Artificios

Necropolíticas

Por Dante Sabatto
12 de septiembre de 2023

Hay muchas definiciones sobre los límites de la política: entre el arte de lo posible y “hagamos lo imposible”, la administración y la revolución, la rosca y los ideales, los medios y los fines, se juega ese territorio incierto de acciones e ideas. Los materiales de los que se vale la política son diversos: objetos tangibles (cemento, caños, cables), intangibles (normas, bienes financieros), también seres humanos. Hay una materia que cruza estas tres categorías: los muertos.

Esta nota es un intento de hacerles un lugar a ellos. Quiero rastrear algunas ideas sobre la muerte, el duelo, la extinción y la resurrección en el pensamiento político y social contemporáneo. Este es un recorrido, también, por libros. La idea no es pensar las necropolíticas en el sentido de usos políticos de la muerte, sino interrogar los modos en que toda muerte ya es política

Un duelo sobre el duelo

Si los muertos son a la vez cosas y personas, resultan problemáticos para una filosofía que se ha basado en la división entre sujeto y objeto, cultura y naturaleza. Precisamente un tópico fundamental del pensamiento contemporáneo es el quiebre de estos límites. Los compromisos políticos que surgen de esta ruptura son ambiguos: la deconstrucción del límite entre humanos y animales convoca tanto a la izquierda decrecionista como al conservadurismo mascotista; la desaparición de la frontera entre personas y máquinas llama por igual a transhumanistas reaccionarios y a neocomunistas cyberpunk.

La filósofa belga Vinciane Despret se propuso avanzar en este proceso por otro lado. En su libro A la salud de los muertos (Cactus, 2021), indaga en los vínculos entre nosotros, los vivos, y quiénes ya no están. Heredero de una tradición que va de Whitehead a Simondon, el programa ontológico de Despret parte de la noción de que la existencia de los muertos debe ser considerada como un modo de ser en sí mismo. Los vivos vivimos siempre con nuestros muertos. 

La autora dice que se trabaja “por el medio”: así define su metodología de dejarse instruir por aquello que encuentra en su investigación empírica sin definirse entre una posición realista, que explique el accionar de los muertos sobre la vida de los vivos como una ilusión de estos últimos, ni una opuesta, que admita la existencia de fantasmas. Cuando investiga el trabajo de un espiritista, por ejemplo, no define si efectivamente hay un espíritu al que convocar, sino que se interesa por los modos en que su trabajo funciona.

Así se configura una batalla silenciosa con otra tradición: la de Derrida. Este enfrentamiento se da sobre el concepto central de este último, el duelo. De acuerdo con Despret, el duelo se presenta como la única forma correcta y normalizada de lidiar con una muerte, y no debe ser aceptado, sino que es posible tomar otros caminos que impliquen seguir viviendo “con” quien se ha ido. Eso es pasar por el medio. Para Derrida, en cambio, el duelo es un trabajo incesante que debe ser llevado a cabo porque, en él, nos abrimos a la posibilidad redentora de la justicia.

Pero cabría preguntarse por las consecuencias de la apertura propuesta por Despret. Ella sostiene que la perspectiva derrideana solo puede ver en los muertos a fantasmas como símbolos descifrables desde la perspectiva de los vivos. Sin embargo, ¿evita esto Despret? Aunque está dispuesta a admitir la necesidad de que seres vivos que sirvan como mediadores entre nosotros y los muertos, su perspectiva no da cuenta de los problemas que surgen de esta mediación. Es sintomático el fragmento sobre sesiones de espiritismo, donde las consecuencias éticas de la posibilidad de que alguien esté fingiendo poder comunicar a una persona con un familiar muerto por dinero no son exploradas.

Podría decir que Despret no va lo suficientemente lejos en dotar de un estatus ontológico propio a los muertos, que por ello no puede hacerse cargo de las políticas póstumas que surgen de nuestros vínculos con ellos. Pero mi preocupación no surge de elementos conceptuales, sino de una impresión personal: aún si me permite abrirme a un encuentro con quiénes han partido, ese encuentro me parece finalmente individual e incomunicable. El precio a pagar por pasar por el medio es que nadie puede acompañarme precisamente cuando más solo estoy.

Todxs nuestrxs muertxs

No solo nos relacionamos con quiénes ya no están: en su nombre y por su interferencia, nos vinculamos entre quiénes quedamos. El duelo puede ser entonces algo más que un mandato social por el que debemos aprender a olvidar y seguir adelante.

Según Judith Butler, en su clásico Vida precaria (Paidós, 2006), “el duelo nos enseña la sujeción a la que nos somete nuestra relación con los otros en formas que no siempre podemos contar o explicar”. En lugar de reafirmar nuestra capacidad consciente de aceptar lo que es por cómo es, la muerte puede abrirnos a formas indeterminadas de vivir juntos. Nuevamente, las connotaciones políticas son indeterminadas: estos lazos pueden unirnos contra una dictadura autoritaria, o en pos de una reacción fascista.

