Feminismo
sexo, muerte, disidencia
Por Dante Sabatto
2 de febrero de 2025

Desde el Foro Económico Mundial, desde el núcleo estúpido del poder, desde la corte donde los emperadores caminan desnudos sin pudor, se cierne sobre nosotres una sombra. Es la misma sombra de siempre. El discurso del presidente opera con una lógica perversa: su estructura es la del mamarracho, su contenido es un enchastre, una superposición de lugares comunes cuya misma profusión denuncia su objetivo. Propagar la paranoia. Es un discurso sin ausencias, sin huecos, total. Es un discurso perverso sobre la perversión. Asocia homosexualidad con pedofilia, transexualidad con depravación. Las palabras no son dichas, sino disparadas. Ya conocemos el discurso mataputos.
El sexo da de qué hablar, siempre. Es la principal (casi la única) tesis de Foucault en el primer volumen de su Historia de la Sexualidad: que más que represión y silencio, este tema produce una multiplicidad infinita de palabras. Esos discursos pertenecen a diversos órdenes: médico y jurídico, por supuesto; humorístico, con facilidad; poético, cuando la erótica se escribe; performativo, cuando se susurra; fascista, cuando se combate.
La sexualidad genera debate, lo que es curioso, porque su ejercicio no está tan vinculado al habla. La lengua suele destinarse más bien a otros fines. Solemos creer, sin embargo, que hay algo de la gramática de los cuerpos que se puede traducir a la gramática de las palabras; incluso, que se debe. Se vuelve necesario persuadir sobre lo que debería ser evidente: la existencia de una pluralidad de sexos, que sólo parcialmente se vuelven distinguibles bajo la forma de identidades, nombres, categorías.
Esta pasión discursiva no es sólo propia del campo normativo (las instituciones) ni del encuentro entre este y el campo anormal (nosotres). Dentro de ese espacio siempre indefinido que sólo por error se puede describir como “un” colectivo, los debates son igualmente persistentes. Más aún cuando se trata de un problema estratégico y de carácter existencial.

Una característica de la época es la creciente desaparición de los espacios cerrados donde estas discusiones puedan llevarse a cabo. No es una característica metafísica, sino material, técnicamente mediada y socialmente instanciada. Si alguna vez existió la posibilidad de que una conversación fuera tenida con cierta certeza de estar al resguardo de otros oídos, esa posibilidad hoy se encuentra clausurada. Eso vuelve a todo discurso necesariamente táctico, en el sentido de que ingresa por la fuerza a un campo que siempre es de batalla. En estas condiciones, hablar de algo tan íntimo como el sexo, el género, el deseo, se vuelve infinitamente problemático.
Mientras tanto, el presidente da un discurso mataputos. Es televisado. Su crítica es televisada. La crítica de su crítica es televisada. Todo se habla en los mismos tonos, como si se tratara de un chisme, de una anécdota menor.
No es secreto el mecanismo en torno al cual gira el discurso del presidente. Es antiquísimo, remanido, es una que sabemos todes. Lo nombramos como “mataputos” con precisión y sin ánimo clickbaitero. Es el discurso que asocia dos elementos: la sexualidad y la muerte. Ese es siempre el Problema, con Pe mayúscula: la ruta que conecta el corazón del deseo con el fin de la vida.
¿En qué disienten las disidencias? ¿A qué decimos que no? ¿Y a quiénes alcanza ese no? ¿Por qué es un problema que alguien desee, que alguien se oriente, que alguien elija, que alguien descubra que es?
Más explícitamente, la filosofía conoce como uno de sus temas esenciales la pregunta ¿por qué obedecer? Bien: ¿por qué desobedecer a aquello que la sexualidad normativa demanda? ¿Por qué desobedecer a la heteronorma? ¿Por qué desobedecer al médico que vio y midió un cuerpo y pronunció un sexogénero? Y, lo que es más interesante, más eróticamente atractivo y políticamente activo: ¿cómo hacerlo? ¿Cómo desobedecer? ¿Con responsabilidad, o con pasión, o con duda, o solos, o acompañados, o en público, o en secreto, o con orgullo, o con vergüenza, o como podamos, o como debamos, o como deseemos?
Estas preguntas son tácticas. Definen un Problema en dos dimensiones: espacial y temporal. Quisiéramos pensar este Problema; decirlo y hacerlo hablar y hablar de él. A sabiendas de que las palabras no serán suficientes.

El Espacio
“¿Quién de ustedes es un puto integrado?”
Carlos Correas en Ha Muerto un Puto
Los discursos sobre el sexo comparten mucho con la topología. No debería sorprender: es una disciplina que tiene entre sus categorías analíticas centrales el agujero. La sexualidad, además, ocupa un lugar peculiar en la disposición de las cosas. Por un lado, está en el centro, en la medida en que su ejercicio es un componente inextricable de la reproducción social; y esto ya es problemático, en tanto esta no es ya su única función, y mucho menos la más frecuente. Por otro lado, requiere cierta economía del secreto o la discreción: sólo algunas partes de la sexualidad pueden ser desplegadas en público.
Esta complejidad se prolifera cuando pluralizamos el término y hablamos de sexualidades. ¿Cómo sería el mapeo cognitivo del deseo sexual? ¿Es la heterosexualidad una única Cosa, un monolito? ¿Es todo lo que se encuentra fuera de ella lo mismo? ¿Es la frontera hermética o porosa? Desde el inicio: la heterosexualidad es una sexualidad que casi no se reconoce como tal; el término sólo aparece cuando hay Muchas.

