Artificios

Método DIALeCtO

¿Cómo se conversa sobre filosofía? ¿Con qué palabras? ¿Cómo se construye un lenguaje compartido para hablar? Esta nota nos comparte algunas intuiciones: quizás no es tan importante preservar la exactitud semántica como lograr atravesar jutnxs el terreno de problemas que nos convocan.

Por Facundo Rocca
10 de octubre de 2024

En uno de los primeros encuentros de un seminario, Lucía, una estudiante, preguntó si yo creía que lo que andábamos intentando pensar –¿hay salida del encierro textualista de la teoría?; ¿cuál es, si acaso es sólo una?; ¿es, a su vez, deseable?– se podía hacer desde la filosofía de Gilbert Simondon. 

Lo que parecía preocuparle, creo, era si su lenguaje disponible, su tradición teórica, los nombres propios y los conceptos respectivos con que le gusta pensar algunas cosas tendría lugar en la escena teórica que yo estaba intentando balizar en la clase. 

Yo, que no soy fluido en simondonés, me encontré, más de una vez, disfrutando de escuchar a –y de pensar con– no pocas simondonianas y simondonianos que, sin embargo, usaban unos cuantos términos –tecnicismos: nunca mejor dicho– que se me escapaban completamente. ¿Qué podrá querer decir allagamática? No importaba: era mejor intentar entender qué estaban queriendo pensar con esa palabra. 

Entonces, Simondon sí, le respondo a Lucía. Sospecho –sólo puedo sospechar– que hablar en simondoniano de estas cosas puede funcionar. Su intuición funciona, me parece, en este terreno. 

Aunque también le digo que sólo tengo para sumarle otras intuiciones. Ninguna certeza sobre la precisión de los tecnicismos simondonianos, o sobre cómo correlacionan con exactitud en los puntos del mapa de la escena contemporánea de la teoría (hecho, por otra parte, de una cartografía inestable y ella misma sospechosa) por el que intento moverme, y en el que les invité a acompañarme en ese rato que compartimos.

Pero diciéndole esto entiendo, yo, algo fundamental: sí, el idioma simondoniano de Lucía, aunque yo no lo hable, es válido acá, no sólo porque sospecho que comparte problemas que nos son comunes, sino, simplemente, porque es el que tiene.

Quiero decir, lo digo: todas, todos pensamos con el lenguaje singular que tenemos. El que encontramos, el que pudimos armar, como resultado de un variable compuesto de decisión, contingencia, afinidad y disponibilidad. Se sabe: nadie elige su lengua materna. Pero, en algún sentido, tampoco elegimos el dialecto de nuestras alma mater. Ahí donde nuestra curiosidad se hizo de algunos saberes, en aquellos sitios donde encontramos un intolerable y nació una zona de nuestra subjetivación política, ahí donde pusimos la atención o nos pusimos a hacer algo, ya había gente hablando de eso (y de la vida) de alguna manera. La aprendimos. Hicimos, a veces, todavía algo más: la transformamos un poco, le agregamos algo que escuchamos en otro lado. Incluso la usamos poéticamente: fabulamos. Otras veces la hablamos incluso de formas más peculiares, entre unos pocos, en secreto: en esos códigos de la amistad, del amor o de la conjura militante.

De una forma u otra, esa era la lengua que había, esa es la que tenemos. No alcanza, pero el remedio no es que asumamos estar a distancia de algún grado cero del pensamiento. No aprendimos el dialecto equivocado, no nos falta la lengua verdadera de la Teoría que estaría siempre en otra parte, que sería siempre de otro. El Otro sólo tiene otro dialecto. Igual de idiosincrático, igual de fallido, igual de contaminado de tanta casualidad como el nuestro.

Entonces, lo único común no es la lengua disponible o por venir, sino los problemas y el terreno movedizo en el que estamos. O este terreno con sus problemas, este campo vectorial de desplazamientos en las cosas y en nuestras ideas. Este mundo de cambio climático y estos cambios climáticos en nuestro pensamiento. Mejor hablemos de eso, con las palabras que tengamos, sean cuales sean. 

Porque en este mundo de crisis, no tenemos tiempo para decidir definitivamente sobre el mejor idioma, o para inventar un nuevo lenguaje global, sistemático y purificado. No hay tiempo para un esperanto de la teoría. Tampoco para el advenimiento de un verdadero profeta que nos enseñe, por fin, el lenguaje divino y universal de las cosas: la forma sagrada de leer la palabra exacta y encontrar el sentido originario.

Hay, por otra parte, en el territorio del pensamiento, suficientes espacios para esa espera, para esos ritos, para esos sacramentos del lenguaje. Monasterios centenarios o milenarios donde se guarda el canon y otras cosas serias; tolderías de tribus más o menos extendidas, más o menos novedosas, que adoran a uno u otro tótem con rostro de pensador francés o alemán y, a veces, quizás del sur global (¡hay incluso cultos matrilineales con diosas y ancianas venerables!); prisiones disciplinares donde se le hace producir valores al saber; y ciudadelas amuralladas, paranoicas, levantando todavía más alto los muros para renegar de la inundación inminente de sus certezas: espacios, de alguna manera, donde algunos se sienten seguros. Con la seguridad de que están en lugares donde no se habla en dialecto, sino como corresponde o se debería. Demasiado convencidos, quizás no de la univocidad del lenguaje, pero sí de la posibilidad de un lenguaje, a resguardar o construir, mucho más adecuado que otros. 

