ARTIFICIOS

Un piano de gatitos

Por Mati Segreti
23/11/2021
Hoy sabemos que la Sagrada Orden del Espíritu Santo se ha extinguido, pero para mediados del siglo XVII aún gozaba de cierta reputación. Cazadores de demonios, reconocidos exorcistas, su esfuerzo estaba dedicado a la limpieza interna de la Santa Iglesia Católica.

Solían darse a conocer por la noche, cuando el resplandor de la vela peleaba con la luz de los ojos. Sabían del dolor y transitaban la pena con el orgullo de un fin superior.

Entre los más grandes discípulos del fray Von Vistheghv, fundador de la orden, sobresalía Joan Fritz, quien además de haber practicado una curación demoníaca a un sacerdote inglés en el castillo Vaticano, tenía una obsesión permanente. Estaba convencido de que los Jesuitas representaban al Maligno. Afirmaba que los ángeles del infierno se escondían con ese nombre y que el mismo Lucifer los guiaba en ritos secretos ufanándose de la sangre animal.

El rumor llegó al Papa, que solicitó la presencia de Joan Fritz y lo recibió en audiencia privada. El jerarca se apoyó en su bastón y mientras un colaborador lo ayudaba a sentarse, miró al fraile, abrió sus labios y dijo, “si usted afirma esto sobre los Jesuitas solo queda una tarea, comprobarlo”. Joan besó el anillo regente y se retiró.

Fritz animado por la encomienda papal comenzó con la tarea de legitimar sus dichos.
Viajó por las principales rutas de Europa, recorrió conventos, entrevistó decenas de monjes y las pruebas tangibles se esfumaron en lamentos. Un viejo sacerdote, abrumado por el intempestivo carácter de Fritz, le dijo con vehemencia, “no sé cuál es su inquietud con los hermanos jesuitas, Dios vive con ellos, aunque creo que a tí te ha abandonado”. Fritz no quiso escuchar y vociferó palabras en un dialecto del sur germano antes de abandonar la conversación.

A veces en el ímpetu de conseguir pruebas enfurecía y blasfemaba. Su obsesión se convirtió en pesar, y al cabo de un año de búsqueda la tarea parecía imposible.
Lo tildaron de loco, padeció la burla de superiores, la frialdad de su familia, el desprecio de sus hermanos. Pasó años buscando elementos probatorios, ¡Los jesuitas son el demonio! Sus gritos incomodaban a todos. La propia orden terminó por expulsarlo y el Papa desmintió cualquier tipo de vínculo con el enajenado fraile.

Inevitablemente comenzó a mendigar, se convirtió en un miserable. Su cuerpo arrastraba las dificultades de la desposesión y la enfermedad.

Llegó a Alemania en 1650 para la fiesta de Firtesnplatz. El motivo del festival público era la corrompida felicidad del príncipe. Nada podía con su melancolía, su tristeza parecía definitiva.

Avanzada la celebración un personaje de sotana negra, cerrada al frente con faja marrón, se hizo presente entre la multitud. Acompañado de algunos sirvientes, arrastraba por la calle un pequeño piano. El príncipe observó con desgano. Se colocó frente al desdichado aristócrata y se dispuso a tocar el instrumento. Un dedo del enigmático pianista golpeó una tecla y lo que se oyó impresionó a todos. El desafinado lamento de un gato sustituyó la delicada armonía del piano. La sorpresa fue general. Volvió a tocar, varias teclas esta vez, nuevamente lo que se escuchaba eran más gatos sufrientes que intentaban enlazar una especie de canción. El silencio acompañó la ejecución del pianista y el desgarro de los maullidos.

El instrumento tenía un mecanismo tortuoso, conectaba las teclas con clavos que se insertaban en la cola de los animales encerrados en la caja, produciendo el grito de dolor. Donde debía estar el cordal, se encontraba una fila de pequeños gatos ordenados por una escala tónica y tétrica. A medida que avanzaba la temible melodía, la sangre de los felinos se deslizaba por el aparato. Sin embargo, y a pesar de algunas quejas del público, esa tarde no hubo compasión.
El príncipe, entregado a la sorpresa, rió sádicamente contagiando alegría a la plaza. Los súbditos compartieron la risa, aún reprochados por sus propias almas.

El noble llamó al misterioso pianista de gatos y preguntó cuál era su nombre. El misterioso hombre, que había agradado al príncipe, se presentó: “soy Athanasius Kircher, hermano Jesuita.”

El viejo Fritz, que se había ubicado a pocos metros del piano, escuchó la declaración. Después de décadas de lamentos y prohibiciones, del rechazo unánime y de una vida de humillaciones, había encontrado por fin una prueba, ¿quién sino el demonio podía maltratar de esta manera a esos pequeños felinos?

Con las pocas fuerzas que tuvo gritó ¡Es el diablo! ¡Los jesuitas son el diablo! Pero nadie escuchó, las palmas y los hurras taparon la débil voz del mendigo. Volvió a repetir, pero unos hombres lo arrojaron hacia atrás, confiriendo algunas amenazas.

Esa noche, después del festejo, se lo vio intentando ser recibido por el señor Obispo en la catedral mayor del pueblo, sin embargo fue rechazado. Tres días después fue encontrado sobre la avenida principal, muerto de hipotermia, abrazado a un pequeño gato que maullaba con algo de melancolía.

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