Pantallas
Sobre la caída y el aterrizaje
Por Francisco Calatayud
15 de mayo de 2024
La caída
La Haine es una película corta. Una hora y media nada más alcanzan para lograr una obra maestra, en blanco y negro, sin ninguna espectacularidad. La película está basada, cuenta el director, en un caso real sucedido dos años antes del estreno (1995) en Francia, donde la policía mató a un joven manifestante de 17 años. Pero cuenta también que esto mismo se volvió a repetir en las semanas siguientes, y se repite acaso periódicamente hasta el día de hoy. Antes del montaje inicial que presenta la película, se escucha a Hubert, uno de los protagonistas, contando la historia de un hombre que cae desde un piso 50, y mientras lo hace se repite para sí “Hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien”, pero lo que cuenta no es la caída, sino el aterrizaje. Hoy voy a intentar discutir esa última idea, sin hacer más que reafirmarla.
Luego del montaje con las protestas y Bob Marley vamos a una placa en negro con la hora, mientras de fondo se oye un leve tic tac. Este recurso es usado durante todo el film, que transcurre en un solo día, y a pesar de que las apariciones de las placas parecen casi caprichosas, nos marcan algo muy claro: algo va a suceder, pronto; de hecho, ya está sucediendo. La película como tal empieza con Säid, otro de los personajes, abriendo significativamente los ojos. La historia lo sigue a él, un arabe que vive en los suburbios de París y que tiene a sus hermanos ya presos, junto a sus amigos: Hubert, un afro-francés que vende hachís y boxea para ayudar a mantener a su familia y sueña con salir del barrio, con una vida mejor; y Vinz, un judio que vive con su abuela y su hermana, completamente compenetrado en la batalla campal contra la policía que los reprime en las constantes movilizaciones en contra del gobierno. Cuando Säid abre decididamente los ojos, la trama empieza a sucederse. La noche anterior, nos cuentan las noticias justo antes de esto, la policía hirió gravemente a un joven de 16 años en una manifestación, que, luego se nos revelara, era del mismo barrio que los protagonistas. Esa misma noche, un policía perdió su arma reglamentaria en la protesta, y a la media hora de película, Vinz revela que él la tiene, y que en caso de morir Abdel, el joven herido, ahora en coma, la usará para matar a un policía.
A partir de este dato la película va construyendo tensión alrededor de Vinz y su enojo frente a la situación que sufren él y sus vecinos. El director se esfuerza por mostrar los edificios brutalistas construidos para resolver la crisis habitacional que sufrió Francia y a dónde fueron a parar la mayoría de los inmigrantes llegados de las ex-colonias luego de la Segunda Guerra Mundial, utilizando al hip hop y a toda su estética para caracterizarlos más aún. De la misma manera que muestra estos lugares con planos amplios, cuando los personajes deben ir a París por una noche los planos se tornan más cortos y omiten lo que por lo general nos tienen acostumbrados las películas en la ciudad de las luces. Para nuestros personajes París es un encierro. Los observa y los enjaula al reconocerlos claramente como extranjeros. El final de la película, desde los ojos de París como sujeto, ya estaba cantado desde el principio. En el, luego de idas y vueltas, Vinz termina muerto por accidente de un balazo de un neo nazi, al que Hubert le devuelve gentilezas muriendo también en el intento. Ante este horror, Säid no puede hacer más que volver a cerrar los ojos, mientras la misma historia del hombre que cae 50 pisos se repite, y el estruendo de un disparo precede a la conclusión: lo que importa es el aterrizaje.
Es acá donde se debate una idea sartreana que para mí es, en gran parte, la clave de esta película. ¿Hay limitantes para la libertad o es irrestricta? ¿Existe un destino al que caminamos ciegamente o tenemos la posibilidad de elegir? ¿Somos responsables de nuestros actos o somos solo una consecuencia de los que hicieron de nosotros? ¿Podrían ser todas las respuestas correctas? La idea de la libertad sartreana es bastante radical. Somos lo que hacemos, y esto es así porque somos libres de hacer cualquier cosa. El traidor es traidor por más que haya tenido que ser torturado para convertirse en uno, y el artista no es juzgado por su genio sino solo por su obra. Simone De Beauvoir, quien continuó el desarrollo sobre su teoría, logró hacerlo recapacitar aunque sea levemente sobre la importancia de la situación a la hora de juzgar los actos morales. El hombre es libre y responsable, sí, pero depende de ciertas situaciones materiales y objetivas que lo inclinan más a realizar algunas acciones que otras y a sentirse de una manera determinada. La película, al darle tanta importancia al lugar, no como espacio fáctico sino más bien como terreno filosófico, nos da la pauta de que la situación no solo importa, sino que para algunos lo es todo.
