Artificios
Teoría del Cable
Por Máximo Cantón y Manuel Cantón
24 de agosto de 2023
Si he de vivir, que sea sin timón y en delirio.
Mario Santiago
- Hay un cable que conduce la energía social. Por ahí corre el presente puro: disperso, informe, voltaico, peligroso. Esa energía es una propiedad emergente de la sociedad; todos contribuimos a generarla, pero nadie puede dirigirla. Nos excede, como el todo es más que las partes, como el cardumen excede a los peces.
- En Sociología y filosofía, Durkheim dice: “las fuerzas que así se provocan, [por relación entre conciencias individuales], precisamente porque son teóricas, no se dejan fácilmente canalizar, acompasar, ajustar a fines estrechamente determinados; experimentan la necesidad de expandirse por el hecho de expandirse, por juego, sin objeto, aquí en forma de violencias estúpidamente destructoras, allí, de locuras heroicas”.
- Algunas personas —en general artistas, pero no únicamente— se agarran de ese cable. Con una mano, reciben la descarga de la energía social; con la otra, producen obra. De esta manera interpretan —en sus dos sentidos: entienden y encarnan— el presente.
- Los artistas que agarran el cable le dan lenguaje a una época. Cuentan lo que ya es, pero todavía no tiene nombre. Cuando en 1983 Charly García sacó Clics modernos, no contó nada que no hubiera ocurrido ya —el retorno de los exiliados, la inestabilidad democrática, el desafío a la dictadura genocida; en fin: 1983—, pero lo hizo de manera tan nítida, con precisión de vigía y rabia de rapaz, que en ese momento pareció un mensaje venido del futuro, el único lugar que permite esas perspectivas: así somos.
Hoy ese disco es una instantánea del pasado. No solo evoca, sino que también transporta. Nadie en 1983 —salvo Charly— debe haber vivido su época en esos términos; pero con Clics modernos pareciera que podemos, por un momento, vivir toda esa época, toda a la vez.
- Esta perspectiva cenital sobre el presente es difícil de transmitir. No es un relato sucesivo y no responde a la causalidad; construye sentido como las imágenes, simultáneamente, en todas las direcciones a la vez: el mundo constelación.
Quizás la que mejor representó esa perspectiva fue Joan Didion. Empieza su ensayo The White Album diciendo we tell ourselves stories in order to live, y después procede a componer, con el mismo desapego marciano que casi la condena a la internación psiquiátrica, el caleidoscopio de su época: rockeros malditos, asesinos seriales, militantes estudiantiles, actores arribistas, profetas californianos, panteras negras, drogadictos geniales, todo, todo, todo junto, y esto era así, pero es tan difícil de contar y es tan difícil de entender que solo intentarlo puede liquidarte.
- Durkheim otra vez: “la sociedad es la que lo impulsa u obliga (al individuo) a elevarse así por encima de sí mismo, y es ella también la que le proporciona los medios para hacerlo. Solo porque la sociedad tiene conciencia de sí, sustrae al individuo de sí mismo y lo arrastra a un círculo de vida superior”.
El resaltado es propio.
- Ese ejercicio de traducción simultánea, de la energía social a la obra y de la obra de vuelta a la sociedad, es a la vez dañino y placentero, desgastante y extático. Los humanos no estamos hechos para manejar voltajes de esa magnitud: recibir esa descarga puede matar.
- En 1999, poco después de publicar Los detectives salvajes, Roberto Bolaño dio una entrevista pública en la Feria del Libro de Santiago de Chile. Ahí, en la suma de sus poderes y a la vez muy cerca de la muerte, brillando desde adentro de forma inquietantemente literal —cualquiera que vea el video puede atestiguarlo—, dijo:
“Yo creo que todos los escritores, incluso los más mediocres, los más falsos, los peores escritores del mundo han sentido durante un segundo la sombra de ese éxtasis (poético). Sin duda el éxtasis no lo han sentido. El éxtasis quema. Y alguien que lo siente durante un segundo y luego retorna a su mediocridad existencial es evidente que no se ha metido. Porque el éxtasis es terrible. Es abrir los ojos ante algo que es difícil de nombrar. Y difícil de soportar”.
