Artificios
Movimientos del tiempo
Por Valeria Mussio
26 de marzo de 2025

Perdí el miedo de mirar atrás
sembrando el terror – ILL QUENTIN
“Soy romántico, no boludo” respondía Charly García (1998) en una de sus memorables entrevistas con Susana Giménez. Algo así me atrevo a imaginar que pensó Walter Benjamin al trastocar el corazón del Romanticismo para hacerlo conjugar con otras ideas. El sustento de sus obras se basó en la yuxtaposición de corrientes teóricas contrarias pero enteramente flexibles entre sí: Romanticismo, Mesianismo judío, Materialismo Histórico, Surrealismo y Psicoanálisis. Una mezcolanza curiosa de inspiraciones, o sea digamos juntar lucha de clases con conceptos religiosos como redención, mesías y anticristo. En esta ocasión me gustaría detenerme en la primera de estas fuentes.
El Romanticismo fue un movimiento cultural, artístico y literario que se desarrolló paralelamente en Reino Unido y Alemania, que luego se extendió por el resto de Europa y América, a finales del siglo XVIII. Se trató de una reacción a la Ilustración y su obsesión por el uso de la razón para despejar la oscuridad del pensamiento religioso. Los autores románticos dejaron de lado la universalidad científica para centrarse en el culto del yo consciente, en el interior del hombre y su libertad individual. Sobre la interpretación racional del mundo del Siglo de las Luces destacaron las emociones, la expresión subjetiva, las tradiciones nacionales, la obra imperfecta e inacabada, lo sublime del paisaje como un todo vivo. Criticaban la civilización moderna y tenían una mirada pesimista del futuro. Se basaban en el pasado primitivo como punto de vista idealizado para arremeter contra la mecanización, cuantificación y degradación del hombre en la vida moderna. Su premisa se resume en que ‘todo pasado fue mejor’. Para el análisis benjaminiano, sin embargo, esta mirada nostálgica no significa necesariamente retrógrada porque no se trata de volver o restaurar al pasado, sino de utilizarlo para un devenir utópico con propósitos emancipatorios. Benjamin le encargó al historiador la tarea de ver los destellos y buscar en el pasado esos proyectos frustrados de los vencidos que contienen una dimensión transformadora que se puede actualizar en el presente.
“En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase “todo tiempo pasado fue mejor” no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que “todo tiempo pasado fue peor”, si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí
como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial! – Sábato (1948) El Túnel.
¿Cómo nos imaginamos que se mueve el tiempo? Yo a veces logro visualizar muchos calendarios que se mueven sucesivamente o una línea histórica de centímetros infinitos. Esta representación lineal del tiempo toma un punto de referencia 0 en el pasado que avanza al ritmo impune de ir hacia el futuro. La historia parece ser una línea que se mueve inexorablemente hacia adelante, sin freno, la idea del progreso como índice del avance indefinido de la humanidad para dejar atrás la barbarie política. Benjamin fue crítico de la ideología del progreso como vector de la felicidad y le reprochó al Historicismo ser cómplice de las clases dominantes y del sufrimiento humano al ignorar las víctimas de la Civilización, la Modernidad y el Fascismo. Casi un opositor del tren a vapor y el reloj mecánico. Por lo que propone ‘cepillar la historia a contrapelo’ para ir en contra de la versión oficial y redimir la historia de los vencidos.
Al sustituir la idea del tiempo lineal por la experiencia subjetiva en un tiempo cualitativo y discontinuo cambian todas las reglas del juego. O al menos las reglas de un tablero europeo. ¿Cómo estructuraríamos nuestras vidas si el tiempo no avanzara hacia adelante en línea recta? ¿Sería un alivio o un martirio?

