Política
Lo residual, lo emergente, lo arcaico
Por Roberto Chuit Roganovich
05 de diciembre de 2023
I
Se ha dicho que “el pueblo nunca se equivoca”. Lo dijo Perón el 19 de abril de 1954 en el Luna Park.
Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando decimos que “el pueblo no se equivoca”?
En principio, no mucho más que una tesis profundamente materialista. La siguiente: que los sectores populares son, por definición, aquel estrato en contacto automático y directo con las condiciones materiales más salvajes de nuestra existencia; que los sectores populares -amplia mayoría en la población argentina y que suele definir las elecciones nacionales- son el estrato sobre el cual se deposita, en primerísima instancia, cualquier revés, cimbronazo o temblor del aparato económico nacional.
Digamos, entonces, y por lo menos por ahora, que el “pueblo no se equivoca” en su desdén. Es decir, no se equivoca en negar aquello que hoy, ahora, lo está asfixiando. Niega lo que, a corto y mediano plazo, lo está pulverizando: el aumento de la pobreza, la indigencia, la devaluación, la inflación, la pulverización de la capacidad adquisitiva, la imposibilidad de ahorro y crédito, etcétera.
La negación (el desdén) al experimento fallido de UxP se hizo notar en las urnas en las últimas elecciones presidenciales del 19 de noviembre.
El desdén y la negación, sin embargo, no son experiencias políticas de un orden meramente acontecimental -es decir, espontáneas, imprevisibles, ahistóricas-. Por el contrario, el desdén es la última fase de un cúmulo de incomodidades.
Tal desdén, tal negación en la instancia electoral, tal acumulación de descontento a lo largo del tiempo, son ya razón suficiente para el llamado a un balance general y total respecto de: 1. lo hecho en materia gubernamental, y 2. lo hecho en materia de representatividad.
Sobre el punto 1 (la gestión) no resta mucho por decir. No hay indicador macroeconómico que no desvista la inoperancia generalizada -salvo marcadas excepciones- de una coalición de gobierno que durante cuatro años se enfocó más en disputas palaciegas que en el trabajo concreto por el mejoramiento de las condiciones de vida de sus representados.
Sobre el punto 2 (la representatividad) restan algunas palabras.
II
En estas elecciones, a las circunstancias socioeconómicas que atravesamos se le suma el histórico clivaje ideológico hasta ahora inextirpable de la República Argentina: el binomio peronismo/antiperonismo.
El descontento popular sumado al tamiz ideológico que sigue organizando la disputa política en la Argentina dan por resultado la victoria de un personaje como Milei.
Pero incluso en esta contradicción histórica existe una novedad.
Podría decirse que, en términos generales, el voto referenciado con el peronismo no ha variado demasiado en los últimos veinte años (en el 2007, CFK se hizo con 8,6 millones de votos mientras que en el 2011 se hizo con 11,8; en el 2015, Daniel Scioli obtuvo 9,3 millones de votos mientras que en 2019 Alberto Fernández llegó a un total de 12,9 millones; por último, Sergio Tomás Massa llegó en las generales de 2023 a un total 9,8 millones de votos).
Sin embargo, esta vez, la diferencia fundamental se encuentra en la composición del voto: por primera vez en mucho tiempo ha accedido a la participación electoral, y de forma masiva, una juventud que no sólo no se encuentra representada por ninguno de los partidos tradicionales argentinos, sino que, además, ha descubierto su propia subjetividad política en espacios de debate, discusión y difusión no diagramados, no analizados y desconocidos por los mecanismos tradicionales de la política nacional.
Ya no el barrio, la escuela, el club, la organización barrial, el gremio ni la universidad. La nueva generación, formada en Youtube, Tiktok, Twitter y casas editoriales norteamericanas, no encuentra en la política tradicional argentina una representación clara.
Las “elecciones de tercios” de la que en algún momento habló CFK, no sólo refiere al caudal de votos de cada una de las fuerzas en la oferta, sino también a su composición etaria: de un lado, el público +30 conocedor de primera mano del moderado éxito de la gestión kirchnerista; del otro, el público +55 todavía encantado por las promesas vacuas del espacio dirigido por el súper empresario argentino Mauricio Macri; por último, el público -25, que ha accedido a las urnas habiendo transitado toda su adolescencia y toda su temprana adultez sin haber percibido la mejora de un solo indicador macroeconómico.
Leerlo así genera un tanto de escozor: quien hoy está cumpliendo la mayoría de edad, atravesó el bienio 2013-2014 -años clave del agotamiento del modelo kirchnerista-, con ocho años. Ocho.
