“LA TIGRA”
27/07/2021
La historia me llegó durante los primeros días del otoño pasado. Al principio, debo ser sincero, el relato me pareció inverosímil pero luego para mi sorpresa comprobé con entusiasmo algunos de los hechos que se narran y que intentaré contar con fidelidad. No sé por cuántas manos habrá pasado la carta que hoy tengo en las mías, ni cuántos ojos detuvieron el pulso infranqueable de la rutina para prestar atención al nombre de esa mujer moldeada en la barbarie y que ha caído en la tragedia del olvido.
Fechada en abril de 1872 y firmada por el doctor Velazquez, notario del Fuerte San Serapio Mártir del Azul, el texto conserva su legibilidad casi por completo. Son decenas de páginas de una caligrafía antigua y ostentosa. En la primera parte, el doctor Velazquez realiza una crónica detallada de los últimos intercambios de vacas, caballos, caña, grano y azúcar con los caciques Cafulcurá, Catriel, Cachul y Cañumil. Habla de aspereza y hostilidad de ambas partes, pero acentúa el maltrato de los hijos del general Hernandez hacia los bárbaros. “Nadie quiere un malón de lanceros como otrora, menos la sangre de cristianos regando el suelo que aún no es patria, pero estos oficiales improvisados parecen esforzarse en quebrar la paz que tantas vidas ha costado”, transcribo la preocupación de Velazquez.
Sin embargo, lo que atañe a mi interés viene después, como si fueran palabras que sobran en una descripción puntillosa sobre cabezas de ganados y kilaje de mercadería. Describe Velazquez que en uno de los tantos intercambios con los indios, mientras el ánimo del ejército argentino se embravece y el espíritu de los salvajes acompañaba la tensión, una mujer se hace presente entre las filas de los capitanejos y llega hasta los líderes levantando dos sables, uno en dirección a don Miguel de Vilas, teniente del ejército argentino encargado del trueque, y otro a Pichún, capitán de los indios, poniendo fin a cualquier intento de discordia.
Esta mujer, criolla de aspecto y lúgubre espíritu, tiene, según el notario, el rostro de una persona de sesenta años y la agilidad de una muchacha de veinte. Montada sobre un alazán de crenchas largas como usan los indios, pero con estribo y montura de peyón criollo, la mujer dice algunas palabras y ambos hombres obedecen, cerrando definitivamente la posibilidad de alguna disputa entre indios y argentinos. El acontecimiento al parecer fue solo extraño para el doctor, pues se sugiere normalidad de carácter entre los presentes, como si la mujer se tratara de alguna autoridad superior. El nombre, Rosa La Tigra.
Sospecha el doctor Velazquez (sin mucha inteligencia) que su nombre de pila es verdadero, heredado por su familia de sangre, pero afirma que “La Tigra” es una referencia a un apodo común entre los gauchos orilleros de la noreste, la mesopotamia, al sur del Río Grande. Los tigres del norte o comúnmente llamados yaguareté habitan las selvas de las misiones, y se deslizan como bestias imperceptibles de apetito feroz desconociendo el temor al cuchillo y el trabuco, cazan dirigiendo su primer ataque al cráneo, habilidad que ningún felino sobre la tierra ha desarrollado. Si la llaman Tigra, dice Velazquez, tiene una razón de ser, reputación o fama de bravura.
Luego el notario intenta explicar una conexión entre las bestias del territorio y los salvajes que habitan en condiciones bárbaras, una relación que explica como natural y al mismo tiempo mística. Refiere más adelante una investigación modesta que realizó sobre esta misteriosa figura y que el doctor detalló con el subtítulo de: Historia de Rosa La Tigra, mujer argentina, criolla, tal vez india. Paso a transcribir textualmente:
“El primer registro de su aparición es en la batalla de Lomas Valentinas o de Itá Ybaté como suelen nombrar en el apócrifo guaraní. El día 27 de diciembre, última jornada de la contienda en que la Alianza resulta victoriosa sobre el ejército paraguayo, el subteniente Malato es enviado con una tropa de heridos y holgazanes a lanzarse como señuelos al frente enemigo.
Una mujer del campamento, de nombre Rosa, protesta ante los superiores, pero ni su voz, ni sus argumentos son tomados en cuenta. En la víspera de su partida, Malato comprende que la misión es arriesgada y el sacrificio de su vida puede darle el triunfo a los generales argentinos y brasileños. Reúne a sus soldados para ultimar detalles y Rosa se hace presente. Luego de las indicaciones generales y el intento casi decadente de dar ánimos a los soldados, Malato abraza a Rosa, que lo besa con fervor y tristeza, mientras la mujer suplica un pedido encarecido: que vuelva o sino ella misma irá a buscarlo.