Salir del encierro textualista y narcisista del lenguaje quiere decir en principio esto: abandonar ese refugio de la pequeña diferencia, esa tonada que, muy segura de sí misma, se cree lengua universal.

El paisaje de los problemas contemporáneos es precisamente todo ese enorme espacio abierto y accidentado que está afuera, en el medio. Entre los monasterios, las tolderías, las prisiones y las fortalezas de la teoría, las cosas: el espesor abigarrado del mundo.

Ahí, en la aventura de “hacer teoría a campo abierto” –como le escuché decir algunas veces a Facundo N. Martin–, nos encontramos quienes por alguna razón u otra quisimos, pudimos o tuvimos que salir a las tierras exteriores. Ahí descubrimos un paisaje profuso de cosas sugerentes para el pensamiento y de múltiples focos de incendio que, tal vez desde lejos, o desde lo alto, no se aprecian en su auténtica belleza ni se sienten en su evidente magnitud.

Mientras algunos sueñan con purificar al fin su lengua de cualquier acento o marca de localismo y, sobre todo, con enmudecer los modos equivocados de hablar de los demás, muchas cosas preciosas se queman. Se queman en serio: sin metáfora, en la literalidad del incendio y la catástrofe.

Ese territorio prendido fuego de problemas y de ideas era el espacio por donde ya circulaban los desertores, los que se aburrieron de todo eso que pasaba adentro, los enviados diplomáticos, los herejes, los mercaderes de ideas, los exiliados, los fugitivos, no pocos profetas en búsqueda de creyentes, las partidas de caza que intentan atrapar algo de realidad para llevar de vuelta a esas fortalezas hechas tan sólo de palabras, los paseantes, los vagabundos, los entusiastas de la naturaleza, las cuadrillas policiales persiguiendo a los prófugos de los glosarios. 

En ese terreno de desplazamientos se producen, inevitablemente, encuentros. Ahí vamos aprendiendo, mal, siempre mal, algo de los léxicos y la jerga de los otros. Lo hacemos porque encontramos problemas comunes, asuntos que resolver. En la premura de esas cosas, no hay tiempo para esperar una traducción simultánea perfecta o para la invención arquitectónica de un lenguaje universal sobre la planicie convulsionada del mundo. ¿Quién podría querer reconstruir la Torre de Babel cuando la vida está en riesgo o la tierra se rompe? Por eso en los campamentos, en las encrucijadas, armamos lo que podemos: formas precarias de traducción, dialectos comunes improvisados, lenguas pidgin; a veces, lenguajes no verbales: gestos, señas. 

Así, descubrimos que los problemas son un mejor criterio de rigurosidad que la sintaxis. Preferimos ser exigidos por las cosas y no por los diccionarios o los monjes de la gramática.

Toda esa charlatanería y gesticulación en el campo abierto de la teoría produce, sin dudas, malentendidos, ruido, rupturas en la comunicación y, a veces, muchas veces, conflictos. Mucho más cuando no sólo usamos nombres distintos para las mismas cosas, sino cuando, en no pocas oportunidades, la misma existencia de las cosas –las que vemos y de las que estamos seguros que son o se hacen de determinadas maneras– es lo que está en cuestión. 

Entre el ruido se nos abre así, sin embargo, la posibilidad de hacer verdaderamente, al fin, cosas con palabras, con los demás, y con las urgencias del mundo.

Es en este campo abierto donde no encuentro únicamente a quienes hacen palabras  simondonianas con las cosas, sino también a aquellas derridianas que quieren intentar leer una planta o una piedra y recuperar un protocolo de lectura sobre la prosa del mundo; a posestructuralistas en busca, en vez de corpus, de cuerpo (¡con órganos!); a los marxistas que salieron furtivos de la ciudadela de la teoría sólo social con un plan para hacer volar por los aires un oleoducto y redescubrieron una materia viva y unos artefactos que no cuadran en la gramática del materialismo histórico; algunas cuantas lingüistas con ganas de seguir los rastros del signo, siempre escurridizo, incluso hasta el corazón salvaje de la selva; y a no pocas feministas decididas a abrirse las entrañas, ir más allá de la piel y hacer comunidades no con “hembras humanas”, sino también, y sobre todo, con biotecnomujeres, animales, monstruos y otros bichos: mis amigas y mis amigos, en definitiva, con quienes, aunque muchas veces no hable el mismo idioma, hablo incesantemente. 

Un corolario al paseo por el campo teórico: la enseñanza de la teoría no puede ser un curso de idioma. Una clase es un fracaso cuando se transforma en un intento de curso acelerado en la lengua del profesor que la imparte, ya sea porque esté muy seguro de que su palabra es la lengua al fin verdadera y no un dialecto posible –entre otros– con el que pensar algunas cosas, ya sea porque tal certeza sea supuesta por el auditorio. 

Algo mucho mejor sucede, por el contrario, cuando una clase se levanta como un campamento en el territorio de lo que importa, como una delimitación precaria de un espacio de problemas comunes donde alguien, algunas, algunos se hacen responsables del trabajo (a veces tedioso; muchas, tenso; usualmente conflictivo y no siempre eficaz) de sostener la traducción infinita entre las palabras con las que cada persona llega a sentarse, con otras, alrededor de una urgencia encendida.