Cultura
POP & ANTIPOP
Por Dante Sabatto
25 de septiembre de 2022
Están dadas las condiciones, objetivas y subjetivas, para una revolución sonora.
El desarrollo acelerado de los medios de producción sónica ha llegado a un extremo. Producir música no fue nunca una posibilidad tan extendida, gracias a las enormes oportunidades de piratería de software que ofrece internet. Publicarla en plataformas como Bandcamp, Soundcloud, YouTube e incluso Spotify lleva un par de clicks. Conocer nueva música a través de ellas requiere poco más que una conexión a internet.
Esta masificación trae consigo una batería de afectos sonoros particulares, asociados a una experimentación desde lo digital. Existe la posibilidad de una música de sintetización íntegramente digital, por lo que los límites bio-corporales son crecientemente dejados atrás; lo mismo ocurre con los límites temporales impuestos por los formatos físicos abandonados (CDs, cassettes, reproductores de MP3). Las fronteras de lo que es considerado música pasan a ser más imprecisas.
Contra la noción de una música estandarizada, igual a sí misma y estática, la última década (y en particular los últimos cinco años) muestra posibilidades crecientes de experimentación, variación y dinamismo en la producción musical. Hace algunos meses, aplicaba este análisis a un género específico de estos últimos años: el hyperpop. Hoy quiero abrir el lente más aún, y mirar hacia la música en general.
La industria sonora está atravesando un proceso de descentralización inverso al que vemos, por ejemplo, en el cine. En lugar de una oligopolización que tiende a bipolarizar el campo en enormes producciones mainstream y minúsculas producciones indie, nunca hubo en la música tal pluralidad de producciones como hoy. No solo es una explosión de la microproducción independiente, sino también de los formatos “medianos”, que no participan de grandes sellos discográficos verticalmente integrados pero tampoco son solo bandas de garage o sus equivalentes bedroom pop.
Podríamos pensar esto a la luz del llamado ciclo de los 30 años, cuya norma dicta que las modas reaparecen, treinta años después de su primera venida, bajo formas nostálgicas o irónicas. La apreciación de los 80 en la década pasada sería un claro ejemplo de esto. Hoy, cuando el pop parece estar virando de una nostalgia disco a una nostalgia house, ¿estaremos al borde de un retorno de los 90? Pero ¿qué 90s volverán?

90s: Sí Hay Alternativa
Por supuesto, los ciclos de XX años, de los cuales se teorizan muchas versiones (ciclo de los 20 años, ciclo de los 40 años, etcétera) no existen realmente; son en gran medida reconstrucciones retroactivas, o bien ideas hipersticionales, que se producen a sí mismas. Cuando miro, o más bien escucho, el universo de experimentación sonora de los últimos cinco años, con su interés por los límites del sonido pero, también, por acabar con la pulida perfección de la producción de estudio, me imagino un retorno de unos 90 particulares, signados por la palabra alternative.
La “revolución alternativa” fue algo así como la respuesta cultural, una década tardía, a la revolución conservadora en la economía (cuyo lema, justamente, era “no hay alternativa”). Es la última oleada del rock, la de Nirvana, Pearl Jam y Smashing Pumpkins, pero también de Pulp, Oasis y Blur, o de PJ Harvey, o de Liz Phair, o de Nine Inch Nails. Del grunge al britpop al rock industrial. La música que murió con el suicidio de Kurt Cobain o con el exitazo de Radiohead y Ok Computer.
Esta década se escribió contra el disco, pero también contra las formas privilegiadas del rock de los años previos: el punk y el hair metal. A la violencia idealista del primero oponía un inconformismo ajeno a todo proyecto (y por lo tanto, más rebelde); al desenfreno opulento del segundo, un displacer austero (y por lo tanto, más genuino). Hay excepciones, claro: Guns’N’Roses y Bon Jovi sobrevivieron exaltando las tendencias más hard de los 80; grupos punk como Green Day lograron construir un sonido cercano a las modalidades pop de la etapa. Las verdaderas ovejas negras eran las bandas populares explícitamente políticas: Rage Against the Machine, diez años adelantada a su tiempo; Pulp, en sus mejores momentos.
La revolución alternativa no debe pensarse ni como un rechazo ni como un reflejo del momento hegemónico del neoliberalismo con el que es coetánea. La filosofía inmanentista grunge trabaja con los materiales más cercanos posibles: la experiencia cotidiana de un mundo plenamente desencantado. Su fortaleza yace en su debilidad. Al renunciar al entusiasmo de rechazar lo existente y militar lo nuevo, renuncia también a sumarse a la adoración del capital que encendía al planeta. Abdicaba de la violencia, pero la convertía en autolesión.
Este breve retrato de una tendencia epocal sirve para decir: ¿no son muchas de sus preocupaciones las mismas que tenemos hoy? ¿No estamos igualmente cansadxs de una música que parece adicta a la celebración del presente, tanto en el mainstream como en el under? ¿No queremos huir de la profundidad impostada y la superficialidad masturbatoria hacia el terreno de una veracidad creíble?
