Cuando la Patria se hace presente
c“Difícilmente abandona su lugar
lo que mora cerca del origen.”
Hölderlin, F.
Son quizás las 7:30 o las 8 de la mañana. No sé cuantos grados hacen pero son muy pocos, lo anunciaban en la tele. Hace mucho frío. Es mayo, quizás julio. Estoy formando en el patio, de menor a mayor, en fila, separados varones y mujeres. Como todas las mañanas, se iza la bandera. Me gusta, es igual al cielo. Pero antes de que la icen, la directora anuncia que vamos a escuchar el himno, porque hoy es una fecha patria. No entiendo bien de fechas patrias aún. Conozco algo de historia, se de una revolución, se de un San Martín, de un Belgrano, de gente que tiene su cara en los billetes. Se que me pusieron una escarapela en casa antes de salir, se que preparamos un acto con todos mis amiguitos para hoy, que tengo un disfraz que me hizo mi madre y que mis amigos tambien tienen el suyo, se que todos los grandes se preocupan por ciertos días y hacen actos grandes y la gente habla en la tele sobre eso y que hay un día que puedo faltar al colegio porque es feriado y eso me encanta. Pero no sé mucho de fechas patrias. No sé mucho de la Patria, tampoco.
Del himno algo sé. La semana pasada nos dieron una hoja en clase para que aprendamos la letra y lo practiquemos. Nos hicieron cantarlo dos o tres veces para que nos acordemos, parados, sin poder bailar en la parte del medio cuando se deja de cantar. Yo al principio quise bailar, hacer caras, tararear, y me retaron y me dijeron que piense en los jugadores de fútbol, que vea como lo cantan ellos y que me iba a dar cuenta de que ninguno bailaba. Me acordé que todas las selecciones lo cantaban con muchas ganas. Aprendí a no bailar más. Pero hoy, en la formación, sin la letra en frente no me la acuerdo. Igual me quedo callado, firme como nos dijeron, sin bailar. Me acuerdo de ver en la tele que había jugadores que lloraban cuando lo cantaban. Yo no. Yo solo tengo frío y ganas de meterme al aula.
Nos piden que miremos a la bandera, que nos paremos firmes, que acompañemos cantando las estrofas del himno nacional.
***
Todos tuvimos un acercamiento parecido al himno. Junto con la bandera, los próceres, las historias, nuestros ídolos deportivos, los actos escolares. Poco a poco fuimos formando un sentido de identidad nacional, y con él nos reconocimos a nosotros como argentinos. No fue sino mediante la obra que pudimos sentirnos parte del mundo inagotable que implica a la Argentina. Antes de esa obra, sin ella, no había nada. En este ensayo, usando algunos conceptos de la filosofía de Martín Heidegger y de Rodolfo Kusch, busco entender por qué.
En los años 30, cuando el alemán escribió El Origen de la Obra de Arte, también supo adherir al nazismo como respuesta a las consecuencias de la crisis económica generada por la primera guerra mundial. Si algo era Heidegger, era nacionalista. Espero que, ayudados por la lupa de la historia, sus palabras puedan servirnos para no repetir el pasado. Sobre la capacidad de poder separar a la obra del autor y si la bibliografía heideggeriana contiene algo que pueda ser considerado nazi prefiero que sean ustedes los que lo consideren. Para sopesar sus ideas y no intentar entender lo propiamente nacional mediante ideas importadas, buscaré también hacerlo conversar con Kusch, quien supo ser un hábil lector suyo.
La Marcha Patriótica y Heidegger
La pieza fue interpretada por primera vez al público en mayo de 1813. La Marcha Patriótica, se llamaba. Le cantaba a un “gran pueblo argentino” que todavía no era ni pueblo, mucho menos argentino. Los intentos revolucionarios de la cuenca del Plata buscaban expandir su influencia y para ello necesitaban de símbolos de fácil difusión que logren involucrar a la gente con la causa. Mediante la composición del himno, no solo se logró la instauración de una obra-símbolo con la cual hacer visible y propio el pedido de libertad e independencia; también, en su reproducción, en su cuidado, en el respeto hacía él, se instaló el acto ritual que constituye al argentino como tal. El territorio nacional, aún sin definir, estaba poblado por todo tipo de gente, con poco y nada en común. Pero, a partir de éste y otros símbolos, esa gente empezaba a sentirse parte de algo más grande.
