URBE

Allá y acá: entre la fiebre amarilla y el COVID-19

En 1871, una inesperada epidemia de fiebre amarilla azotó a Buenos Aires, poniendo en evidencia las carencias estructurales que llevaron a revelar lo peor y lo mejor de la condición humana en los intentos de lidiar con sus consecuencias. Hoy, 150 años después, la Argentina vuelve a encontrarse con los dilemas de una nueva crisis sanitaria, luego de la aparición de la pandemia por COVID-19. ¿Estamos mejor preparados que antes para enfrentarla?

Por Hilario Bielsa.
30/05/21

“Lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”, iluminaba Borges en los años de su ocaso. Lo cierto es que, frente a la aspereza de ciertas simetrías, la mirada de maquinista se torna imprescindible

Corría el año 1871, frente a las fondas de San Telmo y Monserrat, junto a las pulperías de San Nicolás y entre los conventillos de La Boca, se multiplicaba una y otra vez la misma escena: en cada esquina, una turba de vecinos alimentaba una fogata con alquitrán y madera de muebles mutilados. El humo espeso que el fuego engendraba parecía servir a las procesiones de San Roque, a los rezos comunitarios y a los rumores esparcidos por falsos médicos y charlatanes a encontrar una atmósfera más propicia para sobrevivir. La epidemia de la fiebre amarilla ya no era un terror lejano e improbable. Era una realidad que le arrancaba la vida a 500 personas por día, y que acaso propiciara la lucidez desgarradora de Groussac: “por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro”. Poco se sabía sobre su causa, aunque de sus consecuencias no hizo falta saber demasiado: mientras los cadáveres se apilaban para dar nacimiento a la necrópolis que hoy lleva el nombre de Cementerio de la Chacarita, una procesión de altos funcionarios, empresarios y aristócratas se alejaba de Buenos Aires, lejos de los inmigrantes y los pobres a quienes les adjudicaban el origen de la pesadilla. La ofrenda estaba en el altar, el chivo expiatorio había sido elegido: fueron las respuestas simples las que habían conseguido dibujarle una silueta.

Sin embargo, esa tromba de caos y abandono logró parir dos célebres excepciones al espectáculo horroroso del alma desnuda: José Roque Pérez y Manuel Gregorio Argerich, abogado y médico, quienes pudiendo irse se quedaron. A través de la Comisión Popular de Salud Pública, creada junto a vecinos y necios, se pusieron al frente del combate contra un enemigo mucho más temible que el que había escupido fuego en Cepeda y en Pavón. Cuando la epidemia había arrodillado a la ciudad, ambos se apresuraron a redactar sus testamentos. Ninguno consideró abandonar el frente de batalla: habrían aceptado la gloria de su última contienda. El primero falleció un 26 de marzo, después de agonizar por una fiebre irreductible; el segundo cayó apenas dos meses después, un 25 de mayo, hace exactamente 150 años. De ese acto improbable, heroico y popular, nos queda apenas un óleo pintado por Blanes: parados bajo un umbral porteño, contemplando impávidos a un bebé colgado del vestido de su madre sin vida. Para cuando la epidemia hubo terminado, se había cobrado unas 13.000 vidas. Una cifra casi idéntica, todo este tiempo después, a la cantidad de muertes por COVID-19 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. De nuevo, las simetrías. Y la mirada de maquinista que nos obliga a preguntarnos: ¿pudimos aprender algo?

“Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires”, del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes.

Encontrar tantos paralelismos entre una y otra Buenos Aires refleja una conclusión aterradora, quizás por cuanto lo que parece definir nuestro comportamiento no es ni la evidencia disponible, ni el método ni la evolución societal, sino algo que anida en la naturaleza inapelable del humano frente a los momentos de crisis.

Allá y acá nos encontramos esencialmente inermes frente a la indiferencia de la naturaleza. Es que las enfermedades infectocontagiosas del pasado vuelven a ser una pesadilla en el presente (y en el futuro), a pesar de la revolución científica que puso en nuestras manos al antibiótico, al antiviral y a la vacuna. La reducción del celo en medidas preventivo-promocionales orientadas al primer nivel de atención, la utilización masiva de agroquímicos, el uso y abuso en la administración de fármacos para uso humano o para el engorde de animales de consumo, los movimientos antivacunas, los sistemas de abastecimiento de escala nunca antes vista o la propia globalización con el transporte mundial de mercaderías y personas, son algunos de los elementos que explican esta resurrección. Todo lo cual parece fundirse pedagógicamente en una frase: el mundo, tal vez, no sea tan nuestro como creemos.

Allá y acá enfrentamos una contingencia de la naturaleza que nos acecha sin la sordidez discriminatoria de la mirada humana: afecta sin distinción de clase social, de religión o de color. Y, sin embargo, allá y acá son los mismos quienes padecen el extremo pesado de la historia: por no poder adaptar su forma de trabajo, por las malas condiciones en las que viven, por no poder migrar hacia countries o casas de campo, por su baja o nula capacidad de ahorro, por no trabajar en blanco o en el Estado, por ser independientes o monotributistas, por no tener la certeza de recibir un sueldo a fin de mes, por cargar con la responsabilidad última de que el mundo se sostenga unido. Así la historia se repite y descubrimos que la grieta, en verdad, es una sola: la que separa a los que pueden salvarse, de los que no.

“Uruguay: ensayo de una pandemia”, del fotógrafo y diseñador gráfico uruguayo Alejandro Persichetti

Allá y acá, frente a la incertidumbre y al quiebre del futuro, abandonamos progresivamente la dimensión colectiva de la vida, de los problemas y sobre todo de sus soluciones para refugiarnos con cinismo en la conveniencia individual. A su vez, junto al aislamiento privilegiado y a la parálisis cognitiva, amanece una historia que justifica nuestro comportamiento: un puñado de consignas simples, masticables y digeribles, para validar un nuevo estilo de vida al margen de las razones comunes. Allá: la responsabilidad de inmigrantes y pobres, en quienes se depositaba la explicación de la enfermedad. Acá: el autoritarismo, la búsqueda libidinosa de cercenar libertades individuales, el coimeo y la corrupción como los motivos que esgrime una oposición irresponsable, pero también la falsa dicotomía entre economía y salud, la banalización de reclamos justos y la desprolijidad organizativa del gobierno nacional.

Allá y acá, por un Estado que parece llegar tarde, o llegar mal, o directamente no llegar. Porque el reconocimiento de su responsabilidad última, de que el velar por los últimos de la fila es también la mejor manera de velar por todos, termina expresándose en un lamento por todo lo que pudo haber sido mejor, y jamás como un acto de previsión antes de que llegue la catástrofe. Antes, con la construcción de un sistema cloacal eficiente, que llegó luego de un tendal de muertos. Hoy, con un sistema de salud integrado, robusto y jerarquizado, que no sabemos aún si llegará, ni a qué precio.

Acá y allá, porque la desgracia nos sigue convidando a creer que, a pesar de todo y como decía Camus, en la humanidad sigue habiendo más razones de admiración que de desprecio. Tal vez nos sirva rescatar del olvido a Roque Pérez y a Argerich. Porque si no hubiéramos aprendido demasiado, tal vez al menos podamos recordar.