Es evidente: habla desde la experiencia.
- La unión entre el artista y el cable no es permanente. De hecho, lo más normal es que ocurra por poco tiempo: hace falta una constitución especial para resistir ese voltaje. Fito Páez solo lo consiguió por un par de años, pero le alcanzó para sintetizar el primer menemismo en El amor después del amor.
- Sin embargo, también es cierto que un cable con ese nivel de tensión no se suelta fácil. La gente se queda pegada. En general, soltarlo no es una elección voluntaria, o es en todo caso una elección rotunda (la obra o la vida). Quienes lo hacen —y retienen cierta lucidez a pesar del daño— creen que han hecho bien, pero también extrañan.
- Fito Páez otra vez, en el programa de radio Todo Pasa:
“En algunas casas, cuando hay tormenta y se corta la luz, salta el fusible. Charly sería, creo, un fusible, no solo de la música, sino de la cultura argentina. Cuando está sucediendo algo clave, Charly se tira de un piso nueve. No es solo una cuestión personal entre él, la aventura y su vida marital. Hay una conexión que tienen algunas personas. (…). Una persona que hace eso te está avisando: el fusible de la casa salta y te avisa (…). Cuando habla del show de los muertos, en el 73, también te está avisando. Te dice: guarda, esto va a pasar acá, ya está pasando. Y en ese sentido, creo que cuando a un fusible le das, y le das, y le das, en algún momento se puede quemar”.
- No es necesario agarrar el cable para ser un gran artista. Saer —para muchos, el mejor escritor argentino de la segunda mitad del siglo XX— nunca agarró el cable, y nadie duda de su genialidad. Spinetta tampoco. Torre Nilsson tampoco.
A la inversa, también es posible agarrar el cable y no producir grandes obras. Esto es incluso normal: casi nadie tiene la capacidad de canalizar esa energía. Algunos solo reciben una patada; muchos se lastiman; unos pocos sufren, arden: enloquecen.
- Los locos y los artistas tienen mucho en común. Ambos grupos —que frecuentemente se entrecruzan— paran las antenas, recogen lo existente y lo reordenan a su gusto. Los locos usan retazos del discurso social para construir su delirio; por eso, dependiendo de la época, pueden creerse Napoleón, Elvis, o hijos de desaparecidos. Los artistas hacen lo mismo, pero construyen obra, que es una forma metódica y comunicable del delirio.
- En 1934, Lucia Joyce, hija de James Joyce, fue diagnosticada con esquizofrenia. Poco tiempo antes había empezado a escribir compulsivamente: notas, cartas, balbuceos. Sus herederos se ocuparon de quemar todo, así que lo único que llegó hasta el presente es una anécdota, casi con seguridad apócrifa.
Cuentan que, ni bien se desató su enfermedad, James Joyce llevó a Lucia a consultar a Carl Jung. Llevó también los papeles de su hija, y una intuición: esos textos se parecían a los bocetos de una novela que él mismo estaba escribiendo y que no se publicaría hasta después de su muerte: Finnegans Wake, su texto más arriesgado, tan vanguardista que se dice —con bastante razón— que es completamente ilegible.
Jung contrastó los escritos del padre y de la hija. Después dijo: “Sí, se parecen. Pero donde usted nada, ella se ahoga”.
- Los locos tropiezan; los artistas juegan a tropezar. Lo que no significa, claro, que no puedan caer en serio.
- Por eso a veces aparecen figuras intermedias, personajes que, coqueteando con el arte y la locura, trastabillan torpemente, se mantienen a flote con un pataleo desesperado. No es raro que sirvan como fuente para otros artistas. Macedonio Fernández, Neal Cassady, Jacobo Fijman o Mario Santiago produjeron poco, o disperso, o malo; pero sirvieron como mediadores para que otras personas accedieran a la energía social —al cable— sin quemarse.
