Economía

Gobernar es poblar (de empresas extranjeras)

La “lluvia de inversiones” que promete el RIGI es un sueño más viejo de lo que parece. En esta nota, Elías Fernández Casella traza su historia, conectando la doctrina del “gobernar es poblar” de Alberdi con la economía del presidente libertario que dice inspirarse en él.

Por Elías Fernández Casella
22 de agosto de 2024

En el dogma neoliberal del gobierno de Javier Milei hay unos cuantos próceres bastante claros. El más digno de ellos es Juan Bautista Alberdi, el hombre que redactó los fundamentos de la que sería la Constitución Nacional Argentina de 1853, heredero del espíritu iluminista que confiaba en la ciencia, la libertad y el progreso para el avance de la humanidad. Un convencido de la libertad de cultos, la legitimación de los derechos, la planificación de la actividad política, la seguridad como función del Estado y la educación como bien fundamental.

Alberdi, que se pasó unos cuarenta años en el exilio mientras su querido (no) Rosas gobernaba estas tierras, escribió en el lapso de un mes las “Bases y puntos de partida para la organización política de la República” (1852), ese libro que desde el año pasado recuperó su perfil público en boca de todos, una obra en la que se dedica puntillosamente a expresar cuáles serían los fundamentos (y pasos) para convertir al país en un Estado Moderno.

Las Bases son un texto muy hijo de su época, un compendio de ideas y diagnósticos que se pone progresista cuando parece encaminarse hacia la declaración más conservadora y se pone brutalmente retrógrado en medio de una seguidilla de enunciados de vanguardia.

Entre sus axiomas más importantes, está el famoso “Gobernar es poblar”: El problema de la Argentina de mediados del siglo XIX es que se trata de un país gigantesco con apenas un millón de habitantes, concentrados la mayoría en zonas portuarias. Y, para colmo, esos habitantes son españoles. Una estirpe sin amor por el trabajo que tiende a valorar las glorias vacías de la guerra y la épica. Y nadie más. Para Alberdi no hay nadie más en el territorio. Porque, dejando de lado toda ironización posterior, Alberdi se refiere a los indígenas pre-existentes en el “desierto” como “no-argentinos”, puesto que nosotros somos, claro, ¿qué vamos a ser? ¡Europeos!

Para Alberdi, el motor de la transformación, tanto económica como espiritual, sería el comercio. Por eso había que abrir la inmigración en busca de los habitantes de la vieja Europa. No la de los Españoles, sino la que contenía los valores del protestantismo anglosajón, que promueven el trabajo, la innovación y… el comercio. El país debía ser una suerte de paraíso para el extranjero: con libertad de cultos, de comercio, de vías navegables y de establecer matrimonios mixtos. La virtud del comercio, incluso, iguala a pobres y ricos, blancos y negros, hombres y… bueno, no. A la mujer le dedica apenitas un párrafo y medio de atención en la que más o menos la compara con un grácil animal doméstico que no debería meterse jamás en la vida pública. A ver, todo tiene un límite.

Alberdi imaginaba una sociedad con educación pública, garantías constitucionales, división de poderes y una visión del trabajo como algo que humaniza a las personas, expresada en un tono que resuena tanto junto al vitalismo de Walt Whitman en su Canción de las alegrías que hasta por un leve momento parece marxista. 

La Constitución Liberal sería “una ley que reclama para la civilización el suelo que mantenemos desierto para el atraso”. Pero bueno, como bien sabemos lo que llegó a la Argentina fue una oleada de gente pobre a los que más bien se persiguió y sometió a leyes como la de residencia, y el “desierto” no fue conquistado por medio del comercio, sino a tiros y sablazos.

El primero en decir “esto estuvo bastante mal” con el rango un iluminado, fue Martínez Estrada, que en su “radiografía de la Pampa”, de 1933, se dedicó a destrozar el mito de una Argentina que estaba condenada al éxito y sus métodos de conquista sobre los habitantes locales. O los extranjeros, para Alberdi. Más tarde, en 1964, Jauretche se agarraría a las piñas con Juan Bautista a través del túnel del tiempo, despojando de inocencia aquél “gobernar es poblar” que hace rato ya no sonaba tan bienintencionado: “Muchas veces se despobló para poblar”, dice Don Arturo, “Como el gaucho era inadaptable a las condiciones de la civilización importada, se lo exterminó. (…) La cabeza de El Chacho clavada en una pica en la plaza de Olta, dio testimonio de esa política civilizadora. La Universidad, el periodismo, los doctos, en una palabra, lo aplaudieron y lo justificaron”.