Una y otra vez aparece esta indeterminación ante la muerte; con ella, podemos volver al paradigma hauntológico derrideano. En Egreso (Caja Negra, 2021), Matt Colquhoun reflexiona sobre la muerte de su amigo y maestro, Mark Fisher. El duelo es la noción central: a través de él, se forja una comunidad que comparte no un proyecto sino un espectro. Pero con el tiempo esa comunidad empieza a venirse abajo: los compañeros de Fisher comienzan a dañarse mutuamente, a perder aquello que los unía. Colquhoun da cuenta del carácter simultáneamente constructivo y destructivo del duelo. Dejarse acechar por los fantasmas, permitirse establecer vínculos con aquellos que ya no están puede abrirnos a la emergencia de una solidaridad productiva; pero también puede implicar abrazarnos al dolor, encerrarnos sobre nuestras patologías e impedir nuevos acontecimientos.

Para Colquhoun podemos y debemos ser amigos de nuestros muertos. La amistad es pensada como una relación no totalizante, que rechaza cerrar el recuerdo de lo que fue o construir un consenso último: “no podemos asir el humo, pero podemos inhalarlo”. La propuesta de Colquhoun es pensar qué formas debe adoptar el duelo para no construir comunidades conservadoras sino espacios móviles que permitan egresos, fugas más allá de los límites preconcebidos de nuestra existencia.

YPF

Extinción(es)

Hemos avanzado de los duelos individuales a las redes colectivas que se tejen en torno al morir. Demos otro paso: ¿qué pasa cuando quiénes mueren no son seres humanos? En Flight Ways (aún no editado en español), Thom Van Dooren estudia los procesos de extinción de cinco especies de pájaros y el modo en que los humanos participamos de ellos, produciéndolos o buscando evitarlos. La ambivalencia no desaparece.

Las prácticas de conservacionismo que se proponen la preservación de especies en riesgo no están en absoluto exentas de dilemas éticos. Deben lidiar con individuos pero pensar en términos de especies, y en muchos casos las acciones que beneficia a estas últimas, es cruel con los primeros. El desarrollo de técnicas que deben producir la mayor cantidad de nuevos especímenes con el fin de evitar la extinción suele implicar crueldades hacia los animales que aún viven.

Ese no es el único modo en que Van Dooren problematiza la relación entre vivos y muertos. Su libro es una búsqueda, hermosa y trágica, por escenarios disímiles: los buitres que, en India, se alimentan de cadáveres (a veces humanos); los rituales mortuorios de los cuervos; las grullas cuidadas por humanos disfrazados de pájaros. Su concepto central es el de “borde romo de la extinción”: contra la idea de que esta se produce con la muerte del último ejemplar de una especie, Van Dooren piensa en procesos de temporalidad extensa, inmensas cadenas no lineales que terminan en forma eventual en la muerte total.

El borde romo, en primer lugar, hace referencia a los cada vez menos claros bordes entre especies. Ante la extinción, nos parecemos más a (otros) animales, y las relaciones entre tecnologías, personas y otros seres se funden. Un ejemplo de esto lo proporciona Donna Haraway: en Seguir con el problema (Consonni, 2019) introduce la noción de “palabreros de los muertos” (tomada de la secuela de El juego de Ender, la novela de ciencia ficción de Osrson Scott Card). La tarea de los palabreros es “recolectar historias para quienes han sobrevivido a la muerte de un ser o una forma de ser (…), traer los muertos al presente y así hacer posibles una vida y una muerte más respons-hábiles”.

Haraway construye un relato de ciencia ficción especulativa en el que sigue la vida de generaciones humanas post colapso ecológico; los grupos sobrevivientes establecen lazos simbióticos con especies animales en proceso de extinción, fundiéndose genéticamente con ellas. Pero la posibilidad de ser palabreros de los muertos no está inscripta en la ficción, sino que se abre teóricamente hacia el presente, y Haraway es muy clara en plantear que la praxis política actual debe hacerle un lugar a los muertos. (Más problemática es, como ha señalado Helen Hester, su propuesta de reducir la población humana: ¿cómo se diferencia esta biopolítica de izquierda de la mera eugenesia?)

Esta es la segunda consecuencia de la noción de borde romo: nos lleva a entendernos a nosotros mismos en proceso de extinción. Es imposible no pensar en los genocidios que han ocurrido a lo largo de la historia humana y los palabreros de los muertos que han estado efectivamente presentes en ella. Pero esa mirada al pasado implica, necesariamente, una complementaria hacia el futuro.

Inmortalidad y resurrección

El siguiente paso en esta búsqueda es, entonces, considerar la extinción humana. Esto implica entender a nivel de especie un tópico fundamental del pensamiento moderno: la finitud, el hecho de que somos seres-para-la-muerte. Una forma factible de pensar dicha finitud es mediante su negación: ¿puede el progreso humano matar la muerte?

