Literatura

Leer a Proust y jugar al Death Stranding

Leer un libro largo, difícil, complejo, altera nuestro día a día. Este es un ensayo sobre esa posibilidad de cambiar la temporalidad en que vivimos. Para eso, hay que dejar de pensar en consumir y volver a pensar en la experiencia. Dialogando con otres ensayistas del presente, Elías Fernández Casella propone una defensa del tedio apoyándose en Hideo Kojima, Mellville y el stream del Conicet.

Por Elías Fernández Casella
30 de agosto de 2025

Hace tiempo que no puedo relajarme viendo una serie. En cierto momento, consumir cultura se me volvió un trabajo, y no porque haga crítica cultural, sino porque opinar dos meses más tarde sobre algo de lo que ya se dijo todo apenas salió se siente desubicado. Los nuevos lanzamientos se consumen a la velocidad del presente.

Es tonto. Ya sé. Se habla más de Almost famous (2000) que de The zone of interest (2024) porque una tuvo cierto impacto cultural generacional y la otra es solo una película más sobre el holocausto, con un giro interesante de perspectiva. Pero me da la sensación de que todo producto cultural, incluso el más inteligente, viene acompañado con un montón de ruido. Y que a la discusión pública le falta “aire”.  La pregunta ya no es “¿qué me dejó esta obra?” sino “¿qué experiencia tuve mientras la vivía?”. Si estamos cortos de respuestas, o si la mayoría son más bien intrascendentes, quizá sea porque la palabra que vengo usando para hablar de todo esto es “consumir” en lugar de “experimentar”. 

Sí, la mirada de la crítica canónica estalló. Pero la contracara de esto son los canales de crítica que se centran en anécdotas, trivia, o meras impresiones. La tendencia es a cuantificar esos consumos. Más allá de Letterboxd, Goodreads, o la plataforma de listas y puntuación de preferencias, es difícil encontrarse con un lugar que te permita la interpretación abierta, inconclusa. Se deja un comentario como quien da por finalizada una tarea. La de clasificar, caratular, archivar. 

“Mi novio termina de ver una película y va a YouTube a ver un video de tres horas para decidir si le gustó o no”, dice una usuaria de Twitter. El mismo espacio que me clasifica a mí sin conocerme, donde entro para ver qué tiene para decir de mí alguien que ni siquiera sabe quién soy, que no me nombra pero que parece tomarse muy en serio que no me gusten las pasas de uva. Esa mirada desde la alcantarilla de la que hablaba Pizarnik ya me pulveriza los ojos sin accionar ninguna rebelión. 

Puede que a veces consuma más libros de los que puedo recordar, más películas de las que puedo prestar atención, consiga más videojuegos de los que puedo jugar. Y siempre que puedo ver una película, calculo el tiempo casi al detalle para no resignar tantas horas de sueño. Pero me falta algo. Me falta la posibilidad de accionar en la trama, de participar en lo que ocurre. Es parte del clima de época: hasta gestionar las finanzas personales exige un esfuerzo del pensamiento que muere en lo inmediato, organizar qué día compro qué cosa en qué lado, cuándo pago qué cuenta y a través de qué aplicación, en qué momento compro qué bolsa de qué cosa de cuántos kilos para mis gatos. El río es cada vez más caudaloso y pescar se hace difícil, en especial cuando empiezo a correr detrás de aquello que me fascina. Leer clásicos es una forma de ir a lo seguro. Encontrarme con amigos, a los 34 años, es también apostar a un remanso, incluso cuando todos tenemos doscientos problemas que no vamos a resolver en mucho tiempo por la urgencia del contexto y los imprevistos que aparecen en el medio.

Si bien en los videojuegos hay prácticas parecidas, como “coleccionar logros” (una suerte de insignias que te dan a modo de premios para que saques chapa entre tus contactos) y las páginas de críticas con puntaje existen, la propia dinámica del medio hace que sea medio imposible sentarse, jugar, terminar puntuar e ir a lo siguiente. 