Lo que se puede perder al mirar al alternative es su condición pop. La trampa específica de su nombre es esta: lo alternativo era lo popular, lo que se definía por estar a un costado se convertía en una de las vías principales. Al fin y al cabo, los 90 tenían su propio ciclo de los 30 años. ¿No fue el movimiento hippie la primera revolución alternativa?

60s: Creer y No Creer
No voy a intentar esbozar el retrato de alguna subescena de los 60 como lo ensayé con los 90: primero, porque no estoy capacitado; segundo, porque en estas seis décadas la imagen del nacimiento del pop y el rock como los conocemos, al calor de los Beatles, Beach Boys, Rolling Stones, Kinks, Who y miles de otras bandas, se ha forjado en la memoria de generaciones.
Lo que me interesa es el modo en que se expresa, en esta época, una dialéctica del compromiso, que refleja las tensiones más amplias entre el movimiento contracultural, la política y el arte. En un desarrollo musical marcado por Gran Bretaña y los Estados Unidos, la década vio una creciente politización, al calor de la Guerra Fría post Crisis de los Misiles, el movimiento por los derechos civiles y la desegregación. Pero también vio, en paralelo, el creciente intento por legitimar la autonomía relativa de la estética y el desarrollo de una experimentación genuina y por lo tanto no condicionada por el compromiso con una Causa.
Muchas veces se asocia la ironía con el posmodernismo en tanto “lógica cultural del capitalismo tardío”, Jameson dixit. Pero es un tipo de afectividad muy cara a la cultura pop en general, y no ausente en los 60. En el mundo del rock emergente, estaba absolutamente presente desde un primer momento, pero empezó a infectar crecientemente las producciones musicales hacia el final de la década. Frank Zappa y sus Mothers of Invention dedicaron un disco entero a lo que hoy llamaríamos una deconstrucción del hippismo: We’re Only In It For The Money satiriza desde su portada el Sargent Peppers de los Beatles. Algo similar era The Who Sell Out, donde la banda inglesa literalmente anunciaban que “se vendían”. Apenas terminada la década, John Lennon daría el cuchillazo final: “I don’t believe in Beatles / I just believe in me”.
Pero si nos quedamos todavía en los 60, la música no estaba sola. En un galpón neoyorkino, Lou Reed y The Velvet Underground prestaban la banda de sonido a la explosión de experimentación pop que era Andy Warhol y sus artistas invitadxs. El pop art de los 60 se preocupaba por la serialización, por los límites entre producción y reproducción, por el límite impreciso entre industria cultural y cultura industrial. En pleno 1965, el artista y crítico argentino Luis Felipe Noé dijo al respecto:
“El Pop Art en cambio refleja una sociedad concentrada en los datos reales. […] El realismo reside en su trascendencia. Pero evidentemente el Pop Art, si bien no tiene nada que ver con lo que se suele entender por realismo socialista, es realista y es socialista. El socialismo del capitalismo.”
La comparación con el arte oficial del estalinismo es incisiva, y el mero hecho de decirlo causa escándalo, reflejando una postura crítica típica de la época. Pero tres décadas más tarde, en 1992, el teórico alemán Boris Groys sostendría una postura comparable: la de que el realismo socialista era en realidad también vanguardista, y que el estalinismo mismo conformaba en sí una obra de arte total (por supuesto, como lo dijo en alemán usó una sola palabra: Gesamtkunstwerk].
Lo que ocurre con el pop art, precisamente, es que es a la vez neovanguardia y neodadá. Es una combinación contradictoria de exploración radical que no cree en nada, y compromiso genuino que sostiene una Causa.
Incluso en sus versiones más psicodélicas y new age, el pop de los 60 está atrapado en una dialéctica de compromiso con la realidad. Su pasión por la trascendencia (como experiencia erótico-alucinógena, como Revolución político-sexual-cultural, etcétera) no es tan distinta de la pasión inmanentista de los 90: son dos caminos para encontrar una simpleza que tense y quiebre el presente. Y la paz y el amor del flower power no eran más inocentes, menos complejos y contradictorios ni menos abiertos a la ironía que la resignación rebelde noventosa.
Tendemos a pensar en los 60 como una época de creencias idealistas genuinas, contra un presente posmoderno en el que no se puede creer en nada. Es un error. Es precisamente en el estallido pop de esa época que nace el triángulo entre rebeldía, ironía y experimentación que define la cultura contemporánea.

20s: Depresión Post-Pop
En su brillante Dialectic of Pop, Agnès Gayraud sostiene que la música popular se encuentra siempre involucrada en una guerra con una tendencia anti-pop, un compromiso modernista por lo elevado, lo experimental, lo vanguardista, en el peor de los casos elitista, impopular. Pero, a la vez, ese anti-pop es asumido como una negatividad constitutiva para el pop, y es interna. El pop no es puro optimismo, simpleza y reconciliación, sino en sí mismo una lucha antagónica de estéticas.