“Devolver la libertad a los Argentinos”

Hay una pretensión refundadora en el aire. No es sólo cosa de la parafernalia dogmática libertaria. Se habla en el país de un momento refundacional cada vez que una fórmula ganadora (por las urnas o por las armas) se para en algún quiebre histórico más o menos contundente y dice “¡acá hay un quiebre!”. Fue la Revolución (ejem) Libertadora, fue Néstor Kirchner cuando el 25 de mayo de 2003 propuso un sueño tras la catástrofe postmenemista, fue el proceso de (ejem) reorganización”, fue Alfonsín con su llamado histórico a la concordia y el listado de bondades que permitía la democracia, fue el beso de Menem al almirante Rojas que empujó el valor de esa democracia recuperada de nuevo al golpe del 55.

Cada bandazo político viene acompañado de una sobreactuación refundadora junto a una pregunta que sobrevuela los diarios, las inquietudes de las aulas, las charlas de café: “¿en qué momento se fue todo a la mierda?” La respuesta podría ser que todo es más complejo, que la historia argentina tiene una sucesión de bandazos hegemónicos que nunca consiguen el empate. Pero, en todo caso, todos tienen su paraíso perdido al que mirar. Y ojo, que cuando un grupo tiende a soñar con un pasado muy remoto se encienden las alarmas, vayan y lean “El mito del fascismo” de Federico Finchelstein.

Esta gestión, en particular, promete desde la campaña llevar adelante un proceso “refundador”, acompañado de un revisionismo histórico que haría palidecer a Felipe Pigna. Para ellos el país se fue a la mierda a fines del siglo XIX, cuando la Revolución del Parque empezó a distorsionar las buenas maneras del poder (y ni hablar de su concreción con la Ley Sáenz Peña). Mientras que en 1852 las “Bases” de Alberdi decían “este es el proyecto que tenemos para ser un gran país, respetuoso del trabajo y la riqueza”, la voluntad refundadora de la Ley Bases dice “somos un país de mierda, vamos todo de cero”. 

En el prólogo a la edición de las Bases publicada por editorial Terramar en 2009, Gustavo Varela dice algo que parece habérsele escapado a esos muchachos que salieron a comprar el libro ni bien se presentó el proyecto de Ley que lo parafrasea: “Es un error común y repetido de ciertas líneas del pensamiento liberal argentino recurrir a sus escritos para fundar autoridad en cuestiones que están por fuera de la época en la que el mismo Alberdi escribe para hacer un uso infiel y demagógico de sus contenidos”. Pero muchas expresiones y filosofías se mantienen al día de hoy en el comportamiento político y legislativo de este gobierno, y uno podría incluso llegarse a preguntar si esas actitudes no están también absolutamente divorciadas de esta realidad. 

“La libertad de los Argentinos”

“Liberal en lo económico, conservador en lo social”, la caracterización más común de quienes integran la gestión presente, implica un par de cosas: por empezar, que el eje está puesto en la libertad de hacer con el dinero lo que se quiera. Pero también que habría, una vez más, algunos actores indignos entre nosotros.

¿De quién busca liberar la Ley Bases a los Argentinos? De todo lo que no se ajuste al ideal que tiene que venir a poblar la República. El propio cine nacional, en uno de sus mejores momentos, se comió el filo de la motosierra, que destruyó en muy pocos meses lo que empezaba a ser una industria reconocida en todo el mundo para soltar las esclusas de Netflix, Disney y los estudios Universal.

La Ley busca incluso “liberar” a los argentinos de mucho de aquello que protege al ciudadano en su fuero más humano. Pero es más fácil atacar a las instituciones si se las demoniza a través de sus manzanas podridas. “La Casta” son los sindicalistas y los gobernantes prebendarios. Y por supuesto, “La Casta” es Alberto Fernández, que habría arruinado el país para poder mantenerse en el poder a través de la emisión monetaria y un populismo feroz y encima es un golpeador de mujeres (en eso último estamos todos de acuerdo).

