Política

Modulaciones Conservadoras

Por Nicolás Fava
08 de agosto de 2023

Entramos a una época de modulaciones conservadoras. De múltiples movimientos pendulares, un saldo innegable de inclinación hacia la derecha del tablero político que al tiempo que da lugar a fuerzas, discursos y candidatos impensados, absorbe al resto hacia el mismo cuadrante. Lo vemos en la cultura, la militancia, los cierres de listas y el renombramiento de coaliciones. ¿Cómo interpretarlo fuera de la indignación o el cinismo? Borges añoraba la época en la que los conservadores tenían la decencia de llamarse conservadores. Es un buen momento para ser borgeano, porque lo es para el conservadurismo. Anotaciones para pensar antes de lo que hay que cambiar, lo que vale la pena conservar.

¿El conservadurismo se volvió de izquierda? El libro de Pablo Stefanoni -¿La rebeldía se volvió de derecha?- sintetizó el panorama de las alt-rights: gente que tiene una idea de statu-quo y pretende transformarlo radicalmente. Transgresores, antisistema, revolucionarios. Del otro lado sólo quedó la corrección política, la defensa de instituciones longevas o la promoción de agendas identitarias.

Asumamos las consecuencias prácticas de esa tesis: los movimientos populares tienen que vérselas con el conservadurismo: repensarse creativamente en términos conservadores, si se permite el oxímoron, para retomar un lugar ganador que dé respuestas a las necesidades de las mayorías.

Tal vez, así como están las cosas, el conservadurismo se vuelva de izquierda: “El pueblo nunca puede revelarse si no es conservador, al menos lo bastante para haber conservado una razón para rebelarse”, dejó dicho Chesterton en uno de sus mejores libros de ensayos. Walter Benjamin hizo un apunte en este mismo sentido cuando, pensando a contrapelo del progresismo, se refirió al socialismo como “freno de mano” de la historia.

Los movimientos populares siempre tienen una fibra conservadora. Entre otras cosas porque Revolución, técnicamente, significa un giro sobre un eje (una certeza, un orden). Ningún cuerpo puede girar al mismo tiempo en todos los planos. Ante la realidad nos podemos enojar, asumirla inmutable, o sacarle la ficha para hacerla jugar otro juego.

Ideas bárbaras. La chica con la que estaba saliendo preguntó quién es el personaje del sticker en la compu. El de los pelos parados y ondulados. Se llama Antonio Gramsci, le dije. Cómo te explico, no puede ser que no lo conozcas, te muestro unos videos. Entro a Youtube, busco. Miramos algunas cosas. No hubo próxima cita pero al menos caí en la cuenta de algo interesante: los mejores contenidos en español que hay sobre Gramsci son de intelectuales de derecha: hábiles influencers liberales, teólogos católicos. Toda gente de la cual el cabezón sardo fue y es enemigo.

Es curioso que el sector más intransigente del liberalismo se denomine a sí mismo libertario, categoría que históricamente designó a los movimientos de espíritu ácrata. Antonio decía que en la dialéctica histórica, el anarquismo es una proyección del liberalismo y no una superación del socialismo. Lo fascinante de su figura es que instaló en la conciencia militante que las grandes victorias políticas son precedidas por un cambio social y cultural.

Si algo ha entendido el neoliberalismo desde los 70´s, cuando su programa se empezó a internacionalizar, es la necesidad de intervenir en la cultura: conferencias, Think Tanks, libros, documentales, influencers y entronamiento televisivo de candidatos presidenciales.

La propaganda libertaria representa para la economía lo que el terraplanismo frente a la astronomía. Su divulgación deja de ser simpática cuando efectivamente se cuela y condiciona las instituciones, como si el terraplanismo comenzara a tener poder de decisión sobre los asuntos en los que reconocer la forma ovoide del planeta es fundamental. 

No inventaron nada. Sólo convirtieron la sociedad de mercado realmente existente, que deja a un montón de gente afuera de sus ecuaciones, en un ideal utópico para llevar a cabo hasta las últimas consecuencias. Algo así como hacer de la realidad una ideología, hipertrofiando la gravitación del ejercicio del derecho económico “de” (y no “a”) la propiedad sobre el conjunto del sistema de derechos.

