Literatura

Un juego de jogar: Ñe’ẽ

Este es un texto sobre la lengua: sobre cómo aparece lo hablado en lo escrito, sobre cómo se va transformando un idioma y cómo los libros registran esas marcas. Siguiendo una propuesta de Oliverio Girondo, este ensayo propone algunas pistas para poder hacer del castellano un idioma respirable.

Por Francisco Bovio
11 de noviembre de 2025

En 1922, Oliverio Girondo proponía, en el prólogo a su libro Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, hacer del castellano un idioma “respirable”, tener “fe en nuestra fonética” rioplatense. A partir de procedimientos como los de repetición, aliteración y deformación de palabras o conceptos, el escritor vanguardista hacía que éstos se vaciaran de sentido y devinieran sonidos, notas, ruido, devolviéndoles su carácter oral, musical. Sara Gallardo, en su novela Eisejuaz (1971), construye en la voz del protagonista, un hombre que supuestamente habla con Dios y tiene visiones, un castellano contaminado que tiene algo del universo cristiano, algo del indígena, repleto de frases cortas, elipsis, omisiones y errores gramaticales, lo que genera una voz particular, que es reconocible para un lector hispanohablante, y a la vez no. Así hay otros ejemplos como el de Osvaldo Lamborghini en Sebregondi retrocede (1973), Juan Rulfo con Pedro Páramo (1955), entre muchos otros, donde la irrupción de la tradición oral en la construcción de la voz del relato hace que la lengua oficial ya no sea claramente reconocible, especialmente por la operación de mezclarla con modismos y dichos populares de una comunidad determinada o con otros idiomas que entran en relación y chocan con los de las colonias.  

¿Qué sucede cuando la lengua europea es retrabajada desde una lengua latinoamericana? ¿Cómo escritores llevan a cabo esta tarea de descolonizar el lenguaje para que suene más cercano, para que el idioma de origen se distorsione y suene a otro? ¿Se puede considerar una poética latinoamericana a partir de estos desvíos o marcas de lo oral en la literatura? La lengua oficial, en casos canónicos como El gaucho Martín Fierro (1872), de José Hernández, o en diversos ejemplos dentro de la literatura latinoamericana del siglo XX, es mezclada con la voz popular, con las formas de hablar que conservan las comunidades indígenas, o maneras de comunicarse entre locales, paisanos y cristianos, un ejercicio que pienso de profanación, término tomado de Giorgio Agamben, quien lo plantea en su ensayo “Elogio de la profanación” (2005), cuando, por ejemplo, dice: “Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida al uso común de los hombres.” El filósofo invita a profanar el lenguaje sacralizado para que en el camino éste devuelva algo. Este término me interesa relacionarlo con la idea de degradación que plantea Mijaíl Bajtín en la introducción a su libro sobre el escritor medieval François Rabelais, quien en sus textos jugaba mezclando la lengua de la iglesia románica y el habla grotesco y popular utilizado por el pueblo en épocas de carnaval, una forma cargada de insultos renovadores, chistes y onomatopeyas; un desplazamiento que el crítico ruso señala como el momento donde el pueblo jugaba con el cuerpo y las palabras para degradar tanto las jerarquías sociales como el lenguaje, volverlo sonido y sátira renovadora.  

Si hablamos de un texto que haga “respirar” a un idioma, es interesante y se podrían pensar ejemplos y realizar un análisis, pero qué decir de Mar Paraguayo (1992), libro de Wilson Bueno, donde se degradan y mezclan tres lenguas oficiales. Como bien dice Antonio Esteves en su ensayo “Nuevas lecturas sobre marginalidad, canon y poder en el discurso” (2015), a partir de simulacros, donde, “hacer del lenguaje siempre otra cosa, una sorpresa, un híbrido, un múltiplo…”, se gesta no solo un texto novedoso, sino una nueva lengua. La narradora del texto y personaje principal, la Marafona, es una trabajadora sexual que vive en la frontera entre Brasil y Paraguay, cuenta su vida y genera tensión en el relato al narrar la muerte de otro personaje, el Viejo, con el interrogante para el lector de saber si fue ella quien lo mató o no. Desde su voz, se mezclan el español, el portugués y el guaraní, pero que, como explica Juan Recchia Paez en su texto “Tiempo de crear” (2023), no “…encuentran asidero en tanto lenguas oficiales; y una textualidad que opera de manera antropofágica, que devora estas lenguas oficiales y que, por medio del acto de la traducción, las transforma”. En su análisis del portuñol a partir del texto, el crítico trae la idea de la antropofagia propuesta por Oswald de Andrade en el “Manifiesto antropófago” (1928), el texto mastica las lenguas autorizadas a través de la voz del personaje, se mezclan, combinan, y de ese compost lingüístico se gesta una nueva: 

¡Que terror puede ser la beleza! Añaretã, añaretãmenguá. De que monstruosidades y sinistro fascínio es un niño de duros muslos cavalo, a las diez de jueves en diciembre, do lado de lá da rua, bate bate pi´abereté, ô pi´á, coração e el bajo ventre, tĩegui, tĩegui, do lado de la instaurando la convulsión, tuguĩvai, justo ali donde las vizinhas – con más frequência al poente – de costumbre nada vêem que a si proprias penando en nesta vida, siempre antes de la telenovela, al borde de la ventana enquanto los banhistas, con sus esposas gordotas y sus hijos inquietos, llenos de arena, lambuzados de mar y sorvetes con grandes costras de caramelo, van por el, distraídos, por el camino. Tecové, tecové – mis ojos vão y vêem.