Se le suma la demonización de la persona que todavía mantiene algunas garantías que lo salvan de la precariedad. Porque “La Casta” sería también el empleado público, enemigo del “buen trabajador” que se pasaría el día tomando mate y hasta la propia empresa estatal, con protecciones estratégicas que podría ser más eficaz (depende) en manos privadas, olvidando o negando el carácter estratégico de controlar ciertos recursos y servicios.

La seguridad laboral, además, es enemiga de un clima de negocios activo. Y un lugar habitado por un pueblo que “no produce” es “el desierto”.

Porque bajo esta óptica que venera al emprendedurismo y la autosuperación, somos todos 100% dueños de nuestro destino, como ese “país de emprendedores” que deseaba Mauricio Macri antes de que se le llenara con trabajadores no registrados repartiendo pedidos a través de aplicaciones móviles.

 

Gobernar es poblar (con empresas de afuera)

El país de Alberdi y el de Milei se diferencian mucho. Por empezar, han pasado 120 años entre uno y otro. El puerto de Buenos Aires es hoy un problema mucho menor para las provincias (no así la valoración política y económica de la Ciudad y sus alrededores) y las fronteras de todo tipo se han borrado significativamente, aunque el planeta vaya en dirección contraria. 

Aún así, el gobierno parece apostar a un “milagro argentino” en términos japoneses. La Argentina trata de mostrarse como un territorio digno de integrar una suerte de inexistente plan Marshall en el escenario internacional, y para esto, elige de enemigos a los enemigos de occidente en busca de la financiación estratégica que se le daría a un matón diplomático para enfrentar a Hamas, a Rusia o a los Iraníes. Otro rasgo más de esta guerra fría neurótica en la que parecen estar metidos.

Pero en pleno siglo XXI, ésta ya es una estrategia anacrónica. Argentina llegó tarde a todos lados en el escenario global del siglo XIX y del XX también. Y los sesgos ideológicos del gobierno se chocan con los propios fundamentos de Alberdi, que entronó al comercio como el igualador de todo: Milei puede hacer todos los berrinches que quiera con China, España e incluso con Kamala Harris, pero a las potencias mundiales lo único que les va a importar es que se les abra la puerta a nuestros recursos naturales, mientras, de paso, hacen bicicleta con algún bono local de alto rendimiento.

El trabajador argentino que gana en dólares es a menudo una especie de trabajador golondrina digital. Alguien que salta de trabajo en trabajo, mal remunerado pero en dólares, en línea con una tendencia en la que, puesto que el horizonte de futuro es cada vez más breve y las expectativas de carrera no se dan en una misma empresa, los plazos de permanencia esperables en cada institución no llegan a los dos años. En ocasiones ni siquiera las propias empresas alcanzan esa edad, con tanta startup improvisada en todas partes.

Incluso la pretensión de convertir a la Argentina en un polo de inteligencia artificial tiene sus vericuetos. En el país hay talento y gente formada. Incluso, mano de obra barata. Por otro lado, la IA es una industria global, con nodos que pueden trasladarse a todas partes. Muchas empresas extranjeras ya ni siquiera tienen que afincarse aquí para poblar el país. 

La campaña del desierto

Para poblar al país de un ecosistema económico que le guste al gobierno, es necesario despoblarlo de las relaciones económicas internas actuales.

Hay dos formas de hacerlo: Por un lado, recortar lo que no gusta. Todo lo que no es útil (en la visión reduccionista, sesgada y cuasi algebraica del gobierno) pasa a ser derogado o desfinanciado por vía de “la motosierra”. 

Por el otro, está la opción de dejar morir. El austríaco Joseph Alois Schumpeter popularizó la noción de “destrucción creativa” del capitalismo. Cada crisis es en realidad un proceso de mutación industrial que revoluciona a las estructuras económicas desde dentro, destruyendo a las viejas, creando nuevas, y reinventando el sistema. Las empresas más aptas sobreviven Una reelaboración darwinista de Marx, que veía en el gen del capitalismo la propia causa de su destrucción. Ambos predijeron el fin del sistema, que hasta ahora no habría sucedido. O sí, si tenemos en cuenta el hecho de que su faceta productiva perdió terreno frente a la valorización del propio capital, que cada vez más produce (casi de la nada) más capital.