Nadie fue tan lejos en esta idea como un grupo de pensadores rusos de comienzos del siglo XX, seguidores de Nikolái Fiódorov, que se agruparon bajo el nombre de cosmistas. Podemos reducir a una simple consigna su programa: el socialismo, para concluir el proyecto revolucionario de una sociedad global igualitaria y libre, debe hallar las herramientas técnicas para resucitar a todas las personas que han muerto y permitirles vivir bajo el nuevo reino. Es la última utopía: la justicia debe ser retroactiva e impedir que las generaciones pasadas hayan perecido sin conocer el bienestar pleno del comunismo.

El crítico y filósofo Boris Groys compiló una serie de textos claves de esta tradición bajo el título de Cosmismo Ruso (Caja Negra, 2021), e intentó dar sentido a la multiplicidad de elementos que se ensamblan en un proyecto utópico. Por ejemplo, la centralidad del concepto de “museo”, rehabilitado como espacio de conservación de lo muerto y de guardado de lo que puede resucitar. O la propuesta de “unir todas las ciencias en la astronomía y todas las artes en la arquitectura”, que señala su praxis de reorganización social absoluta de carácter estético.

La idea de la redención de los muertos ha estado presente a lo largo del pensamiento emancipado. Los cosmistas son la prehistoria de esta idea, pero su autor clave es Walter Benjamin, quien elaboró por primera vez la idea de que en cada revolución no está solo en juego el futuro de los vivos sino también la historia de los muertos. Esta tradición se extiende hacia un oscuro texto de Merleau-Ponty de los años 40: Humanismo y terror. En él, se argumenta en defensa del estalinismo: la sociedad de justicia plena en el futuro redime y habilita cualquier atrocidad cometida en su construcción. La confianza en la redención futura requiere, una vez más, abrazarnos a los síntomas presentes: estas son las consecuencias éticas de una política de la inmortalidad.

Desde la filosofía contemporánea, Ray Brassier vuelve sobre estos temas. En Nihil desencadenado (Materia Oscura, 2017), hace su propia propuesta radical: la verdad de la extinción futura de la humanidad se da en una “posterioridad anterior”, en un futuro que, por inevitable, ya ha ocurrido. La historia es la historia de una humanidad que debe lidiar con su extinción. Debemos asumir que todo ya está muerto y que “la voluntad de saber es impulsada por la realidad traumática de la extinción”.

Brassier sostiene que es necesario poder pensar la existencia luego de la consciencia. De este modo, el trauma de la extinción es aquello que nos lleva a pensar políticas de la redención, pero esas políticas deben purgarse de su contenido totalitario. Con Brassier, podemos dar ese paso: la extinción nos debe eximir de buscar un sentido último, y es ese desencantamiento final el que habilita fundar una política emancipadora para una post-humanidad.

Post Scriptum especulativo

Esta es una nota sobre políticas, pero también sobre libros. Recientemente, me crucé con muchas búsquedas de pensar la muerte desde páginas no exactamente filosóficas. La oleada de ficción especulativa, de un terreno lábil entre la ciencia ficción, el fantasy y el nuevo weird, está avanzando sobre estas mismas preguntas, pero con otras herramientas, otros métodos. Elijo el término “ficción especulativa”, pero en realidad también desestabiliza el sentido mismo de lo ficcional, tomando a veces elementos del ensayo, la crónica, la autobiografía y hasta la filosofía en sí.

Algunos ejemplos, todos en español. En Quiebra el álamo (Futurock, 2022), Roberto Chuit Roganovich narra las vidas entrelazadas de un grupo de personajes en un pueblo argentino a lo largo de muchos años, hasta la irrupción apocalíptica de una invasión cósmica; pero cuando esta ocurre, nos revela también que siempre ha estado ocurriendo, que las vidas que hemos conocido ya tenían huellas de sus muertes futuras. En Miles de ojos (Caja Negra, 2022) el autor boliviano Maximiliano Barrientos construye un horror apocalíptico en el que el fin del mundo viene de la mano de automovilistas que, con sus choques, adoran a un Dios de la Velocidad. En Membrana (Galaxia Gutenberg, 2021), Jorge Carrión escribe la visita guiada de un Museo del Siglo XXI, administrado en el año 2100 por una inteligencia que nos ha superado; el relato, cuasi-no-ficcional, pone en duda continuamente la verdad de la extinción.

Podría seguir citando: Mariana Enríquez, Samantha Schweblin, Luis Carlos Barragán, y muchos nombres más. Creo que un elemento común, que tal vez define el modo en que la ficción especulativa piensa las necropolíticas, es el de la escala: lo especulativo reside, justamente, en el modo en que se cruza el umbral entre lo personal y lo cósmico, lo humano y lo inhumano, los muertos propios y la extinción de todos.

Ante la muerte estamos, en general, perdidos. Este es un mapeo de un territorio incierto, donde sobran ambigüedades y faltan certezas. Pero todxs lxs autores que visitamos aportan coordenadas, relatos, sogas de las que agarrarse. En Egreso, Colquhoun se pregunta qué pueden aprender las políticas del abatimiento colectivo del deseo por la felicidad colectiva. Esa es la pregunta de estas líneas: ¿qué podemos aprender de la forma en que nos vinculamos con lo que más nos duele? 

Dante Sabatto

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