Susan Gillespie es una antropóloga y arqueóloga estadounidense que hizo grandes contribuciones a la investigación etnohistórica de las culturas mesoamericanas precolombinas. En su texto “Introducción al análisis de las tradiciones históricas aztecas” (1993) plantea que pueden encontrarse en las fuentes históricas (que ayudan a entender la cultura mexica) ‘otras verdades’. No es tanto descubrir la ‘verdad histórica’ ni contar los acontecimientos tal como ocurrieron (una aspiración demasiada historicista) sino cómo los grupos indígenas concebían el pasado y los efectos de su uso simbólico en la vida material. De esta manera se nos presentan las concepciones cíclicas mesoamericanas: el tiempo se mide en círculos que se repiten incansablemente y vuelven al punto 0. Cada hecho se repite cada vez que se repite el ciclo (basado en los ciclos naturales de las estaciones del año y los movimientos de cuerpos celestes). A diferencia del tiempo lineal invariable, el tiempo cíclico es reversible y repetible: la historia pertenece tanto al pasado como al futuro ya que explica lo que ocurrió y ocurrirá.
Los habitantes de la México-Tenochtitlan prehispánica compartían con los autores del Romanticismo el obsesivo interés por el pasado, puesto que a través de esta concepción cíclica los mexicas lograban explicar su situación sociopolítica coyuntural. La historia profética sostiene que los acontecimientos del presente son puestos en movimiento gracias a los acontecimientos del pasado. El pasado debe mutar si los hechos posteriores lo requieren, para ser acorde con el presente. Dicha necesidad se puede reconocer en la ambigüedad de los símbolos glíficos del sistema de escritura (si las tradiciones se fijaban de manera uniforme el pasado sería menos sencillo de modificar), por lo que la preservación del pasado quedaba en manos de la oralidad en contextos rituales y las pictografías sólo ayudaban a la memorización.
“[…] el pasado era el modelo preeminente para interpretar las circunstancias presentes. Por lo tanto, el presente pasaba a ser el modelo para reconstruir el pasado, porque cada vez que la situación presente cambiaba a tal punto que ya no era percibida como continua con el pasado conocido, era necesario cambiar de nuevo el pasado” – Gillespie (1993).
La autora desarrolla la dialéctica de hecho y estructura (Bucher, 1981) como el mecanismo de redefinición de estructuras que usa una sociedad cuando se enfrenta a un comportamiento nuevo o no anticipado de un pueblo extraño. En el contexto del contacto cultural durante la llegada del conquistador Cortés al ‘Nuevo Mundo’ tanto los mexicas como los españoles carecían de categorías previas que pudiesen explicar la inesperada existencia de ese Otro. A la par que los invasores se preocupaban por la omisión de América en los relatos de la Biblia, los mexicas se enfrentaron con el problema de mantener la continuidad temporal y se vieron obligados a transformar la historia para que el pasado pudiera integrar la conquista del presente. La destrucción de la ciudad de Tenochtitlan fue percibida como una intervención sobrenatural y su derrota como el fracaso de sus divinidades frente al Dios del pueblo monoteísta. Para los españoles se traducía, no sólo como el rol divino en los conflictos bélicos, sino en la abolición del culto indígena preexistente (diferenciándose del entendimiento mesoamericano donde la conquista no equivalía a la conversión de las creencias cosmológicas ni al exterminio del grupo conquistado).
Frente a tantas modificaciones en la narración del pasado mesoamericano parecería una tarea frustrante la de reconstruirlo a partir de sus rastros en las fuentes materiales y con una perspectiva selectiva. Sin embargo, desde un enfoque estructuralista, Gillespie plantea desarmar la aburrida dicotomía entre mito (asociado a lo falso, fantasioso, pagano) e historia (como lo único verdadero) al reconocer como legítimas todas las versiones del pasado e incorporar sus contradicciones y sus elementos míticos.