Entre las formulaciones con las que se podría sintetizar la particularidad de nuestra especie, las de animal político o narrativo son las más benevolentes. También somos la única especie genocida del reino animal. La historia puede pensarse como el largo ejercicio de invención de todo tipo de instituciones y truquitos sociales para hacerle zancadillas a esa pulsión tanática consustancial. Lo que llamamos tradiciones no son más que las fotos de diversas molestias que en cada momento histórico hemos diseñado para la barbarie.

El liberalismo es una de esas grandes fotos y contribuyó a moldear buena parte de nuestros Estados, que en su mayoría adoptan un sistema económico capitalista de acumulación privada, pero en el marco de una estructura de derechos (creada por la presión de los grandes movimientos democráticos) que le pone límites a la voracidad propietaria.

De aquellos barros, estos lodos. Así se llama la película. Al menos en la parte occidental del mundo, y grosso modo, en la actualidad, las aguas se dividen entre un gran frente neoliberal y un gran frente populista que vienen a actualizar la antigua tensión irresuelta entre la foto liberal y la foto democrática. Neoliberalismo y populismo no serían versiones desviadas o deformes, sino la manera en que se nos presenta esa vieja disputa hoy. Si bien nadie habla de partidos internacionales con mandos unívocos y la pluralidad de cada bloque puede ser confusa, incómoda y hasta desconcertante, para quien quiera ver es notoria la coordinación que existe al interior de estos grandes polos.

No son etiquetas que buscan ser abrazadas e incluso son rechazadas como categorías por sus mismos cultores. Ningún partido llevaría en su nombre alguna de esas palabras. No es un problema de preferencias, ni el resultado de un certamen de sommeliers de ideologías. Es lo que hay. El neoliberalismo como la adecuación globalizada del programa liberal y el populismo como la formulación contemporánea de todo movimiento democrático.

Aunque hoy pueda sonar extraño, democracia es uno de los conceptos más malditos de la historia de las ideas políticas. Sin ir más lejos, el liberalismo vino al mundo chorreando demofobia y encontró en los demócratas radicales de la ilustración como Robespierre, sus más feroces contrincantes.

Fue recién después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el liberalismo pudo homologar los totalitarismos nazi-fascistas y estalinistas para crear el mito demoliberal de fin de la historia, que la palabra democracia, casi vaciada de su contenido, pudo empezar a considerarse una buena palabra, pasando a proponerse como sinónimo de economía de mercado.

Así se empezó a desbaratar el Estado benefactor y pasamos de sociedades con mercado a sociedades de mercado. La operación fue tempranamente denunciada por la Escuela de Frankfurt: de la amenaza del totalitarismo político, incuestionablemente violento, arbitrario y aplastante de la dignidad humana pero potencialmente cuestionable y superable políticamente, a la imposición de un totalitarismo de mercado impersonal, sin rostro, ingobernable e incuestionable con consecuencias en calidades de opresión y miserabilización de la vida humana no menos importantes.

El sistema es el otro. Son presentados como outsiders antisistema. Como si fueran un peligro para un supuesto statu quo o una hegemonía pro-social asfixiante y despontenciadora del agenciamiento individual. Bolsonaro llegó a decir que la ONU es comunista y Milei se despega de Juntos por el Cambio asegurando que es una fuerza socialdemócrata que tiende a un socialismo con buenos modales. 

Antisistemas de un sistema de derechos que a los ponchazos y con muchas limitaciones se fue abriendo paso hace sólo un suspiro histórico. Un orden mundial, sí, que lejos está de haberse consolidado y pende de un hilo. Este sistema potencial, que mal haríamos en tirar por la borda junto al agua sucia por su insuficiencia, es precisamente lo que garantiza la libertad material de millones de seres humanos.

Podríamos resumirlo como la aspiración de un Estado social y democrático de derecho, que aún convive con arcaicas restricciones impuestas por viejas fuerzas de genealogía feudal. Si ese sistema, ambivalente, limitado, eminentemente superestructural, de matriz liberal pero con rasgos sociales no hubiera existido, con la pandemia todes hubiéramos muerto.