La Patria se empieza a figurar para el pueblo en estas estrofas. En ellas hay verdad, en ellas se descubre un mundo antes oculto, y en ellas el pueblo argentino obtiene su verdadero rostro. Pero no hay verdad porque se reproduzca correctamente algo real. La Marcha Patriótica trae a la presencia algo que antes no se veía y así pone en obra la verdad en tanto que abre un mundo, histórico, antes oculto, que viene a añadirse al mundo que conocían los habitantes del Virreinato. Ese mundo también era verdadero, y traía a España consigo. Pero con esta obra un espacio se abría y se fijaba en su melodía, en sus estrofas. En este espacio abierto se instala un mundo, un combate en el que se define que es lo verdadero. Esta batalla es, para Heidegger, la verdad misma, que se fija en el rasgo que separa a los términos. Esta marca le provee a cada cosa su ser, las define y así las distingue, pero al hacerlo las constituye en un todo. Los criollos del siglo XIX, y nosotros en el XXI, nos vemos compelidos al contemplar ese rasgo. En este espacio abierto se articula la amplitud de relaciones que definen a un pueblo histórico, su mundo, y es solo a partir de esta amplitud y en ella que el pueblo encuentra su destino.
El lenguaje es el que trae al ser a lo abierto. Cuando nombramos algo, estamos decidiendo en calidad de qué ese algo viene a la presencia. Al decir, echamos luz. Es con palabras que un pueblo accede a la historia, es con palabras que una verdad se funda y al fundarse da un impulso a la historia. La historia es la herencia en la que un pueblo se introduce. Desde el momento en el que se crea el relato del pueblo “cada palabra esencial lucha por sí misma la batalla y decide que es sagrado o profano, grande o pequeño, atrevido o cobarde, noble o huidizo, señor o esclavo”, dice Heidegger parafraseando a Heraclito. La obra de arte instala entonces un combate, que para el filósofo griego era “el padre de todas las cosas”. Veamos un poco qué palabras usa esta obra.
“Oid mortales el grito sagrado”, casi nos ordena el himno en su primera línea. A nosotros, los mortales, nos llega desde el pasado un grito sagrado, inmortal. Libertad es lo que grita, libertad es lo que reclama. Pero el mismo grito es la libertad. Al pedirnos que oigamos el ruido de rotas cadenas se nos hace presente el encadenamiento, pero como un hecho ya enterrado: con el siguiente acorde entendemos que esas cadenas, hechas visibles en el himno, son rotas por él, liberándonos a nosotros, que acompañamos cantando. Al pedirnos que veamos a la igualdad, noble en su trono, la obra nos hace responsables de que permanezca entronizada, y de que las cadenas no cesen de romperse. Los libres del mundo, sean quienes tengan que ser, nos responden, nos reconocen, brindan por nosotros. Luego, “sean eternos los laureles que supimos conseguir” nos da una consigna clara: cargamos con la herencia de la gloria del pueblo argentino, y es nuestro deber que sus símbolos sean eternos. No es casual que la consecución de los laureles haya llegado gracias a un saber. No solo los conseguimos, sino que supimos hacerlo, y es mediante este mismo conocimiento que debemos defenderlos. Habiendo oído la libertad, habiendo visto la noble igualdad, solo tenemos dos opciones: vivir coronados de gloria o morir con y por esa misma corona.
La técnica, en su sentido griego y original no es un modo de hacer sino más bien un modo de saber. Saber, para los griegos, era un haber-visto. La técnica era entonces un modo de ver. ¿Cuál es la técnica del artista? Ver lo oculto. Mediante la obra, el artista trae a la presencia aquello que estaba escondido. Pero para que esto suceda, la obra necesita que la dejen obrar, necesita cuidadores. Toda obra requiere un cuidado material, si, pero este es otro cuidado. Consiste en demorarse dentro del acontecimiento de la verdad que sucede en el espacio abierto por la obra. Este demorarse significa decidir sobre el combate que instala la obra. El cuidador es aquel que adopta el modo de ver que le brinda la obra, y así cuida la verdad que esta instala. El espectador es activo, igual que el creador. Así, con el cuidado de sus obras, cada pueblo se reconoce a sí mismo al verlas, y mediante ellas entiende el mundo. El argentino, por su parte, oye el grito sagrado, el ruido de rotas cadenas, ve en trono a la noble igualdad.