En todo caso, en el camino de la destrucción, creativa o no, estamos nosotros. Los de a pie. Frente a una de las peores recesiones de las últimas décadas, que nos empuja hacia el precariado.

Se están muriendo las PyMEs. Otra vez. Y aumenta el desempleo. Otra vez. Los sueldos alcanzan menos que antes, otra vez. Restaurantes que sobrevivieron a los embates de los últimos años están siendo reemplazados por locales de franquicias. Se venderá en su sitio pizzas, empanadas, café, medicamentos junto con champúes. Pero el negocio con cara e historia, muere para surgir en su lugar una máscara de inversores que ponen un dinero a cinco años en la aventura de ver qué tal les sale tener a cargo empleados de un Carrefour Express.

Cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada

En el frente económico es difícil seguir el hilo de lo que ocurre. Por ahora, la estrategia a corto plazo es el intervencionismo con ajuste brutal. El gobierno aprovechó el capital político del primer semestre para aplicar la fórmula más bestial que se conoce para bajar la inflación: una recesión. En criollo: clavar los frenos de la economía. 

Acá todos vimos Plata Dulce (1982). O no. Por ahí el problema es que no todos la vimos. El déficit existe, pero recae en empresas y familias locales, mientras que el Estado acumula  (cada vez menos) divisas para respaldar deuda en busca de esa población empresaria extranjera. Los fondos públicos buscan estabilizar el tipo de cambio con deuda y movimiento de capitales especulativos en un entorno desregulado, entre los que circula, además, información privilegiada: Menem lo hizo.

El plan de estabilización es necesario, pero pretender que todo ocurra por la mera acción virtuosa del mercado es más bien jodido. Sin una industria más o menos diversificada, que no apueste a una única actividad estratégica y tan impredecible como el agro, no hay estabilización que se mantenga en el tiempo ni inflación que tienda a la baja sin que nos muramos todos de hambre.

El modelo no cierra sin lluvia de inversiones. El RIGI se plantea como el instrumento que va a crear una parcela abierta para las empresas extranjeras. Y mientras tanto, como el comercio necesita de un contexto previsible y de la paz social para funcionar, el gobierno toma deuda y hace interminables pasamanos financieros para poder sostener las condiciones de esta inmigración empresarial que necesita, como el achicamiento de la brecha cambiaria para levantar el cepo. Cepo sin el que estaríamos en los caños después del “lunes negro” del 5 de agosto.

Pero las decisiones presupuestarias que acompañan estos movimientos son, antes que nada, una declaración de principios. Un hachazo para llevar la realidad, en términos simbólicos y también materiales, a la idea de mundo que los muchachos en el poder arrastran desde hace rato. Como un empresario agrícola que arrasa todo lo que considera maleza para plantar soja, destruyendo extensiones inmensas de riqueza nativa, industrias “secundarias” son desterradas en nombre de una producción “más digna”.

En fin. El festival de privatizaciones estaría por empezar. Al cierre de este artículo, el gobierno avanzaba con la venta del paquete accionario de las represas hidroeléctricas Alicurá, El Chocón, Cerros Colorados y Piedra del Águila, mientras la metalúrgica IMPSA, con más de 100 años de antigüedad, desfila por la pasarela a la espera de que alguna de las dos empresas interesadas en ella presente su propuesta final.

La apuesta por lo supuestamente “creativo” de la destrucción capitalista es muy alta, y se lleva puesto todo lo bello en nombre de un mundo que no termina de nacer, y del que, probablemente, no haya siquiera una forma embrionaria. Un plan que tal vez nunca fue necesario en primera instancia, y que solo tiene razón de ser en el paraíso ideal de la cosmovisión fanática an-cap.

Al igual que Alberdi, el plan confía (en los papeles) en que la voluntad humana individual, encaminada a través de un clima que permita el comercio y “la estruendosa superioridad del capitalismo” de la que gusta hablar Milei es suficiente para que las poblaciones se autoeduquen en lo laborioso y lo productivo. Pero cuando el presidente dice que “aquellos que no tienen para comer van a hacer algo para no morirse de hambre” deposita una confianza extrema no en los que pasan hambre, sino en la moral hiper-religiosa de su discurso mesiánico. 

O más bien en las fuerzas de seguridad. Porque la opción que surge en una recesión con aumento del desempleo, cuando todas las vías de escape se malogran ya la conocemos.

Elías Fernández Casella

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