Dentro del campo de la diversidad, este problema se ha planteado bajo el nombre del problema de la asimilación, la integración, la diferencia. Existen argumentos muy serios sobre la posibilidad de mantener un estricto aislamiento, una profilaxis social. Este separatismo es característico de algunas tendencias del feminismo de la segunda ola, por ejemplo. No es sorprendente hoy ver rehabilitados los textos de autoras como Andrea Dworkin, que, pese a no ejercerlo explícitamente, se ha convertido en la santa patrona del feminismo “radical” transfóbico. Son posturas militantes, pero casi militaristas; pragmáticas, en el sentido de que la sexualidad aparece como un ejercicio consciente, desligado del deseo. Sus contactos criptofascistas, transodio mediante, no deberían sorprender.
Pero esta no es la única forma de insistir sobre la diferencia. Con una modulación completamente opuesta (académica, queer), pero una orientación compartida (revolucionaria), es la concepción que han explorado autores como Lauren Berlant, Leo Bersani y, paradigmáticamente, Lee Edelman. Sus textos son polémicas contra un diagnóstico: el de un asimilacionismo gay, una integración de sectores LGBT dentro de la Vida Normal. La asimilación se asocia muchas veces a las conquistas: matrimonio igualitario, adopción, reconocimiento legal de la identidad de género. Los debate sobre estos temas son complejos y más profundos de lo que parece: en el caso de la adopción por parte de parejas del mismo género, su objetivo es evidente. Pero, ¿es necesario que el Estado me identifique con una X en mi Documento? ¿Qué gano con eso, comparado con lo que pierdo (la posibilidad de que no me señalen si no lo quiero?
Radicalmente antidialéctico, Edelman propone en un libro titulado No Future, y subtitulado “teoría queer y pulsión de muerte”, que la asimilación no es posible. Ni siquiera que no es deseable, sino directamente imposible. La homosexualidad, necesariamente irreproductiva, no será nunca completamente capturada por el dispositivo normativo. (Nos encontramos aquí con nuestra amiga, la Muerte, bajo el ropaje de la pulsión.)


Creemos que estas lecturas subestiman la capacidad de subsunción de la Vida Normal. Pero es fácil burlarse de esas posiciones, y no es nuestro objetivo hacerlo, por dos motivos. El primero es que consideramos, en espejo, que las posturas “asimilacionistas” (si vale llamarlas así) sobreestiman la capacidad de subsunción de la Vida Normal. El segundo motivo es que encontramos crecientemente persuasivos los llamados a una separación, ante el certero incremento de la violencia. (Imaginamos, en todo caso, una separación táctica, no ontológicamente determinada). Y, sin embargo, las condiciones de la época hacen que esta separación sea crecientemente improbable.
No por nada el discurso del presidente apunta sobre dos casos puntuales: una pareja de varones gays, por un lado; personas trans, por el otro. Los dos extremos del continuo: quienes más reconocimiento han ganado, quienes cuentan con mayores privilegios, mayores conexiones con el mundo hétero, mayor paz. Y, a la vez, el chivo expiatorio del fascismo tardío, quienes tienen menor expectativa de vida, mayores riesgos, a quienes les quedan mayores dolores. El presidente los nombra a los dos. No quiere que se salve nadie.
En síntesis: la integración o la separación no son destinos, sino disposiciones temporales, contingentes, en lucha. ¿Qué conviene? Quizás bifurcar nuestras vidas un poco más. Habilitar la posibilidad de ocupar posiciones diferenciadas en momentos diversos. Encontrar estrategias que nos hagan más visibles, cuando lo deseamos; pero menos visibles, cuando lo necesitamos. Eso no implica, desde ningún punto de vista, “volver al clóset”; sino, justamente, eliminar su lógica binaria de puertas abiertas o cerradas.