Desde entonces a la fecha, no hubo, en términos generales, buenas noticias para los sectores populares y medios.
III
No equivocarse en el desdén no implica automáticamente acertar en aquello que se acepta. Ahí sí cabe la posibilidad del error.
Sobre este punto caben dos reflexiones.
La primera: si aceptamos las premisas con las que venimos trabajando, esta elección no es síntoma, como algunos quieren hacer notar, de que la población se haya vuelto “fascista”.
Esa afirmación es apresurada y, sobre todo, políticamente inhabilitante. El fascismo simplemente no es una expresión mayoritaria en nuestra sociedad. Existen expresiones fascistas, sí, y todavía existe la pregunta acerca de cómo debemos neutralizarlas, sí, pero no representan a la mayoría de la población argentina.
El libertarianismo argentino es, todavía hoy, un movimiento que, por fuera de las redes sociales, y por fuera de grupúsculos alineados a una agenda neofascista de gran convocatoria internacional a los que habrá que ponerle coto, un movimiento desorganizado.
En suma: una expresión relativamente espontánea del enojo, “fácilmente infiltrable” como avisó quien terminó por ser su verdugo, estructuralmente desdibujada y jerárquicamente endeble.
Milei lo entiende. En ello se juega parte de su continuidad simbólica: debe buscar “padres”, y volcarse a una relectura de la historia política argentina para colocarse él mismo como la representación contemporánea de una tradición soterrada por la potencia política de la chusma nacional. Como nunca lo hizo el macrismo -que buscaba sus referencias morales y políticas en Osho, Gandhi y la Madre Teresa de Calcuta-, Milei intenta reponer las figuras de Alberdi, Roca y Benegas Lynch padre, entre otros.
Todavía esta táctica, sólo todavía, no ha tenido el efecto esperado. Basta para sostener esto observar los tótems e ídolos con el que el núcleo duro de sus votantes se presenta a los rallys, en donde siempre se encuentran más banderas amarillas (con aquella ideología libertaria importada del “Don’t tread on me”), más banderas del Estado de Israel y de Estados Unidos (incluso de los estados confederados y esclavistas del sur) que banderas argentinas con el sol inca al medio.
Que todavía no se convierta en un movimiento organizado es responsabilidad no sólo de la gestión que comienza a partir del 10 de diciembre sino también del trabajo de respuesta que preparemos de este lado de la línea.
Ese es el punto de quiebre.
Y a eso apunta la segunda reflexión: el problema de la representatividad.
La plataforma electoral de Milei, aún en la neblina de lo que pueda llegar a ocurrir y aún en el marco del golpe blando que está padeciendo por parte de JxC, representa la pulverización de la clase media y la transferencia final de fondos tan deseada por los grandes sectores económicos.
El grueso que apoyó a Milei en las elecciones con cierta esperanza o con cierto desdén va a verse arrastrado también por la devaluación monstruosa que se gesta, por el aumento radical de precios, por los despidos masivos y por el desguace del Estado.
Es cuestión de tiempo para que aparezcan decepcionados.
Ahora bien, ¿cómo recibir decepcionados en estructuras partidarias que parecen haberse alejado de aquellos que prometían representar?
Respecto de los nuevos protagonistas electorales, ¿cómo hablarle a jóvenes para quienes la política tradicional ha fallado en ofrecerles perspectivas de futuro acorde a sus propias ideaciones?
Respecto de los viejos espacios de organización militante, ¿cómo recomponer la relación entre los gremios, los sindicatos, las agrupaciones barriales y los clubes, con aquellas dirigencias burocratizadas que ofrecen los partidos tradicionales y que no han emergido de los espacios de base sino del mismo juego proto-aristocrático y endogámico de la política?
Respecto de los grandes centros urbanos del interior, ¿cómo recomponer el vínculo entre las provincias de Mendoza, San Luis, Córdoba y Santa Fe y un espacio político como el peronismo que, al menos a nivel nacional, y obviando ciertos acuerdos federales básicos, parece no estar interesado en interpelar a nadie más que a los habitantes del primer y segundo cordón del conurbano bonaerense?
IV
El rol de las bases en la política argentina será fundamental en los años venideros.
Primero, porque la amenaza de Milei reactivó algo que, al menos desde la pandemia, permanecía adormecido; segundo, porque serán el primer cordón de contención en las calles frente a las políticas de ajuste que se avecinan; tercero, porque son los únicos espacios con capacidad de recibir aquellos sujetos políticos desencantados que la gestión de Javier Milei va a producir; cuarto, porque son los espacios de donde van a emerger, con algo de suerte, las nuevas dirigencias políticas.