Son adaptadores. Ellos asumen el costo; otros hacen obra.
- Por supuesto, más de una persona puede estar agarrada al cable a la vez. Mientras Charly García componía algunas de las canciones de Clics modernos, Rodolfo Fogwill escribía Los pichiciegos. De esa simultaneidad surge la afinidad extraña que hay entre sus obras, y que no se da con otros de sus contemporáneos. Aunque hacían cosas muy distintas, durante los ochenta, a Charly y a Fogwill les estaba pasando lo mismo.
- Sin embargo, aunque esa afinidad puede darse, no es obligatoria. Las épocas son complejas y sedimentarias; están atravesadas por impulsos contrapuestos, y sus intérpretes tienen manías e intereses. Por eso puede ocurrir que Chano construya el macrismo —por imaginario, por cronología, por estética, por final— al mismo tiempo que Carlos Busqued —el twittero más que el escritor— lo demuela.
- Agarrarse al cable no es sinónimo de popularidad. Más precisamente: la fama no es un indicador fiable. Sin embargo, cierto grado de éxito es, en circunstancias ordinarias, esperable: cuando un artista inventa una lengua, se dirige a su público, y este se descubre bífido, la respuesta suele ser positiva. El Indio Solari es el ejemplo más obvio.
- Charly García, entrevistado por Juan Alberto Badia para Badia & Cia en 1983:
“No creo que yo tenga talento. Creo que el talento viene de un lugar que no conozco. Yo no decidí ser músico, no decidí nada de lo que me está pasando. O sea, a partir de que uno es músico, decide ‘quiero tocar rock’ o ‘quiero tocar música clásica’. Esa es una decisión que hice en un momento de mi vida. Pero las canciones vienen de un lugar que no conozco. No puedo recrear esos momentos matemáticamente o intelectualmente. Creo que lo que tengo es una percepción o una sensibilidad o un canal abierto para que toda esa polenta, todas esas cosas que piensa la gente, esas cosas que a veces vienen de más arriba, puedan transmitirse y salir fluidamente. Cuando uno tiene ese parlante bueno, ese parlante que no distorsiona, la gente escucha”.
- Pero no alcanza con la fama: hace falta un paso extra, una mezcla entre don profético y vulnerabilidad irreductible. Marta Minujin es indudablemente más famosa que Federico Peralta Ramos; pero ella es una importadora ocurrente, más o menos simpática, y él —sin duda, sin duda alguna— es cable.
- Por eso Lucrecia Martel, estrenando La ciénaga —una historia sobre una gran casa que se cae a pedazos, sobre una familia condenada a sí misma— en abril de 2001, es cable, y lo mismo Bielinsky con Nueve reinas. Pero Llinás no es cable, ni tampoco Alan Pauls, por más geniales que sean. Calamaro seguro (hasta es fechable: 1996-2003), y Pity Álvarez, y quizás Bléfari (“Siempre tengo la sensación de que cada momento que vivimos es histórico…”); pero no hay duda de que Divididos, por mucho que nos guste, no es cable, y Silvina Ocampo tampoco.
- Es probable que Gardel estuviera agarrado al cable —no así Sandro, aunque nadie duda de su carisma—, y Leonardo Favio también. Durante los setenta, Francis Ford Coppola se agarró al cable; y después de Apocalypse Now, casi muerto, lo soltó, con los resultados que todos conocemos. Scorsese, director extraordinario, no sintió esa descarga —en Taxi Driver el cableado es Paul Schrader—, pero sabe reconocer a los que sí: Fellini, Kurosawa, Herzog. Y qué decir de Borges: un hombre que con las ruinas de su pasado quiso contar el futuro (la posdata de “Tlön…” grita adelante). Durante diez años Borges se dedicó a ese ejercicio goloso; cuando levantó la cabeza de su escritorio, estaba ciego.
- Hay que tener cuidado.
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