Urbe
lA TENTACIÓN OBAMISTA
Por Dante Sabatto
09 de noviembre de 2022

Cuando Trump fue derrotado en las elecciones de 2020, sostuvimos que era más importante que nunca recordar que su ascenso no había sido un golpe de suerte. Fue una lectura a contratiempo, que señalaba la fortaleza del derrotado y la debilidad del vencedor. Un argumento de ese tipo, contrario a la evidencia literal del presente, no surge de la nada. Ha transcurrido más de un año y medio desde la asunción de Biden, y no hay muchas sorpresas. Luego de una breve etapa de Rooseveltismo grandilocuente, en la que parecía que el keynesianismo retornaba como si nunca se hubiera ido, los demócratas volvieron a sus costumbres: un gobierno flojo de ideas y sorprendentemente hábil a la hora de hallar excusas para el constante incumplimiento de sus promesas de campaña.
La debilidad
Biden era el vicepresidente de Obama, la mitad conservadora que el establishment podía permitir en la campaña renovadora de un hombre que prometía ser el primer presidente afroamericano de la historia. En este sentido, el retorno a Biden post Trump no es solo una vuelta a las condiciones que habían generado la emergencia de un dirigente ultrareaccionario preparado para llevarse puesto el establishment político, sino que es un regreso a los elementos menos lúcidos de ese proceso.
¿Qué es Biden? Es un demócrata, sin duda; un moderado, dirán algunos; la nueva cara del neoliberalismo como modelo global encabezado por Estados Unidos. Al fin y al cabo, Biden es un liberal. No es un conservador, porque no cree en la necesidad de que las tradiciones culturales organicen a la sociedad en torno a estructuras rígidas. No es un progresista, porque no confía en avances sucesivos que transformen el orden sociopolítico en pos de ciertos ideales. Es un liberal, es decir que confía en que la autorregulación de los mecanismos institucionales vigentes y el esfuerzo de los individuos promuevan un orden social tan justo como sea posible.
Y en las últimas décadas, el liberalismo parece ser consistentemente aquello que abre la puerta al retorno del autoritarismo reprimido. Las formas que este puede adoptar son múltiples, tanto como los términos que lo nombran: populismos de derecha, neoconservadurismos, iliberalismos, postfascismos, etcétera. Estas reacciones trabajan activa y explícitamente sobre los límites del liberalismo. Sobre su protección de las formas por las formas en sí, activan una disputa por el contenido.
Todos los valores del liberalismo son subvertidos y señalados como corruptos, y a la vez se les oponen su versiones oscuras. El pluralismo es denunciado como un dominio encubierto, que puede adoptar versiones antisemitas o xenófobas diversas, y se levanta contra él la defensa de un dominio abierto. El laissez-faire es considerado mera debilidad, contra la que se promueve un autoritarismo de mercado. La apertura a relaciones internacionales más diversas se configura como un abandono del interés nacional y se le opone un aislacionismo terrorista.
La articulación entre mercadofilia pura y autoritarismo policial no debería sorprendernos. Al fin y al cabo, son los liberales quiénes insisten en la necesidad de un liberalismo político y económico en simultáneo, mientras que desde una izquierda no liberal siempre hemos planteado que, en palabras de Polanyi, “el libre mercado fue planeado; el planeamiento, no”. El problema para nosotros, justamente, es que la reacción de derecha está acertada en sostener que tras el pluralismo de los papeles se ejerce una hegemonía de los hechos. No tiene razón en sostener que esa hegemonía es la de una conspiración global sionista, por supuesto: ahí debe ir nuestra crítica. Pero que los Estados Unidos se conviertan en garantes de la estabilidad democrática en otros países no es bueno aunque se trate de frenar el posible golpe bolsonarista: aceptarlo (e incluso reclamar su intervención) es ceder ante el chantaje obamista.
Durante décadas se ha señalado la debilidad de la izquierda, su incapacidad de construir imágenes creíbles de emancipación luego de la revolución conservadora y la Caída del Muro, su nostalgia, su elitismo intelectual y su consecuente aislamiento de los sectores populares e incluso las clases medias. ¿Y la debilidad del liberalismo dominante, ese que siempre termina entregándole las llaves a los Trump, Johnson y Orbán del mundo?