En esta cita de la novela se ve cómo los signos, flexiones verbales, artículos y marcas de cada lengua se combinan y ya no se pueden identificar bien una de la otra, terminan por convertirse en una nueva, propia del texto. Hay una indeterminación en cuanto a cuál lengua es la que habla el personaje, y esta duda funciona como un espacio nuevo donde se escucha esta voz fresca, mixturada. Además de lo interesante que se hace en términos gramaticales y de construcción de oraciones, el texto también parece invitar a que se lo lea en voz alta, para ver cómo suena este lenguaje resultado de la mezcla de tres lenguas oficiales; la oralidad cumple un rol muy importante, mismo que el portuñol es una lengua popular, hablada en las fronteras de Paraguay, Argentina y Brasil, de tradición en su mayoría hablada. Cuando el guaraní aparece, lo hace en forma de onomatopeyas que remiten a sonidos de la selva, al canto de las aves, ruidos de la naturaleza ahora escritos, una canción marafa que, como explica Recchia Paez, “…se desarrolla como un conjuro, un ritual aclamado para fuera de sí que nos obliga, ya sea que seamos lectores hispanohablantes o lusofalantes, a leer sus palabras en voz alta”. Un conjuro que se completa cuando el lector lee con la voz lo que la protagonista narra, un pedido del texto a reproducirse con la boca, como si la materia escrita no pudiera terminar de dar cuenta de la mezcla entre lenguas a menos que se la enuncie en voz alta.  

Esta nueva lengua se sostiene a partir de los sonidos residuales de las otras oficiales, pero no tiene reglas claras, el texto juega con el lenguaje, los sonidos caen encima de otros, las aliteraciones se juntan y varían, es una voz que todo el tiempo se está construyendo dentro del relato, al modo de un ñandutí, tejido tradicional paraguayo que se realiza en forma de telaraña: “Acá me siento: ñandu: para urdir en el croché mis rendas ñandutí: ñandu-timichi: mínima florinha que se persegue con la aguja ni que sea el tempo pacientíssimo de unas dos horas…”. Mientras la Marafona narra su propia historia y la relación con el Viejo, ella teje, no es casual: hay un entrecruzamiento entre lenguas oficiales que construyen una nueva, telas distintas que forman un nuevo tejido, y si se piensa en términos textuales, como bien señala Esteves, la palabra texto y tejido comparten la misma raíz etimológica: tejer. El texto va creciendo a medida que la Marafona realiza el ñandutí y cuenta su historia, hay una importancia vital del cuerpo para este texto: la voz que completa la lectura, el cuerpo de la protagonista que teje ñandutí, las lenguas oficiales y las populares que se mezclan, como explica Recchia Paez: “Cuerpo y lenguaje se tejen en el relato a modo de un ñandutí complejo e intrincado […] opera sobre una materialidad muy concreta compuesta por cuerpos y lenguajes”. En esta mescolanza lingüística es desde donde brota y se expande el texto, la Marafona teje su relato mezclando registros de la lengua culta o literaria con el lenguaje popular, lo escrito se funde en lo oral y en la representación escrita de esa oralidad. 

Hay una tradición coloquial, la del portuñol y el guaraní, que encuentran lugar en este texto, algo que antes, por ser lenguas populares, orales, no letradas, no eran permitidas dentro de la literatura latinoamericana, esta experimentación del autor brasilero entre fronteras mezcla lo popular con lo oficial, profana las lenguas para volverlas al uso común, para que otros escritores dispongan de estas voces para escribir más literatura que pueda contener y utilizar la potencia renovadora de las lenguas de los márgenes, por momentos olvidadas.  

Quisiera volver al texto que el crítico Bajtín escribe sobre Rabelais y su novela Gargantúa (1534), donde habla de que, cuando el pueblo entraba en carnaval, los insultos, las onomatopeyas, los chistes, la sátira, servían para destruir la seriedad oficial y liberar la consciencia, el pensamiento y la imaginación humanas, quedando así disponibles para el desarrollo de nuevas posibilidades lingüísticas. Rabelais recoge los dialectos, refranes, onomatopeyas de la boca de la gente común y de los bufones, y pone a funcionar todo eso que escucha en sus textos, construye la voz de los personajes con ese material vivo, que casi más que leerse, se escucha. Bajtín rescata estos modos populares porque degradan lo sacro, lo oficial, la institución, hacia lo terrenal, renuevan la relación alto y bajo, lo contradictorio, a la manera de la Marafona de Bueno, y también las parodias, inversiones, profanaciones que se llevaban a cabo en ese carnaval del medio Evo. Claro que acá hay una distancia con la ciudad letrada en América Latina, pero sirve para ver cómo el lenguaje de la plaza, de las calles, de los almacenes, en estos casos, ingresan a la literatura, y cuando lo hacen, ésta se revitaliza, vuelve a respirar. 

La novela de Wilson Bueno es una bocanada de aire fresco en términos de construcción de voz para la literatura latinoamericana, es un hallazgo de cómo trabajar con lenguas oficiales, y tras degradarlas, mezclarlas, hacer que suenen de otra forma, una ensalada lingüística que gesta una nueva lengua dentro del relato. Si el origen de la voz latinoamericana es oscuro, imbricado, cambiante, el autor brasilero profana lenguas oficiales cristalizadas para deformarlas, oscurecerlas, un movimiento profanatorio donde la literatura también es oralidad, voz, cuerpo.