro de la mañana del jueves les asignaron una celda y pudo dormir un rato, en una manta en el suelo. Tanto los abogados de los detenidos como los policías les decían que seguro los largaban pronto; la expectativa era pasar una noche de mierda en un calabozo y después, tasa tasa.
Se hicieron las 8 de la mañana y un oficial se acercó a la celda. Se iban, sí, pero a declarar a Comodoro Py. Llegaron alrededor de las dos de la tarde y la jornada fue extensa; en el camión de detenidos viajaban diez personas, siete varones y tres mujeres, acusadas de lo mismo. Afuera esperaban familiares y amigos, en contacto constante con los abogados que iban y venían. Lucila Adano le contaría luego a su hermano que de un momento a otro empezó a sentir que el aire se cortaba con un cuchillo, el eco de voces había pasado a ser un murmullo. El fiscal Stornelli había imputado a todos los detenidos (que en total eran treintaitrés) de 15 delitos, entre los que figuraba el de “sedición”, y había pedido la prisión preventiva. La acusación era grave. El abogado de Santiago se acercó a hablar con él antes de la indagatoria y le dijo que esperaba que llegaran y les dijeran que los dejaban ir, pero la acusación que se les hizo era muy grave. Dificilmente salieran ese día en libertad.
Los abogados habían hecho un pedido de excarcelación a las 20hs del jueves, la Justicia tenía 24hs para expedirse –por sí o por no– sobre ese pedido. Luego de la declaración los trasladaron a la Comisaría 28, en Tribunales. Les hicieron los trámites de ingreso, los desnudaron y les revisaron la ropa y el cuerpo mientras los filmaban, en un procedimiento de rutina. A Santiago le preguntaron para dónde militaba. Ya había perdido la cuenta de las veces que había respondido esa pregunta. Afuera de la comisaría, amigos, familiares, defensores y autoconvocados se acercaron a protestar; ya era de noche tarde cuando salió un oficial a pedirles que se vayan a descansar y a decirles que hasta el día siguiente no iba a haber ningún cambio. Al poco ratito de la desconcentración, alrededor de la una de la mañana, los despertaron sin mediar palabra y los dividieron en dos camiones: uno iría al penal de Marcos Paz y el otro al penal de Ezeiza.
Cuando llegaron, el oficial que les abrió la puerta del camión les preguntó para dónde militaban. Santiago caminó el amplio pasillo de uno de los pabellones, el techo era muy alto, el piso era oscuro, las ratas corrían de un lado al otro y eran muchas. Había olor a encierro, rejas y puertas custodiaban a otras personas. No tenía los cordones de las zapatillas y le habían cortado la capucha en un procedimiento de rutina del sistema penal, no se permite el ingreso de ningún material con el que puedan lastimarse o lastimar a otros. Lo dejaron en una celda chiquita, ya eran las cuatro de la mañana.
A la mañana temprano lo despertó uno de los que maneja la batuta ahí adentro, Santiago pidió quedarse un ratito más durmiendo; el hombre le contestó entre amenazante y consejero que se levante porque se le iba a meter alguien en la cama. Las celdas son individuales pero el pabellón es compartido: ahí se come, se juega, se cocina, se fuma, se estudia, se limpia, se habla con la familia. Para todo hay que referirse al jefe, según le ordenaron a Santiago, así que le pidió permiso para sentarse en la mesa con los detenidos que estaban en la misma situación que él. Luego de tomar mucho mate dulce se pusieron a limpiar, almorzaron pollo al horno con puré mixto, compartieron varios puchos y en algún momento del día, Lucila llamó a su hermano para saber cómo estaba. Durante el viernes tuvo una entrevista con una psicóloga, con una psiquiatra, con una trabajadora social, y además los llamaron cuatro oficiales del Servicio Penitenciario que volvieron a hacerle las preguntas de rutina. Entre todas ellas, para dónde militaban. Nadie pudo darle una precisión de cuánto tiempo más iría a durar el encierro, el ánimo era extraño y el sueño era escaso.
Llegó la noche, Argentina jugaba un amistoso contra Guatemala, el pabellón miraba atento. Una polenta con bolognesa prometía. A las 9 y algo de la noche, un oficial abre la puerta: Adano, Ocampo. ¿Salimos?, preguntaron. Se acercó el tercer detenido, Formulari, a preguntar si solo ellos salían.
Santiago nunca supo por qué los largaron a ellos dos, por qué dejaron al tercero adentro. Tampoco supo por qué los detuvieron en primer lugar, esa jornada de manifestación donde treinta y tres personas faltaron a su casa. Al día de la fecha, cuatro siguen presas sin causa, entre ellos, Gabriel Formulari.
Les abrieron la puerta del penal y los libraron al gélido descampado de Marcos Paz, sin teléfono. El sentimiento era de alivio y de felicidad, a pesar de las condiciones. El oficial de la puerta les señaló una luz que estaba como a 500 metros, les indicó que caminen hasta ahí y doblen, cerquita habría un restaurante desde donde podrían llamar a alguien. Llegaron, estaba cerrado. El colectivo no pasaría esa noche. Volvieron a la ruta, vieron un auto e hicieron dedo. El auto frenó, una mujer bajó la ventanilla y preguntó: ¿Santiago, sos vos? Una amiga de la familia Adano llamó al penal esa noche y no pudieron pasarle el teléfono porque Santiago ya estaba afuera. Ella dio aviso y su hermana se contactó con la asamblea de Marcos Paz que se había puesto a disposición de los detenidos cuando se enteraron del traslado. Esa noche cada uno durmió en su casa.
Mientras tanto, al momento de publicación de esta nota, cuatro personas siguen encerradas arbitrariamente en un penal de máxima seguridad.
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