El Tiempo
“¿Qué hay que hacer? Hay que hacer fuga.”
Marlene Wayar en Travesti. Una teoría lo suficientemente buena
El planteo de Edelman, en el libro citado, no es espacial, sino más precisamente temporal. El texto está escrito a comienzos de siglo, y plantea una equivalencia entre familia y heterosexualidad que, ya para ese momento, estaba quedando desactualizada. Pero la familia persiste como problema. Es, de hecho, el núcleo del discurso del presidente, que reitera el mito fundante de la fobia sexual: que los padres abusen a sus hijos. El discurso ubica dentro del campo de la diversidad sexual lo que en realidad corresponde a la familia como institución social donde se produce una infinita gama de abusos y violencias.
Cuando pensamos en este problema salimos de lo topológico, de la disposición de los cuerpos en el espacio, y entramos en lo cronológico. En el modo en que unos cuerpos engendran a otros. Porque el deseo no es pura presencia, pura descarga instantánea que se agota y muere; puede contener, en cambio, deseo de su sostenibilidad, de su reproducción, o incluso deseo de otros deseos, deseo de establecer las condiciones para seguir deseando o para volver a desear.
Todos los problemas de la topología queer se pueden volver a escribir como problemas de la temporalidad. Tomemos el caso de la Utopía Queer de José Esteban Muñoz, un ensayo sobre la cultura del cruising, o lo que en estas tierras se conoce como yire. Esas formas del sexo público caracterizaron a las disidencias sexualidades durante mucho tiempo, y lo siguen haciendo en determinados contextos (pensamos, por ejemplo, en el territorio que compone Camila Sosa Villada en Las Malas). Se puede ver con facilidad su condicionamiento espacial: cómo ciertos sectores son desplazados a los márgenes, las periferias, los sitios tácitos. Sin embargo, el problema que plantea Muñoz es referido al porvenir: ¿tiene sentido imaginar como deseables esas mismas formas, a las que llegamos por obligación?

En virtud, es el mismo problema que, en política, ocupa a los debates sobre el tercermundismo y las tradiciones de los sectores populares: ¿es necesario, siempre y en todo lugar, defenderlas, aún cuando eso implique caer en un conservadurismo? Pero, ¿qué alternativa tenemos? ¿Son lo suficientemente fuertes las prefiguras de “otros” futuros, “otras” familias, “otras” sexualidades? ¿O es demasiado fuerte el peso del futuro como destino, ya determinado, con los límites ya marcados?
La pregunta, sin embargo, puede ampliarse: ¿hay futuro para la sexualidad? No para la disidente, sino para toda. Un reciente artículo de Ana Seresin introdujo el término “heteropesimismo” para referirse a una cierta desafección con respecto a la heterosexualidad de parte de personas que la ejercen. Es, en cierto sentido, la versión liberal del pesimismo de Andrea Dworkin: que toda relación entre mujeres y varones (¿cisgénero?) es necesariamente imposición, dominio. Y sin embargo, valdría la pena preguntarse si el heteropesimismo debe ser rechazado en su totalidad como patológico o si puede ser reactivo, diría Edelman, en su potencia crítica: como rechazo de la necesidad, la normalidad, del modelo familiar tradicional. Y lo mismo puede decirse de la identificación sexogenérica.
Querríamos decir, con Muñoz, que hay futuros, una pluralidad de futuros, futuridades quizás. Sabemos que a veces lo crítico y lo distópico se confunden; que lo utópico parece ingenuo, y lo pesimista parece patológico. En lugar de afirmar una de estas posibles relaciones con el futuro, preferiríamos celebrar el deseo de futuros para nosotres.
El discurso mataputos que cobra fuerza es, en relación al tiempo, estrictamente totalitario. Si concibe la existencia de un campo virtual de posibilidades, es para obturar todas salvo una. En el campo de la sexualidad, esto resulta evidente: implica la asignación coercitiva, para cada cuerpo, de un género, una sexualidad y una forma de ejercerla. Esto es un empobrecimiento infinito de la potencia realmente existente (¡incluso de la heterosexualidad!). Esa cancelación del futuro debe ser combatida por todos los medios. Todos.

La Negatividad
El Problema del que intentamos hablar, que intentamos hacer hablar en estos párrafos, no es otro que el problema de la negatividad. La sexualidad es un terreno idóneo para pensar esto, porque habilita tanto una negación (de un cierto deber ser, por un cierto desear) como una afirmación (de su propia potencia deseante). Es un problema ineludible de estos tiempos tardíos, porque es un problema inmediatamente vinculado al de la violencia y la imposición autoritaria .
No quisimos resolver, dar respuestas certeras; de todos modos, no las tenemos. No queremos inventar nada, ni hace falta; sólo permanecer radicalmente leales al principio que nos ha convocado siempre: la solidaridad.
Nuestro objetivo es pensar en la urgencia sin urgencia, sin someternos a la demanda de la urgencia. Los riesgos que ella trae son muy elevados: cuando te persiguen, tropezás más fácil; cuando te torturan, delatás a todo el mundo. El incremento de la violencia puede tentarnos con algunas supuestas soluciones: enfrentarnos entre nosotres, o bien reducirnos a la resistencia callada, o incluso transigir en todo con tal de sobrevivir. Contra todas estas ideas, queremos resaltar sólo un principio táctico: que persista algo así como una agencia, algo así como una potencia. Y que todos los esfuerzos apunten a aumentarla. Eso podrá querer decir, en ciertos terrenos, ganar autonomía; en otros, conformar alianzas. La política, de ella se trata, es un arte de disponer cuerpos. Hay que hacerlo con cuidado, con miedo, con dudas, pero hacerlo.

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