Cuando la seño me pidió que no baile, que me mantenga firme, mirando a la bandera, que acompañe las estrofas cantando, no solo estaba cuidando a la obra y a la verdad que en ella acontece, sino que estaba enseñándonos a nosotros a ser sus cuidadores. Los deportistas que antes de jugar cantan el himno agarrándose el corazón no cumplen con una formalidad, no muestran mero respeto: se preparan para sacrificar todo lo que tengan para vivir o morir coronados de gloria. El sacrificio se hace en nombre de la identidad. Se reclama morir en la nuestra. Cómo saber cuál es la nuestra es algo que solo se consigue dentro del espacio que la obra abre, decidiendo, interpretando al ser, fundando el mundo, configurando la historia. El pueblo debe hacerse cargo del espacio que abre su obra fundante, y así sentir el peso de su herencia para proyectarla al futuro y encontrar su destino.
La Otredad estética y Kusch
Pero ¿cómo sabemos que es lo que nos hace propios? Por un lado, tenemos al país nacido en la Revolución de Mayo, que expulsó a los españoles, que luchó contra los realistas y que promovió los símbolos patrios, las tradiciones. Pero asimismo, sobre ésto se fundó un profundo eurocentrismo. Se expulsó al europeo, si, pero para formar un país moldeado a su imagen y semejanza. Rodolfo Kusch diría que esto nos dejó entre el estar y el ser. Lo que el filósofo argentino hace durante la mayoría de su bibliografía es intentar descubrir lo típico del sentir americano al contrastarlo con la tradición europea. Para ello investigó muy profundamente a las comunidades del altiplano, arqueológica y antropológicamente. Kusch supo definir la manera de ser de las comunidades originarias como un mero estar, definido por lo que ya está dado, mientras que los europeos, de la modernidad hasta acá, se definen por el ser alguien, imponiendole un orden a lo dado. Una de las principales diferencias entre las dos maneras es una relación privilegiada de los primeros con la divinidad, la magia, lo indecible, y en especial con la ira divina.
En Esbozo para una antropología filosófica americana, quizás su escrito más complejo, el autor debate sobre la posibilidad de ampliar el concepto de lo humano mediante la consideración de lo propio del hombre americano. Dice que para hacerlo debe partir no del filosofar sino del pensar popular. Lo define como el pensamiento de todos los días, que trata con áreas no filosofadas y no se concentra en ser una labor académica y profesional. Y al situar este tipo de pensamiento en América, Kusch dice creer descubrir otro tipo de realidad empírica en la que los símbolos están al lado de los objetos, con la misma densidad ontológica. No solo tenemos consciencia racional, sino también una simbólica. Detrás de estos símbolos presiona lo absoluto, lo trascendente. El pensamiento solo se clarifica al condensarse en un objeto, sea real o ideal, y el pensar mismo es “una iluminación sobre la posibilidad de que algo trascienda”. La filosofía, frente a esto, es solo el balbuceo de la razón desnuda que nunca logra decir la palabra completa.
Esa trascendencia que se da en el pensar no es más que lo que Kant supo llamar el sujeto trascendental. Al afirmar cualquier cosa, como sea decir “esto es pan”, estoy afirmando también que yo soy algo que afirma y que todas las afirmaciones que realizo son mías. Pero al ser esto la condición de posibilidad de toda afirmación, no puede ser en sí mismo afirmado. Por eso esta autoafirmación cae en una suerte de penumbra lógica, como un plano pre-ontico, impensable, solo sugerible. Toda afirmación es entonces el residuo de un proceso que nos sobrepasa, pero que está necesariamente dado. Con cualquier afirmación viene adherida la pregunta por lo otro, por la magia. Esto nos obliga a adoptar una nueva manera de hacer filosofía, una manera dinámica, móvil. Lo que allí prima es el juego del estar-siendo, dice Kusch, que marca la contradicción misma de lo humano: partir de lo no afirmable a lo afirmado. La vida, al menos en América, consiste entonces en este juego entre estar y ser, que siempre nos recuerda nuestra invalidez ontológica. Lo único que nos queda, al contrario de la seriedad imperial que hace toda su ciencia y su teoría para poder decir esto es, es un juego, un azar. Por eso mismo es que hay que saber vivir para ganarse la vida. En el azar uno simplemente está y espera una determinación fundada por un acierto fortuito. Jugar es al fin y al cabo la conciencia feliz de saberse fundado sin lograr nunca encontrar el fundamento, afirmando cosas para encontrar un remanso racional dentro del mundo de lo impensable mientras buscamos en los símbolos una ventana hacia lo divino, que en América no es menos que una exigencia metodológica.