Sin embargo, a pesar de la tormenta que viene, y que nos encuentra con una crisis dirigencial y de representatividad extendida, hay ciertos activos que deberían ser explotados. Paradójicamente, y por raro que parezca, aquellos activos fundamentales son los “espacios vacíos” que la propia militancia libertaria ha desairado o pasado por alto.
Uno de ellos tiene que ver con, justamente, el tipo de representación que ofrece La Libertad Avanza.
El libertarianismo pudo construir su identidad política sólo a condición de la exclusión sistemática de identidades populares, amplias y masivas. Al día de hoy, no ha ofrecido estructuras simbólicas de incorporación y participación que incluyan a demasiadas figuras por fuera del trader, el incel, el emprendedor y el joven IT, todas variables de las nuevas masculinidades hiper-digitalizadas.
Tanto es así, que el reproche jocoso que circula en Twitter y en otras redes sociales es, más o menos, el siguiente: no existe colectivo que de algún modo u otro no haya sido acosado, perseguido, ninguneado o atacado físicamente por los militantes del libertarianismo hard-core.
En este marco, por paradójico que parezca, el “anti-globalismo” libertario se muestra como un flanco abierto al ataque, puesto que arrastra dos errores de interpretación cruciales. Por un lado, un error de diagnóstico sociológico, que no le permite entender la multiplicidad real sobre la que se funda cualquier sociedad contemporánea; por otro, un error de programática política, que no le permite entender que es imposible gobernar sin cierta venia de la multiplicidad de identidades que habitan lo real.
Dado este contexto, es necesario desplazar de una vez por todas aquella crítica por derecha según la cual los movimientos populares peronistas y de izquierda se habrían abocado, de un tiempo a esta parte, fundamentalmente, a batallas ideológicas superestructurales (la llamada “agenda” feminista, la comunidad LGTB, las comunidades afro-argentinas, las comunidades originarias, etcétera). Lo que trajo el “progresismo” a nivel ideológico, y en términos burdamente generales, no es el abandono de la pregunta por la economía que lamentan los ortodoxos, sino, en definitiva, la incorporación al debate público de las nuevas identidades que hoy componen lo real.
Hay un segundo espacio en blanco desprotegido por el libertarianismo.
El “antiglobalismo” libertario, que insiste en que las identidades políticas y las fronteras políticas de las naciones del mundo deben ser licuadas bajo la entelequia del dios mercado parece olvidar hitos concretos del capitalismo contemporáneo: la crisis al interior de la Unión Europea (la crisis española, italiana, griega, y el posterior Brexit), la crisis en el Oriente Medio (no sólo entre Palestina e Israel sino también entre Azerbaiyán y Armenia), la pandemia, la guerra entre Rusia y Ucrania.
En un mundo que todavía se reacomoda de la crisis del 2008, con un BRICS en ascenso que lastima el ya cincuentón monopolio del mercado mundial, y en un mundo en donde se desatan guerras por la soberanía territorial, alimentaria y energética, hay abierto un enorme espacio para la construcción de un nuevo nacionalismo argentino.
Un nuevo nacionalismo no blanco y no oligarca.
Este nuevo nacionalismo, para nacer, deberá protegerse de las representaciones excluyentes a las que no tienen acostumbrados ciertos románticos del pasado, y deberá desarrollarse a través de mecanismos de radicalización del ejercicio de la democracia.
Para ello, no se deberá temer en incorporar aquellas identidades que la propia dinámica de la vida contemporánea ha producido o traído a flote.
Para ello, también, este nuevo nacionalismo no deberá estar apuntalado en ideaciones idílicas de pasados frustrados (como los que exalta Milei, aquellos del siglo XIX, en donde gran parte de la población argentina vivía hacinada en pasillos o en donde el voto universal no estaba asegurado), sino en proyectos de país y de gestión claros que defiendan una Argentina territorialmente soberana, económicamente autónoma, autárquica, digital y nuclear, energéticamente suficiente y sustentable y, sobre todo, humanamente sana.
No se puede sólo sentir. Necesitamos pensar qué Argentina necesitamos para hacerle frente al nuevo contexto internacional signado por los temblores.
La reducción de la política al campo de lo volitivo, de lo sentimental y del placer, estrategia en algún momento efectiva de algunos relatos romantizantes del trabajo militante, descuida aspectos fundamentales de la organización popular y la gestión gubernamental.
El amor vence al odio cuando todos comen; si no, vence el odio. Hoy la gran mayoría no somos felices, y nada indica que vayamos a serlo en los próximos cuatro años.
La respuesta es la misma de siempre: formación, interpretación, militancia, gestión.
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