Hay cosas que no nos gustan revolver, revisar, ver de nuevo. A veces cuesta trabajo volver la cabeza y reencontrarnos con aquello que nos resulta tan ajeno y que es diferente a lo que nos devuelve el reflejo actual. Suele invadirnos la vergüenza porque no es tan fácil enfrentarse a nuestras versiones viejas. No me refiero exclusivamente a la sensación poco agradable de hacerse responsable de los errores que nos mandamos, sino la tarea de aceptar que ya es momento de desempolvar eso que estuvimos encajonando por demasiados meses. Y también la de caer en cuenta que hay un yo pasado que nunca se va a poder recuperar del todo. En todos los sentidos, en el bueno y malo. El escozor novicio de mirar fotos y ser una persona irreconocible. Y a su vez la muchísima ternura de congeniar con mis amigos al tener de perfil de wsp fotos nuestras de chiquitos (como para tener la esperanza de haber sido igual de unidos en un mismo e hipotético jardín de infantes).
Me llama la atención la gente que está llena de melancolía y no puede dejar de pensar en lo que ya no tiene, lo que no puede recuperar del ayer. En general me siento desenfrenado por seguir construyendo constantemente lo que soy, no hay tiempo para lamentarse por lo perdido, siempre va a haber nuevas facetas que desplegar. Estoy ansioso por el futuro y hambriento por las posibilidades de cambio. Y más en esta época en donde todo se renueva tan rápido que da vértigo, es ínfimo lo que dura una microtendencia de moda o un hit musical en este capitalismo acelerado que nos tiene domesticados. Obvio que suelo caer en la trampa de hundirme en el estancamiento y hasta daría uno de mis tres deseos para vivir en loop en alguno de mis recuerdos. Tomándome el atrevimiento de sincerarme, voy a confesar que escribí la mayor parte (por no decir todo) del párrafo estando con el corazón roto, sin tantas ansias de que llegara el futuro para enfrentarlo y con unas irrefutables ganas de refugiarme para siempre en eso que en su momento seguía siendo bueno. Pero en el día de la fecha en que redacto esto distorsiono a mi yo nostálgico para adecuarlo al ahora en que necesito direccionarme al devenir precipitado sin palanca de freno. Y, de paso, dejar de dar vueltas para finalmente redondear las ideas del texto. Copiando el estilo mexica de manipular lo que pasó para condicionar las lecturas actuales. Supongo que a veces es necesario apresurar el deseo de quedarse atrás. Quizás, se trata también un poco de salir del agujero interior, como decía esa canción de Virus (1983).
Siempre nos encontramos en una situación en que el entramado del pasado es muchísimo y muy denso de desenredar. Se aplica, por ejemplo, en los secretos familiares. Cuando éramos chicos no terminábamos de entender todas las alianzas estratégicas, amoríos, deudas y guiños cómplices que circulaban alrededor de nuestro círculo hogareño. Es muy probable que sigan surtiendo efecto las consecuencias de la pesada herencia. Se vuelve tan inalcanzable la misión que incluso hay intrigas que las personas se llevan a la tumba y nunca se desvelan. En las casas silenciosas es más difícil que la curiosidad se anime a caminar porque no se sabe hasta dónde se puede atravesar el umbral de lo no dicho. Está bien no tener el coraje para indagar sobre ese campo de batalla. Pero, de una manera u otra, lo que se recluye en el ámbito doméstico termina saliendo a flote.
Hay 2 pelis que me obligaron a traer a colación la memoria analógica, relaciones familiares y la nostalgia.
La primera es “Aftersun” (2022) escrita y dirigida por Charlotte Wells. Aunque estoy lejos de entender algo del lenguaje cinematográfico, fue una de las pelis que más veces vi en el cine porque me encantó. Se trata de las vacaciones de verano que pasan Sophie, de 11 años, y su padre Calum, interpretado por Paul Mescal, en un balneario en Turquía. Todo está registrado a través de una cámara con la que Sophie entrevista a Calum y viceversa. Esta es la testigo clave de la relación padre-hija. Después de 20 años la protagonista indaga sobre esas vacaciones y los dejos de tristeza que guardaba su padre con el mar y las fiestas electrónicas. Posta una película devastadora. Todo lo que puedo pensar y me hubiese gustado ser autor sobre el tema lo dice Julieta Greco, antropóloga especialista en estudios de género, en su ensayo “Aftersun. Ojos de video tape” (2023) publicado en Revista Anfibia.
“Calum llora desconsoladamente y nosotros solo vemos su espalda. En ese instante recordamos que nosotros miramos a Calum como lo mira su hija Sophie, desde un presente en el que sospechamos su ausencia. Elegir contar la angustia de un padre de espaldas es un modo visual de afirmar la imposibilidad de acceder enteramente a ese dolor” – Greco (2023)

La segunda película que contiene una esencia parecida a la anterior es “El silencio es un cuerpo que cae” (2017) de industria nacional dirigida por Agustina Comedi. A través del archivo cotidiano de cintas de video (una locura de horas de material) de Jaime, la cineasta trata de reconstruir las pistas que desembocan en una versión de su padre que aparentemente no conocía a profundidad. Se trata de despejar el velo a todo aquello que el silencio aglomera. La imagen de una familia tradicional heterosexual no diagnósticada durante los 70 en Córdoba se va disolviendo, y es parte del dilema de Agustina si destaparlo o dejar que permanezca en la esfera del recuerdo privado. Una producción autóctona que retoma las contradicciones de la militancia entre el comunismo y la diversidad sexual en la forjada tradición argentina de no callar los horrores ocurridos en la última dictadura cívico-militar (repito, si se hubiesen puesto las pilas antes con una ley anti-negacionismo no tendríamos a un loco y a una amiga de Videla en la presidencia). El artículo que leí y me gustó sobre esta peli está escrito por Leopoldo Rueda, Profesor y Doctorado en Filosofía, publicado en la Revista Guay (2020).
Ambos largometrajes recogen la idea de la memoria conservada por una Panasonic y lo nostálgico de observar lo ocurrido para dotar el presente de un nuevo sentido, de enmarcar aquello que en su momento no entendimos o quedó inconcluso. El tono autobiográfico de las dos películas es indiscutiblemente conmovedor. Es una obviedad que no se puede volver a la mesa familiar de alguna Navidad entre 2004-2010 pero reencontrarse con el ayer de la infancia no debería ser tan tortuoso. En ocasiones me encuentro pensando que siempre vuelvo a estar en el mismo punto de partida y es bastante desalentador y absurdo (e improbable) a la vez. Quizás teniendo en cuenta una lógica cíclica sobre el tiempo tan distinta y exorbitante como lo es la mexica, se nos permite volver a analizar las huellas que dejamos atrás para construir un mañana mejor (si bien todo puede volver a ser malo, se supone que siempre todo vuelve a ser bueno). O nos sirve para cambiar la interpretación de los hechos a nuestra conveniencia. Porque, de todos modos, somos nosotros y el presente quienes decidimos narrarnos. Manejamos los movimientos del tiempo incluso teniendo o no una cámara digital en nuestras manos cotidianas.

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