Imagen: Death Stranding.

 

Si Proust es el caso paradigmático para hablar de la lectura compleja es porque En busca del tiempo perdido es la novela que encabeza todos los rankings de “libros más abandonados de la historia” junto al de “libros que la gente dice haber terminado de leer”. Impostura y academicismo son dos cosas muy diferentes, por supuesto, pero tienen un origen común: cuando se refieren a “En busca del tiempo perdido, muchos bibliófilos (tanto de Pinterest como de Puan) lo mencionan como un desafío pivotal en la vida de un lector. Algo a resolver, una meta a conquistar. Con un discurso que podría venir graficado con un dibujo en corporate memphis de un hombrecito que escala una montaña.

Es que la novela en siete tomos que el francés Marcel Proust (no) terminó postrado en cama durante el último tercio de su vida es uno de los mayores cucos y desafíos lectores para cualquiera que quiera meterse a leer clásicos, y que viene acompañado de una promesa de satisfacción. Es, por un lado, un recorrido de frases largas y tediosas, cargadísimo de belleza. Es, por el otro, un recorrido en primera persona por una sociedad en la que comienza a perder terreno la vieja aristocracia mientras ven ganar terreno a los “nuevos ricos”, al tiempo que estalla el “affair Dreyfus”, un escándalo de espionaje oficial en el que se termina por demostrar que las acusaciones sobre el principal sospechoso se deben, sobre todo, a que es judío. Pero es, sobre todo, un largo monólogo interno sobre crecer, fascinarse con el arte y las personas, la disonancia de la vida y, sobre todo, la complejidad de las pasiones (lo que es y lo que parece ser el amor). Proust solapó y sublimó muchas cosas en esta novela, empezando por su sexualidad.

Por fuera de lo anecdótico y de toda esta mística del desafío que lo envuelve, En busca del tiempo perdido es una obra repleta de belleza. Uno de los que mejor la describe es Samuel Beckett, que en su ensayo “Proust” dice lo describe así: “Es un estilo cansador, pero que no te fatiga la mente. La claridad de las frases es acumulativa y explosiva. El cansancio que se siente es un cansancio del corazón, un cansancio de la sangre. Después de una hora uno queda exhausto y enojado, sumergido, dominado por la cresta y el estallido de metáfora tras metáfora: pero nunca atontado”.

En busca del tiempo perdido no puede leerse sin perder el tiempo. No es un tratado sobre antisemitismo. No es una crónica de la vida cortesana en Francia. No es un ensayo sobre el paso de las distintas etapas de la vida. Es el divague, en clave poética, de un hombre que quiere ser escritor y que tergiversa sus recuerdos para hacerlos encajar en un formato que justifique dárselo a leer a un público. Sí, leer esta novela de 3000 páginas es una de las actividades más tediosas e inútiles en las que pueda desinvertir el tiempo. Y ahí está la gracia.

Los influencers de productividad dicen que el tiempo es el valor más importante que tenemos. Es verdad. Ya estaba explicitado en la teoría del valor trabajo, que determina el valor de un bien por la cantidad de tiempo socialmente necesario para producirlo. Rara vez descubren estos muchachos algo que no sea la pólvora. Sin embargo, Proust invita al recorrido más nimio e intrascendente por su pequeño fragmento de paso por el planeta para que lo acompañe quien tenga ganas.

Claro que lo hace desde la egolatría. Una parte importante de esta novela trata, justamente, sobre cómo descubre el mundillo del arte en un circuito de autovalidación endogámica y cómo se inserta en él como ensayista y escritor. Escribir puede ser, de por sí, un acto muy ególatra. Uno decide pasar en palabras, con una forma, un montón de recursos y la forma más afecta posible a la atención del otro, con la intención de retener su atención, de que pasen irrecuperables horas de sus vidas enfrascados en lo que uno tiene para decir. Se entra ahí, supongo, porque se entiende que va a encontrar una conversación más interesante que el pasado, presente y futuro de la situación climática.