Frente a la aparición del arma, los personajes se ven enfrentados en sus posturas: Hubert no quiere más conflicto, repite que la haine attire la haine (el odio engendra al odio), y que hay policías buenos que no son responsables por lo que su colectivo haga, mientras que Vinz responde que él es de la calle, y que la calle le enseñó que si ponés la otra mejilla te cojen por el culo. Entiende entonces como su responsabilidad responder quitando un ojo por un ojo, a pesar de que, como su amigo le hace notar, la batalla es y será siempre desigual e imposible. En Vinz vemos a un hombre ya desconfiado de cualquier código moral, decidido a hacer lo que tiene que hacer para cumplir con su responsabilidad: oponerse al régimen que los oprime. Hubert, en cambio, cree ver otra salida y confía en la posibilidad del ascenso social y económico, separándose así de su situación y haciéndose responsable de sus propios actos individuales. Este bien podría ser uno de los ejemplos que presenta Sartre en El existencialismo es un humanismo. Ninguna de las dos posturas va en contra de lo que propone su filosofía, ninguno de los dos es un pobre indefenso. Ambos se hacen cargo de su lugar y de sus acciones, y saben muy bien el peso que ellas cargan. Pero el final de la película nos ayuda a discutir muy fácilmente estos postulados.
Säid abre los ojos y decide enfrentarse al mundo real. Al final, cuando los vuelve a cerrar, el mundo real se vuelve a clausurar, y nos permite volver a repetirnos cómodamente que hasta ahora, todo va bien. En esa misma escena, los dos personajes con posturas antagónicas acaban teniendo el mismo final, a pesar de que toda la película giró en torno a sus opiniones sobre cómo actuar frente a la violencia. Al final, lo que importa, es el aterrizaje. Ambos mueren, y a pesar de cualquier aprendizaje que puedan haber tenido durante la película. Sus condiciones materiales los tenían atrapados desde un principio, y el final ya estaba explícito en el comienzo. Las placas con las horas eran casi indiferentes, el número podría ser cualquiera, el tiempo no corría; el hecho, en más de un sentido, ya estaba consumado. El factor que supuestamente iba a desencadenar la violencia de Vinz, la muerte de Abdel, termina siendo una bala de salva, pero las consecuencias de esa violencia ya estaban en marcha, sucedida o no.
Dice Borges en Deutsches Requiem, parafraseando a Schopenhauer, que “(…) todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad.” Desde esta perspectiva, la muerte de los dos, a pesar de sus intenciones, es solo una consecuencia de sus actos, y en ese sentido no es más que una decisión.
A pesar de que el concepto de voluntad schopenhaueriano tiene muchas más capas de análisis, y más todavía entendido, como en este caso, desde Nietzsche como voluntad de poder, resaltar acá que al fin y al cabo todo lo que los personajes sufrieron no era más que la condición humana. experimentar al deseo y sublimarlo, y que este se ve más resaltado frente a la carencia es quizás suficiente. La única manera de escapar de este sufrimiento, decía el alemán, era mediante la contemplación estética, que nos permite entrar en una especie de paréntesis que apaga las pasiones. Esto puede verse reflejado también en la película por las secuencias más largas en las que aparecen, por un lado, DJ Cut Killer haciendo scratch con vinilos y por otro unos jóvenes haciendo breakdance. Son los únicos remansos reales dentro de la película, escenas en donde lo importante es la contemplación estética. Pero Borges siempre coqueteó también, quizás más aún, con otra idea que me interesa recuperar ahora, que a pesar de proponer como Schopenhauer una teleología infalible para la condición humana, le quita muchísimo peso a la responsabilidad en las acciones.
El aterrizaje
En Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, Borges busca expandir sobre la historia del sargento Cruz, compañero de Fierro, protagonista del poema gauchesco original de Hernandez. En su cuento, Borges nos cuenta sobre el padre de Cruz, y completa la historia del personaje hasta llegar a la famosa noche en la que decide que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente, y se une a Fierro para defenderlo y salvarlo. “Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.
Esto dice Borges aquí, pero no es el único texto en el que habla sobre un hombre que de una vez por todas conoce lo que ya le estaba predestinado. Esta idea es una constante en su literatura. Quizás mi traducción literaria favorita de ella es cuando en su poema a la luna dice, y parafraseo, que ella es el símbolo que permite a los hombres escribir su verdadero nombre. En la literatura de Borges está siempre cerca la idea de lo absoluto, que para ser tal debe estar siempre condensado. Acaso el deseo siempre se basó en la posibilidad de encontrarlo, ya sea en Dios, en una moneda, en un nombre, ya sea en un instante. En el cuento que acá trato, lo absoluto se muestra para Cruz de esta última manera. En ese solo acto, que es su símbolo, -esto es muy sartreano, si se quiere- Cruz oye su nombre y ve su cara, en fin, sabe para siempre quién es.