Este es el juego, por ejemplo, de lo cultural. Consiste en la instalación fija de un estar para fundar una habitualidad que, presionada por la alteridad, simule reiterar lo trascendente. Las culturas viven y mueren, pero todas se alimentan de una misma fuente, el magma de la humanidad: el pueblo. Es el pueblo el que practica y sacraliza lo cultural para conectar con la otredad, para alimentar la conciencia simbólica y no olvidar la presión constante del estar detrás de toda afirmación de algo que es. Por esto es que lo importante no es el resultado -el cuadro o la partitura-, sino el rito de lo artístico, que al repetirse nos trae nuevamente la posibilidad de sentirnos fundados. El europeo, que vive atrapado en el mundo del ser, fijado en el tiempo, se toma todo con demasiada seriedad y al enfrentarse a la imposibilidad de definir el fundamento esgrime nihilismo, existencialismo, absurdismo. En América, por suerte, jugamos. Y este juego nos permite enfrentarnos felizmente a la invalidez.
Es lo que marca la melancólica alegría del tango, la añoranza por algo que no necesitó estar ahí para ser llorado. Primero hay que saber sufrir. El tango, como nosotros, llora esencialmente, y con ese llanto hace música para cantar, reír, bailar y también llorar. Lo que se llora en el tango, quizás, es la certeza de sabernos siempre desconocidos para nosotros mismos, de no poder nunca afirmarnos. “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”, dijo Borges alguna vez. El hecho estético que aca menciona no es distinto de la consciencia simbólica de la que escribió Kusch. La conexión con algo que está oculto mediante un símbolo, quizás una obra, tampoco difiere de lo que Heidegger supo llamar el desocultamiento de la verdad producido por el arte. Lo que en Heidegger y en Europa instala un combate, para Kusch y para América presenta un juego, una disputa menos seria. A pesar de la diferencia, en los dos se propone cierto tipo de sacrificio. Para el alemán era la obligación de tomar una decisión, un salto de fé; para el argentino el reconocimiento feliz de la invalidez ontológica humana. La obra de arte, el mejor canal para la comunicación del símbolo, moldea ese mundo que hace al americano sentirse presionado por lo absoluto.
Pero todo esto nos deja con una consigna que hace al centro de este ensayo: la naturaleza americana y especialmente la argentina, marcada por ocupar el espacio entre el estar y el ser, solo se entiende mediante el pensamiento simbólico, y este es siempre un hecho estético.
La estética propia del argentino es la que al fin y al cabo la separa del resto de Latinoamérica, pero es al mismo tiempo la que no permite nunca que se diga que este es un país europeo. Desde los tiempos de la Independencia, los primeros gobiernos patrios buscaron forjar la identidad nacional por medio de símbolos: los próceres, el himno, la bandera. El pueblo se pudo ir encontrando a sí mismo mediante las formas lingüísticas: en el campo supo surgir todo el folklore mientras que en la capital se anidó al lunfardo gracias a la apropiación y transformación de estéticas ajenas. Luego, el tango parece ser solo una consecuencia lógica de Buenos Aires, pero el fenómeno es al revés. Sin “Mi Buenos Aires querido” no existiría un Buenos Aires al que querer. En el tango se funda la ciudad, en el folklore se siembra el campo. En el fútbol, por ejemplo, lo que rige las identidades es su estética. Hay ciertos valores unidos a cada estilo, si, pero lo que prima es lo segundo, su símbolo. Que Boca gane “a lo Boca” significa que jugó con el cuchillo entre los dientes, que de alguna manera inexplicable logró conseguir el triunfo, sea merecido o no. En cambio, ganar “a lo River” implica siempre un merecimiento, una superación con argumentos en la que quede demostrada ampliamente la superioridad. La selección campeona del mundo, ya se dijo, tuvo que hacer uso de sus dos grandes fuentes metafísicas para lograr lo que logró. Los argentinos necesitamos hacer uso de la consciencia simbólica, nuestro mayor regalo, para sentir el impulso de la historia. Por eso tenemos tantos ídolos populares, tan controversiales como convencionales. A pesar de su contacto con lo divino, no dejan nunca de ser hombres de a pie, y esta encrucijada entre lo absoluto y lo real los convierte en símbolos populares. Siempre se dijo del Diego que supo ser el más humano de los dioses.
