Música

Ese no es Bob Dylan

A Complete Unknown y Im Not There presentan la indeterminación del músico en el vínculo con sus parejas, su público y su vivenciar general. Más que tratarse de una posición huidiza por falta de compromiso, consiste en una resistencia a la definición. En un presente donde las subjetividades quieren ser decodificadas, la figura de Dylan nos transmite la inquietud en la pregunta por el ser y la potencia de sostener la propia identidad como un enigma.

Por Lucía Amatriain
18 de octubre de 2025

Es porque deseamos que somos capaces de
investir cosas y personas con el particular
interés que las vuelve enigmáticas.

Florencia Abadi,

El nacimiento del deseo, (2024)

Desorientado, un chico baja de un taxi y entra en un bar. Tras una breve conversación con un desconocido que le indica que el lugar que está buscando queda en otra dirección, se retira sin llegar a comer ni beber.

Así nos muestran a Bob Dylan en A Complete Unknown: joven, disperso, errante y con su guitarra al hombro, buscando a alguien donde no está. Quiere encontrar a uno de sus principales referentes, Woody Guthrie, que está gravemente enfermo, internado en un hospital. Cuando lo logra, se presenta y el otro le pide que cante una canción. Se acomoda y toca la que le había escrito especialmente, Song To Woody (1962), que dice algo así: Estoy yéndome mañana, pero podría irme hoy… Lo último que quisiera decir antes de morir es ‘He estado dando un largo viaje’.

La vida, la muerte y el movimiento. Estar yéndose. En transición.

¿Quién es Bob Dylan?

El film protagonizado por Timothée Chalamet toma un verso de una de sus canciones más conocidas y aproxima una respuesta:

How does it feel
to be on your own?

With no direction home.
A complete unknown.
Just like a rolling stone.

A Complete Unknown. Un perfecto desconocido para el público que asiste a sus funciones y encuentra cada vez a un intérprete distinto entre el folk y el rock, un extraño para sus parejas a quienes desencanta en el momento en que creen haber encontrado en él un hogar y, principalmente, un desconocido para sí mismo. Con el ímpetu de una piedra rodando a la deriva, deslizándose en una montaña infinita, nada parece capturarlo.

El espíritu de músico escurridizo suele asociarse rápidamente al hombre que teme ser atrapado por el amor de una mujer, como canta Sandro en Ave de paso (1969): Yo quiero vivir como las aves que no pueden atraparse, ni alcanzarse. Luego de volar me detendré a descansar en el ocaso, en otros brazos. Y al salir el sol continuaré y escaparé de tu abrazo, ave de paso. No es este el caso de Dylan. O al menos, no se agota ahí.

Este film nos remite a otro que también propone un perfil de Bob, I’m Not There. Producción que desarrolla su multiplicidad de un modo magistral resolviéndolo estructuralmente: Dylan es representado por seis actores, entre los que se destaca Cate Blanchett en la transmisión de su androginia.

En este caso, la historia comienza con una voz en off, una secuencia entrecortada y el sonido distorsionado de una guitarra. Un niño negro con una guitarra acústica se hace llamar Woody Guthrie. Dice tener once años, haber escapado de casa, no tener padres. Dice cosas que raramente podrían ser dichas por un niño. Canta canciones de protesta y se presenta como artista itinerante. Es el primero de los Dylan que el film propone, y sin embargo, no es Dylan. O es justamente porque no se sabe… El espectador no comprende si lo que está viendo es un delirio, recuerdo o invención. No hay presentación clásica de personaje: nuevamente lo que hay es una fuga.

Los seis actores no retratan una síntesis de sus facetas, realizan una serie de encarnaciones que no convergen. Como dice uno de ellos: “Me despierto siendo uno y me voy a dormir siendo otro”.

Por favor, no me entiendas

Para acercarse a lo nuevo es necesario que algo nos falte.

Si entendemos demasiado rápido clausuramos posibilidades de exploración; por eso, no entender constituye un pasaje indispensable cuando lo que buscamos es descubrir una novedad. Al decir de Sarlo (2025), no entender requiere paciencia y virtud desplegada en el tiempo.

No entender es también un estado subjetivo que aprendemos a soportar cuando nuestro objetivo es entender. Entre esos dos estados —no entender/entender— hay un intervalo de tiempo que no asegura siempre el pasaje de uno al otro: puede ser tiempo ganado, pero también tiempo perdido, de fracaso antes que de adquisición. Requiere, entonces, cierta disposición a la pérdida. Para no entender, es preciso dudar de la primera impresión, de la ilusión de haber comprendido: “El arte exige ese renunciamiento, esa desconfianza”.

No entender nos coloca frente a lo desconocido ofreciendo la oportunidad de ampliar el espacio en el que vivimos y pensamos. A su vez, es una promesa que también puede terminar en traición de lo prometido. Se trata, en definitiva, de un principio compartido por la ciencia y el arte que ataca “la tranquilidad de un sujeto que necesitaría estar seguro en un mundo decodificable y previsible”.

No entender, condición de movimiento.

Pensemos en esta dirección la estructura del deseo.

Para Lacan, el deseo porta un núcleo de no saber. A diferencia de Freud, que acentuaba el carácter reprimido, Lacan subraya lo extraño: el punto en que el sujeto no se reconoce. El deseo, retoma el psicoanalista Juan de Olaso (2024), “es aquello que torna inquieto al hombre y lo empuja a la acción —lo contrario de una actitud contemplativa”. Al mismo tiempo, “el sujeto no puede desear sin disolverse a sí mismo”.