Además, y esto es una advertencia, no tiene sentido arrancar El busca del tiempo perdido y dejarlo en el segundo libro. Cuanto más se avanza en los sucesos, más hace sentido lo que vino antes. No se entienden por completo los primeros volúmenes sin el último. Dudo que Proust haya planificado esto, siendo sobre todo que se murió antes de que salieran los últimos tres tomos. Parece ser, más que nada, un efecto de escribir sobre la experiencia. El después se articula como un retrato psicoanalítico. Extenso, soporífero, e incapaz de dar soluciones inmediatas. Pero fascinante.

Es una de esas obras, al igual que el Ulysses o The infinite jest, que vienen con manual de instrucciones. Una de esas obras difíciles de seguir en idioma original y en las que elegir una buena traducción es importantísimo. Es el tipo de texto para el que muchos sienten que se tienen que preparar como quien sale de expedición a una selva inexplorada. 

Me impacta, entonces, que la obra más cercana a levantar una controversia sobre contenido, extensión y ritmo al estilo de En busca del tiempo perdido haya sido un videojuego. Ya vamos a volver a eso.

Otro caso de clásico entre los clásicos que los lectores tienden no sólo a abandonar sino a intentar leerlo cuando están en la adolescencia y tienen todavía poco ejercitado el músculo lector es Moby Dick. Quizá por lo clásico y repetido de sus adaptaciones, o por lo sencillo de su argumento (un capitán enloquecido lleva su tripulación a la caza de una ballena blanca gigante que le arrancó la pierna, en un viaje destinado desde el primer momento a la tragedia), los lectores rebotan varias veces contra esta novela. Yo intenté varias veces hasta que conseguí una copia en inglés. Y ahí se resolvió la brecha: el estilo de Melville es delicioso, y la música que pone a su relato, casi imposible de trasponer.

De nuevo: leer Moby Dick en una versión reducida es no leer Moby Dick. Por más que la acción que todos conocemos de esta novela transcurra en las 100 últimas páginas de un libro que ronda las mil. Pero así como En busca del tiempo perdido tiene un tercer tomo repleto de largas descripciones sobre las interacciones más soporíferas entre hombres y mujeres importantes pero intrascendentes, Moby Dick tiene unos cuantos capítulos de entradas enciclopédicas, que listas cientos de tipos diferentes de ballenas durante, fácil, 50 páginas. ¿Podría uno saltearse esto? Sí. Tal vez está pensado para que lo hagamos. Para que transitemos esas páginas como las transita su personaje. Como la acedia que vive el protagonista adolescente de En busca… cuando descubre “El mundo de Guermantes”. 

Distinto es el caso de los capítulos sobre cómo se extrae la grasa de cachalote, cómo cuchichean y hablan mal de otros los aristócratas cortesanos, cómo se siente el sol en la cara y qué virutas de luz devuelve la mañana. Esa “permanencia de lo intrascendente” ocurre en otros tantos clásicos.

Por supuesto, no es que hace veinte años el público lector se tirase de cabeza a los ladrillos. En un artículo titulado “Una defensa del mamotreto”, Milagros Porta comenta que “el llamado boom latinoamericano está compuesto por mamotretos”, y que fue acaso “una de las características contra las que escribió la generación de los noventa (…): menos solemnidad, menos enrevesamiento. Su discurso, situado históricamente, tiene un punto. El problema aparece cuando una renovación se cristaliza en otro estilo de época”.

En 2025, más que un estilo, parece haberse cristalizado un modo y ritmo que hace difícil toda experiencia, en particular la cultural. El escritor, editor y empresario Hernán Casciari se volvió viral (y levantó tremendo quilombo) por un fragmento de entrevista en el que decía que no tenía sentido pretender inculcar a su hijo el hábito de la lectura. El recorte fue malintencionado y vino a buscar la polémica, porque en la misma nota hablaba de lo valioso de la lectura. Pero como en toda época hay tendencia a adaptar los medios a lo que requieren los formatos actuales. 