Como era de esperar la orden de los generales se transforma en una carnicería a cielo abierto, uno a uno, los soldados caen, siendo último en derrumbarse el subteniente Malato. Por orden de esos mismos estrategas, el ejército no puede reaccionar y debe permanecer en sus puestos. La partida de la pequeña tropa es un artilugio que busca levantar el ánimo de los soldados paraguayos, para luego hacerlos caer en una trampa, un sacrificio para una victoria mayor.
Mientras la quietud es desesperante y todos son testigos de la muerte de sus hermanos, una mujer montada sobre un alazán emerge al galope en dirección al campo. El cabello suelto de Rosa y los ojos achinados llaman la atención de la retaguardia. Los paraguayos disparan sobre el blanco móvil pero el milagro tiene lugar esa tarde, ninguna bala roza el cuerpo indómito de la mujer y su pingo permanece también ileso.
Los gritos se alzan de ambos frentes hasta que el caballo se detiene frente al cuerpo del subteniente Malato. Con sus brazos modestos Rosa carga el cuerpo amado sobre el alazán, pega la vuelta entre balas que surcan el aire y logra llevarlo hasta una loma, donde besa por última vez la frente, que ahora es gris y helada. Luego construye una cruz de madera y con piedras cubre el cuerpo.
Un soldado que está cerca observa cómo las lágrimas caen sobre la tierra con la fuerza de una tormenta. Hasta Las Tigras lloran, dice el soldado a sus compañeros. Las tropas argentinas y brasileñas levantan el coraje por el milagro de la mujer gritando vivas y aullando como niños.
Luego del sepulcro, Rosa monta el alazán y encara hacia el sur, perdiéndose para siempre entre el follaje de espinillos y lapachos del monte”.
El doctor Velazquez cree que se trata de la misma mujer que ha conocido en la frontera con los indios, aunque la distancia entre el Paraguay y Azul sea de casi mil leguas. Cierra su hipótesis con algunas notas sueltas: “he vuelto a verla en dos oportunidades, una en otro intercambio, la tercera vez sola, parada en campo abierto, de cara a la inmensa pampa, como si absorbiera la luz del sol (…) Los hombres y mujeres la respetan, dicen que es una extranjera, pero sabe hablar todas las lenguas (…) Es bella y feroz, parece no tener edad, aunque se mueve con el peso de los sabios, es de la naturaleza y comprende el tiempo de los hombres”. La última nota sobre la mujer retoma un pequeño testimonio que se lee con dificultad, pero que entiendo de la siguiente manera: “Dice el capellán que Rosa La Tigra obra milagros desde las minas del norte hasta el confín helado, intentando impedir la guerra, desgracia que ha conducido a la muerte a su primer y único amor”.
El documento sigue hablando de otras cosas como un pedido expreso a las autoridades de Buenos Aires para que manden equipamiento para las tropas y herramientas de todo tipo. Las palabras de Velazquez se pierden en la burocracia del lamento, de Rosa no hay más referencias.
Las razones de la llegada del documento a mis manos no parecían constituir alguna relevancia. Las cartas, como los libros, son un gabinete mágico en los cuales habitan almas hechizadas y solo despiertan cuando son llamadas, mientras tanto permanecen muertas. Pero cuando las abrimos y la historia encuentra a su lector, la inmortalidad es una posibilidad. En el día de ayer, luego de una fatigosa marcha por la llanura, he divisado en la soledad del campo abierto a una mujer montada a caballo que permanecía detenida de cara al sol como una roca. Los hombres que me acompañaban dicen verla ocasionalmente alejada de los senderos, pero advierten que nunca encuentran su rastro y se pierde fácilmente entre las sombras. Dicen también que viene del norte y cabalga sin cansancio cuando la luna alumbra la pampa.
Las historias encierran un número infinito de sentidos y pareciera que el motivo de la carta finalmente se me ha revelado, haciéndome testigo de la existencia de esta mujer y del milagro de la perpetuidad. Es probable que Rosa La Tigra haya cambiado varias veces su nombre y que en más de una ocasión haya renacido en otras mujeres o se haya transfigurado en un yaguareté. Tal vez incluso se trate de alguien que ha decidido (o padece) ser inmortal y participa del curso de nuestra historia sin esperar nada a cambio, salvo que se cuente su historia. Espero se honre su legado silencioso y se pueda compartir con generosidad. Escribo desde el paraje Los Toldos, provincia de Buenos Aires, en el mes de mayo de 1919.
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