Existe, incluso, para Gayraud, un pop anti-pop. La autora lo analiza a través de las representaciones de la fiesta en el pop: la música como festejo en sí, la música sobre el fin de la fiesta, la música contra la fiesta. Para un ejemplo irrefutable, podríamos pensar en Lorde y el modo en que sus primeros discos configuraban un contra-pop, contra la ostentación, contra el mainstream, contra la joda, contra el verano, contra la fiesta: “I’m kinda over getting told to put my hands up in the air”.
Los movimientos alternativos de los 60 y los 90 son expresiones de esta negatividad anti-pop interna al mismo pop, de esa dialéctica del pop. Son también el resultado de los avances técnicos de sus respectivas épocas (el surgimiento de nuevas formas de producción y distribución sonora), así como del agotamiento de lo existente. Así funcionan las revoluciones: se montan sobre la acumulación de generaciones, de modo que representan el punto en que todo lo que ha sido se amalgama en un solo punto que cristaliza la historia, y a la vez, y sin contradicción, niegan toda la herencia y quiebran el discurrir del tiempo para producir lo nuevo. Por eso surgen a la vez del entusiasmo y del hartazgo.
(Algo que suele considerarse en las revoluciones es la influencia secreta de tendencias previamente acalladas. Podríamos reconocer, por ejemplo, que en el hip hop hay inmensas corrientes de experimentación sonora cuyo carácter transformador es muchas veces pasado por alto en el mainstream.)
¿Qué forma tendrá la revolución sónica por venir? El problema con el hyperpop es su carácter genérico. Un género no es un movimiento, pero puede ser parte de uno. Y puede funcionar como un patógeno, o, para ser estéticamente consistentes, como un malware, contagiando su programa de distorsión, artificialidad, glitcheo, radicalización, atonalidad, ruido, a todo lo que se le acerca.
Lo definitorio del hyperpop podría ser la afirmación de lo genuino de lo artificial, pero no es lo único que puede hacerse a partir de este programa. La nueva ola de post-punk / post-rock también se apoya sobre la distorsión, pero no lo hace bajo el imperativo de la adición sin fin ni la verdad de la digitalidad, sino manteniendo cierta lealtad a la estética rock, y con ella a un humanismo. Los mejores momentos de Black Country, New Road o de Squid no tienen la adoración por lo artificial de SOPHIE, 100gecs o Food House sino más bien un amor por la distorsión: si el hyperpop es una explosión, este post-rock es una implosión. No hace falta más que escuchar la batería de “Snow Globes”, o cualquier canción del nuevo disco de Black Midi.
O podríamos pensar en el brillante juego de voces que crea Porter Robinson en Nurture, y cómo pasa de la atonalidad de “Dullscythe” al pop casi demasiado pulido de “Something Comforting”. O el vuelco dadá de Dry Cleaning, o los gritos de Black Dresses, o la brillantez indie de Wet Leg, o los poemas electrónicos de Katie Dey, o lo que sea que esté haciendo Arca en este momento… O, si me apuran, y pasando al mainstream: los momentos más brillantes de Rosalía en Motomami, las mejores guitarras de Rina Sawayama, y hasta los remixes de Chromatica de Lady Gaga.
Esta dialéctica entre el compromiso y la experimentación, entre la rebeldía estética y la rebeldía política, entre la búsqueda de un afuera (un egreso, diría Matt Colquhoun) y la ruptura del adentro, adopta la forma material de una dialéctica del sonido y el ruido. Hace más de un siglo, el futurista italiano Luigi Russolo escribió que
“…la diferencia real y fundamental entre el sonido y el ruido se reduce únicamente a la siguiente: el ruido es mucho más rico en sonidos armónicos que el sonido mismo, el cual generalmente no lo es.»
Como buen futurista, Russolo sostenía “la voluntad de renovarlo todo”, y comprendía que eso requería una expansión sonora que solo podía proveer abrir los oídos hacia los ruidos naturales, primero, y hacia la producción de infinidades de ruidos artificiales. Aunque su arte de los ruidos en sí no prosperó, su proyecto de construir máquinas industriales productoras de ruido (los intonarumori) fue continuado inconscientemente por la historia de la música. Toda revolución sonora debe ser ruidosa, discordante, y son las señales de esto en el pop anti-pop contemporáneo lo que señalan el regreso del futuro.
No hay todavía una escena, no hay un manifiesto de la nueva revolución. No hay ni siquiera un nombre (aunque me pregunto por las posibilidades del prefijo hyper- fuera de su configuración -pop específica). Pero hay señales de que esta misma problemática del compromiso, la experimentación y el duelo entre el presente y el futuro comienzan a jugarse.

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