De hecho, los autodenominados liberales necesitan romper las propias reglas decimonónicas de la matriz de los Estados modernos, ya sea para imponer sus planes económicos como para reprimir a los pueblos y perseguir a sus liderazgos cuando esos planes acaban mal.

Una de las cosas más interesantes del derecho es que puede decir cualquier cosa pero lo que va determinar que algo suceda o no estará dado por factores que no tienen que ver con la bondad de las leyes escritas. Hay leyes no escritas tan o más poderosas que las que se votan y son las que se producen microfísicamente de manera colectiva, cotidianamente. Los juristas hablan de “constitución material”.

El sistema socio-cultural en que vivimos sigue signado estructuralmente por el patriarcado, el capitalismo y el colonialismo, aunque icemos la bandera, cobremos aguinaldo o las personas gestantes puedan abortar. No así por el Estado social, las políticas de géneros o la soberanía nacional, que son incompatibles con y amenazan el orden de hecho en que se asienta gran parte de nuestra vida.

El pasado llegó hace rato. “No hay nada nuevo bajo el sol”; “Solo es nuevo lo que hemos olvidado”. La frase está en la Biblia y se le atribuye su primera formulación al Rey Salomón. La versión del olvido que llega hasta acá se dice que fue utilizada por Platón. La misma idea fue retomada por Bacon, Borges y el Indio Solari en el prólogo a Último bondi a Finisterre.

El pensamiento crítico contemporáneo parece haber caído dentro de una arena movediza que se llama cancelación del futuro. Casi no hay conferencia que no empiece por alguna cita sobre la incapacidad de imaginar futuros no apocalípticos. Se dice tanto que se torna sospechoso. Como una profecía autocumplida: ¡No somos capaces de imaginar el futuro! Si se repite suficientemente puede pasar a ser verdad. Como diría la Inca, capaz hay que agarrar la pala intelectual.

En 1972, Richard Nixon visitó Pekín para hablar con Zou Enlai. El presidente norteamericano le preguntó al dirigente chino qué pensaba sobre la Revolución Francesa. “Es demasiado pronto para valorarla”, fue la respuesta. La frase pasó a la historia como uno de los momentos de máxima ciencia y máxima confusión del pensamiento político chino. Nixon se refería a la toma de La Bastilla y Enlai respondió por el mayo del 68. No importa. Lo que dijo fue más interesante que lo que quiso decir. Era demasiado temprano en 1972 para sopesar las resonancias que tuvo la cabeza de Luis XVI rodando sobre París.

Inmediatamente antes del estallido del 68´, en La hora de los pueblos, Perón hacía un balance provisorio sobre la gran Revolución Francesa, anticipándose a la pregunta de Nixon:

“Ha terminado en el mundo el reinado de la burguesía. Comienza el gobierno de los pueblos. Con ello, el demoliberalismo, y su consecuencia, el capitalismo, han cerrado su ciclo, el futuro es de los pueblos. Queda el problema de establecer cuál es la democracia posible para el hombre de hoy, que concilie la planificación colectiva que exigen los tiempos con la garantía de libertad individual que el hombre debe disfrutar inalienablemente.”

El diagnóstico no se ha verificado, al menos todavía, históricamente. Pero el problema planteado mantiene vigencia. Aunque -y porque-, la Plaza de la Revolución hoy se llama eufemísticamente Plaza de la Concordia.

Una última imágen para ilustrar el concepto. Mientras los candidatos de la oposición en Argentina le ponen turbo a su voluntad arrasadora, sobreactuando una gestualidad retardataria que entienden modernizadora, los líderes de las dos opciones de Unión por la Patria representan cada uno alguna forma de conservadurismo: una figura asociada al Vaticano, la agroecología, los movimientos sociales y otra vinculada al Departamento de Estado, gobernadores e intendentes peronistas y empresarios nacionales. Modulaciones conservadoras, de eso se trata todo en este instante en el que conservadores somos todes.

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Nicolás Fava

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