Pero Borges deja muy claro que esta definición no llega por el simple hecho de que Cruz decida defender a Fierro o no, sino que toda su historia, aunque la desconozca, lo llevó a ese lugar. Lo mismo sucede en Deutsches Requiem, donde al soldado nazi, a punto de morir, no le alcanza con pensarse la conclusion logica de una tradicion familiar ni de un proceso historico de formación de un pueblo: el -y el Tercer Reich entero- no es más que un paso adelante en la historia del mundo, implicando así que no habia otra opcion posible, ya que sin importar quien sea el martillo y quien el yunque, han forjado una epoca implacable.
Esta suerte de determinismo, de todas maneras, no oculta que depende de un fundamento que es en última instancia arbitrario. El momento en el que Cruz se dió cuenta de quién era en verdad en realidad podría haber sido cualquiera, así como finalmente en La Haine no fue la muerte de Abdel la que desencadenó la violencia. La realización metafísica, el peso simbólico del hecho en la vida de los dos protagonistas, sucede por un hecho fáctico indeterminado, en tanto no es la específica concatenación de eventos la que produce las consecuencias. El plano empírico es, aunque no irrelevante, intercambiable. Las determinaciones fijadas desde un principio son ontológicas, pero son también resultado de condiciones estructurales que definieron el sentido de ese ser que son. Frente al proyecto existencialista, liberador, que ve al hombre como pura posibilidad, estas dos obras presentan un esencialismo ontológico pero no como un modelo deseable, sino como un diagnóstico. A pesar de la pura nada que somos o de la autenticidad de la existencia resuelta, hay fuerzas en juego más potentes que cualquier libertad, para bien y para mal. Lo importante no es tanto la capacidad de la acción para cambiar las condiciones materiales, sino más la capacidad del hombre para, frente a un hecho, desvelar el complicado entramado de relaciones simbólicas y estructurales que, aunque invisibles, nos definen.
Ya cerca de la Patria gracias a Borges y a Hernández, lo planteado por estos dos trabajos nos puede ayudar a analizar muchos ámbitos de nuestra realidad, desde la discusión sobre el garantismo hasta el rol del cine y el cierre del INCAA, pero eso se debe también a la cantidad de frentes filosóficos que vemos abiertos hoy en el plano nacional, sin ninguna conducción real que los articule. Mucho se habla de quién será el profeta que haga caminar al pueblo argentino en el desierto. La moneda está en el aire, se dice, y falta todavía el instante, el acto, la noche en la que el pueblo argentino oiga su nombre y vea su cara. En tiempos de tanta crisis, quizás principalmente identitaria, es importante que la discusión sea transversal a todos los ámbitos de lo argentino como tal, pero la falta de homogeneidad en los criterios y muchas veces el simple desconocimiento logra que los progresos logrados por estas discusiones sean solo anecdóticos. El origen ordenante es cada vez más oscuro, mientras nosotros pataleamos esperando algo que nos lo revele. A partir de unos pocos hechos algunos intentamos descubrir la trama simbólica que presiona desde lo absoluto, pero la realidad es que ese hecho en el que el velo finalmente cae parece no haber sucedido aún.
Quizás lo único certero que se puede decir sobre nuestro recorrido nacional es que esencialmente somos testigos de un eterno retorno de lo mismo; casi como si la historia nos hiciera repetir cíclicamente los mismos procesos para probar si podemos desentrañar la clave de lo que significa el ser argentino. Una dialéctica sin resolución que prueba con vigor al logos heraclíteo. A pesar de todo lo pochoclera (o mala) que pueda ser, Muchachos, la película de Casciari del Mundial, tiene al final un monólogo muy lindo, en donde dice que aquel 18 de diciembre nos sorprendimos por vernos como un país que se reconoce. Luego de eso, al año siguiente, también en diciembre, los argentinos tuvimos otro momento en el que nos vimos sorprendidos al reconocernos, sintiendo que la historia se volvía a repetir y que los actores, otra vez, eran los mismos. Pasaron poco más de cinco meses desde ese instante que para muchos significó un olvido del nombre, una pérdida del rostro de lo argentino, y somos esos mismos los que esperamos que en un acto lo volvamos a recuperar, mientras caemos y repetimos, como siempre, que hasta ahora todo está como el orto. Ese acto, el aterrizaje, lo que cuenta, es irrelevante, porque como en La Haine, implacable y desde un principio, ya está sucediendo. Solo queda saber si, como Cruz, sabremos para siempre quiénes somos, o continuaremos cayendo, por caer nomás.
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