La fortaleza
¿Qué es el liberalismo ahora, en el siglo XXI? A lo largo de la historia, se planteó como la ideología pura de la burguesía, desteñida de las implicancias feudales del conservadurismo religioso, de las tendencias totalitarias de progresistas y reaccionarios. Y durante siglos, se configuró en oposiciones dialécticas con sus enemigos: fue ateo, contra el clero; republicano, contra las monarquías; demócrata, contra los autoritarismos; globalista, contra los nacionalismos; capitalista, contra los socialismos; institucionalista, contra los revolucionarios.
Una hipótesis podría ser la siguiente: en los años 80, el liberalismo se quedó solo. El fin de las ideologías fue el fin de las ideologías no liberales, precisamente porque el liberalismo se presentaba como una ideología no ideológica, no distorsionante ni distorsionada. La institución de su versión “neo” lo hizo presentarse como “aquello con lo que nadie puede estar en desacuerdo”, pero a la vez lo puso en evidencia. El liberalismo es solo una ideología más. Precisamente de esta arrogancia parte su actual debilidad, que ha convertido su defensa en poco más que un chantaje: “somos nosotros, o el abismo”.
Pero podríamos responder a esta hipótesis. Aceptar que el liberalismo se ha quedado solo, ¿no es al fin y al cabo comprar, si bien en la góndola de la izquierda, la ideología del realismo capitalista? ¿No implica que creemos efectivamente que no hay alternativa?
El hegemón liberal ha soportado, en el siglo XXI, múltiples ataques a su promesa ideológica del fin de la política. Si nos centramos en el locus por excelencia de este hegemón, Estados Unidos, podemos advertir dos ataques fundamentales. El primero, el 11 de septiembre de 2001: la respuesta fue la convocatoria a una guerra de las fuerzas del bien contra las del mal, una absolutización tal del Enemigo que produjo un desertificación instantánea del campo político. El liberalismo como promesa salió favorecido de este ataque: demostró, una vez más, que su debilidad era en sí misma su fortaleza.
El segundo ataque es el de 2008: la crisis económica presentaba un nuevo flanco a la ideología del fin del tiempo. Conocemos el salvataje económico que produjo el sistema, y también las consecuencias nefastas que tuvo en los 14 años desde que se llevó a cabo. Pero también conocemos su triunfo: no hubo un momento populista-progresista en los Estados Unidos capaz de reconfigurar el campo político.
La conclusión de estas respuestas fue un llamado, una convocatoria abierta a un nuevo símbolo capaz de enfrentar las nuevas dificultades. Ese llamado fue respondido por Barack Obama, que durante 2008 se impuso primero en la interna demócrata, contra Hillary Clinton, y luego en la elección general, contra John McCain.
Para los Estados Unidos, el obamismo fue una nueva fase histórica que abrió lugar a lo que fue reconocido, tanto por demócratas como por republicanos, como una guerra cultural. Guerra de tipo asimétrica, en la medida en que el liberalismo desplegó, durante ocho años y la connivencia de un sector del establishment republicano, una de las más grandes pantomimas de la política contemporánea.
El obamismo representó la aceptación generalizada de la revelación del carácter aristocrático de la federación norteamericana y la imposición de la hipocresía como forma de vida. El presidente encarnó no solo la domesticación de la desigualdad económica como problema político, no solo la desaparición del racismo y el sexismo, sino más bien la muerte del conflicto en sí. El producto cultural hegemónico del obamismo es, por supuesto, el musical Hamilton: la historia de los padres fundadores (esclavistas) representada por actores negros y latinos, bajo las formas estéticas de estas minorías. ¿Puede el subalterno hablar? En el obamismo, puede incluso rapear la Declaración de Independencia.
Pero, como decíamos al comienzo, todo esto desembocó en 2016 en el fin de la ilusión. No hay que confundirse: leer la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca como un inicio o un despertar es un grave error. Se trata del pasaje de algo latente a algo presente y activo: la batalla ya estaba teniendo lugar.

La tentación
Lo que hay que aprender de la etapa obamista es la grosera dialéctica de debilidad y fortaleza que constituye al liberalismo contemporáneo. De los momentos de máxima debilidad y potencial crisis hegemónica surgen las fuerzas para convocar a una nueva figura capaz de sostener la pax imperial. Pero sería errado ver a Barack Obama como un presidente fuerte: su estética aristocrática (ni hablar de los desplantes seudo-monárquicos de los Clinton ante su derrota electoral) es un velo que apenas logra ocultar a un aparato político puesto completamente al servicio de intereses corporativos externos, sin ningún lugar para la intervención democrática. Allí radica su debilidad intrínseca, que se expresa en el modo en que es incapaz, una y otra vez, de imponer un dique de contención verdadero a las fuerzas de la derecha conservadora.
Lo que hay que aprender es a rechazar la tentación obamista: la de buscar grandes líderes simbólicos que encarnen corporalmente el fin de los conflictos en pos de un consenso que, para peor de males, no ha sido efectivamente logrado sino solo representado como una supuesta hegemonía a la que nadie en su sano juicio puede oponerse. Por supuesto, Obama logró gobernar el país durante ocho años y dejó un legado relevante para la historia estadounidense.
Sin embargo, ese legado incluye una enfermedad secreta, de la que muchas veces somos por largo tiempo portadores asintomáticos. Es el error de creerse el cuento que estamos contando. Creer, efectivamente, que ese consenso existe, que nadie en su sano juicio podría oponerse a él, que la fortaleza no ha surgido de una inversión histórica de la debilidad a la que puede retornar muy sencillamente.
Cuando escribo estas líneas, casi toda América del Sur es gobernada por fuerzas progresistas o de izquierda. casi todas ellas se han recostado sobre coaliciones amplísimas (el gobierno de Petro incluye a ambos polos del tradicional bipartidismo colombiano; Lula llevó a un viejo adversario como vice y contó con el apoyo de los promotores del impeachment a Dilma; por no hablar del Frente de Todos) o sobre sectores moderados internos o externos a la fuerza gobernante (las convocatorias a economistas clásicos y experimentados en Chile y Colombia, y probablemente en Brasil, dan cuenta de ello, así como el apoyo de Evo a Arce sobre Choquehuanca en Bolivia).
Todos estos gobiernos están enfrentando muy severas restricciones para la imposición de los elementos más simples de su agenda. Más que nunca, es preciso levantar barreras contra la tentación obamista, la de creer en la escenificación de un consenso imposible. Es una condición necesaria, pero por supuesto no suficiente, para evitar que la transición a un nuevo trumpismo se vuelva inevitable.

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