Esta relación con lo divino sólo nos permite esperar a escuchar el símbolo correcto mediante el cual la alteridad nos contacte, pero la paradoja del arte es que vale por lo que no puede representar. La realización de la obra de arte marca el margen de instalación de un estar. El himno es el símbolo, el domicilio regido por un fundamento desconocido, la Patria, lo inasible, lo no dicho, o más bien lo no decible. La Patria es el Otro pero es también lo Otro. Por otro lado, el himno con todo su poder simbólico abre la puerta a la ambigüedad y permite la presión constante de lo absoluto detrás de las palabras que enuncia. Pero este contacto con la alteridad solo se consigue con la repetición ritual del hecho estético, con su cuidado. La fraternidad, expresada en los laureles que supimos, todos juntos, conseguir, es uno de los pilares de nuestra identidad. Y una de las maneras más antiguas y efectivas de hacer patente a la comunidad es el rito. Es mediante el rito y el cuidado de sus formas que el pueblo se reconoce a sí mismo y confluye en unidad, y el rito, como acto performativo, es siempre una experiencia estética, artística. Es cantando el himno que logramos encontrar nuestro verdadero rostro, y es en la distancia insalvable que se funda en el ritual, que trae acá a lo sagrado como algo más allá, que nos sentimos trascender.
El Himno Nacional Argentino
Así, la Patria como fundamento está en el himno. La libertad, la igualdad y la fraternidad que la Patria nos trae solo se hacen presentes y trascendentes mediante la repetición del rito. ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! gritamos, y fundamos así y solo así lo que es ser libre, y ese grito es la libertad misma, mamá o la hermana hermosa. Cualquiera que intente adueñarse de la libertad como slogan no hace más que quitarle toda posibilidad de trascendencia, fijándola en un ser vacío que carece de fundamento y que nos aleja de nuestro estar americano. Esta Patria del himno nos obliga a disponernos al sacrificio, por nosotros y por ella. Viviremos laureados, pero, si no lo logramos, juramos morir por eso que nos brinda la gloria, la libertad y la igualdad. En ese entre que cruza a vida y muerte está la Patria. Y solo escuchando y acompañando el grito sagrado, perpetrando el rito fundacional, es que nos comprometemos al cuidado de esta verdad ahora ineludible. Un argentino solo se entiende parte del mundo de lo argentino al pararse dentro del espacio que abre el himno y que nos permite saber sobre lo propio y lo ajeno, lo sagrado y lo mortal, la libertad y los espejos de colores. El grito es sagrado, nosotros somos mortales, esa es la primer certeza. Lo que sean la libertad y la igualdad depende de nosotros decidirlo, para respetar nuestro origen y así defender el porvenir.
Heidegger decía que la obra de arte era solo una forma de poner en obra a la verdad. Curiosamente, las otras eran la fundación de un Estado, el pensar de un pensador, y el sacrificio esencial; el himno, no tan curiosamente, nos da las cuatro. Es nuestro trabajo cuidar esa verdad. Entender el pensar popular y mágico como se propuso Kusch es lo único que nos va a permitir tener todavía algún tipo de conexión con lo absoluto. El cuidado de la obra de arte es al fin y al cabo la preservación del fundamento que desde el nacimiento de la Patria nos da la fuente de nuestra humanidad. La cultura, el arte y la filosofía -si es que no son lo mismo- son valores fundamentales para la creación y conservación del mundo de lo argentino. Defender los símbolos patrios implica defender nuestra soberanía y con ella nuestra libertad y solo así podemos pensar en la posibilidad de una metafísica propia. Eso, por ahora, deberá permanecer como una puerta entreabierta que solo podrá ser atravesada por quienes cuidamos de la obra-himno, y demorados dentro del espacio abierto y fijado por ella, nos vemos cara a cara con el combate que crea a nuestro mundo. Frente a él, cuando la Patria se hace presente, no podemos hacer más que decidir, incluso si eso implica sacrificar todo.
Coronados de gloria vivamos o juremos con gloria morir.
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