Sobre este núcleo gira Dylan; en un movimiento continuo que se desvía incansablemente.

Acerca de Joan Baez, cantante, compositora y activista, dice en una de las escenas iniciales de A Complete Unknown: “Es linda, canta lindo… tal vez demasiado lindo”. Y lo que al inicio parece una provocación, se resignifica más tarde cuando discutiendo con ella, le dice: “Tus canciones son como cuadros colgados en el consultorio de un dentista”.

La acusa, a fin de cuentas, de haber sido demasiado comprendida, demasiado aceptada. Por supuesto que las canciones de Dylan son reconocidas, sin embargo en su desplazamiento de lugares, estilos y expectativas, logra correrse de ahí y mantener viva su obra. Recordemos su ausencia en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura en 2016. Un elogio al desvío. A la dispersión y la pérdida.

Sin idealizar sus dichos, podemos leer ahí una objeción a la tendencia actual. La pretensión de transparencia, de coherencia, parece empujar hacia aquel mismo destino, a convertirnos en un cuadro predecible.

Se trata de definirse, de ser de ciertas formas: consistente, sólido, fresco, seguro, exitoso (cualquier adjetivo puede venir a ocupar este lugar). Así, nos privamos de las variantes de otros colores y matices.

Ser comprendido alivia. Distinto es volverse legible, predecible.

En otra dirección, el deseo se expresa en su carácter evanescente como deseo de otra cosa, renovándose en el momento en que se cree satisfecho. No se encuentra en el reconocimiento, sino en la dispersión; en la posibilidad de sustraerse.

La obra de Dylan sostiene ese desvío justamente cuando el reconocimiento parece alcanzarlo. En un presente saturado de urgencias por comprender, Bob descubre otro modo de ser. En lo inasible, en el desmarcarse, parece gritar: no me comprendan. Por favor, no trates de entenderme.

¿Quién soy?

El tránsito de Bob Dylan del folk al rock durante la década de los sesenta puede leerse como uno de los episodios más emblemáticos del conflicto entre distintas concepciones del arte, la política y la autenticidad en la cultura popular estadounidense. Más que una elección estética, su viraje sonoro puso en tensión dos modos de entender el compromiso del artista con su tiempo: por un lado, el folk como lenguaje de militancia colectiva; por el otro, el rock como forma de libertad expresiva. Cada cambio fue leído como traición a su origen, como una falta de autenticidad. Pero Dylan parece decir otra cosa acerca del origen: que en él mismo hay movimiento.

Aunque el origen se impone como resultado de infinitas contingencias, este siempre debería permanecer como pregunta abierta. Y es que, como enseña François Ansermet (2024), una vida se inventa a partir de la libertad que nos tomamos respecto de nuestros orígenes, de la posibilidad de no alienarnos a lo sabido, habilitando la transformación: “A cada quien su porvenir, más allá del origen”.

Conocer el origen y advertir su incidencia es imprescindible; al mismo tiempo, la pregunta acerca de quiénes somos debe permanecer abierta, como incógnita, como enigma que se resignifica mientras la vida dura. El descubrimiento del inconsciente lo confirma: es imposible tornarnos completamente transparentes para nosotros mismos, alcanzar una definición acabada de quiénes somos. Ahora bien, este imposible de la identidad no paraliza, sino que causa. Ese vacío funda creaciones, habilita ficciones en torno a la pregunta fundamental que no puede resolverse de una vez y para siempre: ¿quién soy?

I’m Not There, un nombre del deseo

Es posible que las escenas de apertura de un film no sean siempre las más complejas o memorables. Sin embargo, incluso cuando son olvidadas, condensan elementos que exceden la comprensión inmediata y que solo una lectura posterior permite resignificar.

En ambas películas, Dylan aparece de entrada en movimiento: en un tren, en un auto, en fuga. ¿Qué nos dice este gesto? Que en la búsqueda imposible de la identidad, en el intento de comprender por qué nos pasa lo que nos pasa, muchas veces quedamos atrapados en la definición, en lo que creemos que nos asegura un saber.

Se trata de desanudar el vínculo rígido entre saber e identidad, sosteniendo el enigma que esta última comporta.

No entender, recuperar la distancia en la relación con los otros y con nosotros mismos. Al mismo tiempo, Dylan muestra que la politización no pasa únicamente por el contenido temático de una canción, sino también por los gestos formales, las rupturas de estilo y los modos de retirarse de los lugares de representación que otros le asignan. El cine de Haynes capta esta idea: en lugar de explicar a Dylan, lo desarma.

Lo muestra en encarnaciones que no se unifican ni responden a un origen ni a un devenir previsible. Como en un análisis, lo que importa no es la biografía, sino el montaje. El modo en que se articulan los restos, los cortes, la historia.

No se trata de idealizar a Dylan, sino de leer sus movimientos y desvíos como un modo de preservar lo vivo en su obra.

Como advertía Sarlo, hoy es cada vez más difícil no entender, y en eso algo hemos perdido. Ese principio activo exigía responder, incluso desde el fracaso de no comprender que nos empuja a seguir buscando.

En tiempos de subjetividades decodificadas, la figura de Dylan nos transmite la inquietud de la pregunta por el ser y la potencia de sostener la propia identidad como un enigma. En la posibilidad de sustraerse, de no quedar fijado a una definición ni apresado por el reconocimiento, se juega la posibilidad de sostener el movimiento del deseo.