Imagen: Los delincuentes.

Cuando se estrenó Los delincuentes (2023), la crítica hablaba de una película “eterna”, con enormes silencios y que a más de una persona le llevaba días para terminarla (siendo que ya de por sí dura 3 horas y media). Pero aquél sosegado y plomizo peliculón de Rodrigo Moreno, si hay algo que hace bien, es diferenciar el ritmo de la ciudad y el de la naturaleza perdida con el de los diálogos y la longitud de sus escenas. Si uno consigue meterse en el ritmo (e ignorar la actuación de Esteban Bigliardi), se encuentra con una película muy sensible, que cuenta incluso a través de la manera en que maneja sus tiempos.

Más allá de la justificación artística o ideológica, el sistema se retroalimenta para subirse a la trend del consumo anecdótico y olvidable. “Este libro es impublicable, por eso lo voy a sacar con mi propia editorial”, me dice un editor que me confía un texto de 300 páginas con una aceptable y nada exagerada búsqueda de juego sobre las formas. Claro que la industria editorial, en especial la de sellos pequeños y medianos busca la manera de sobrevivir. Hoy por hoy, tras cinco años de crisis, resiliencia y reinvención en el rubro, algunas editoriales apuestan por textos de libre dominio, reducen tiradas y publican menos novedades de autores locales mientras buscan cómo darle una vuelta de tuerca a la difusión.

Lo material se impone. Pero esto no significa que la demanda por algo fascinante, complejo y que requiera de nuestra atención no existe. El mes pasado, la transmisión por stream de la campaña submarina en la fosa de Mar del Plata en la que participaron científicos del CONICET demostró algo lógico: que la gente que hace ciencia es humana y ama lo que hace. Que la confusión entre seriedad y rigurosidad necesita ser desatendida ya mismo. Que un Incel es doce mil veces más robótico que un especialista en agujeros negros, por más que The Big Bang Theory haya cristalizado el estereotipo del nerd inhumano. Pero, sobre todo, que había mucha gente con ganas de colgarse mirando ese contenido.

Los clásicos, en general, no se pueden bingewatchear. Son precisamente títulos para los que en general hay que tener entrenado el músculo de la lectura. Moby Dick se lee como un viaje. En la lista de los clásicos inmensos, es mi favorito, y lo es porque consiguió que los meses que pasé con ese libro en la mano se parecieran a los meses de una expedición en alta mar, rodeado de aburrimiento, tensión y locura. Cuando lo terminé, casi se me escapa una lágrima, porque la soledad en la que Ishmael quedaba en medio del océano se parecía a la que yo sentía al terminar el libro, como si hubiera perdido a todos esos compañeros de tripulación.

Es que la vida pasa, y la llenamos de contenido. Puede ser tediosa, pero sobre todo es exigente, cansadora y está llena de ruido. De todo esto la conclusión más sencilla, más navaja de Occam, es que hay poco espacio para el disfrute. Somos una máquina de clasificar. No sólo en la era del tecnoextractivismo somos la fuente de nuestros datos, sino que transformamos una enorme parte de nuestro disfrute en un trabajo de clasificación. En otro capítulo de “la forma mercancía suple el valor de las relaciones humanas”, ahora consumimos, puntuamos, clasificamos y a otra cosa.

El videojuego con el que me puse en pausa

Un ámbito donde esto irónicamente no ocurre todavía en forma marcada son los videojuegos. Muchas cosas tienen en común con la literatura, entre ellas que son actividades que se presumen solitarias, y que además se presumen inútiles para mucha gente, como ese tío de mi vieja que cuando de chico me veía con un libro me preguntaba si estaba estudiando y cuando le decía “no, estoy leyendo nomás” me hacía “meh”. La pregunta entonces es ¿qué buscamos en la lectura? ¿El disfrute y el desafío o la acumulación de libreas? -tiemblo de pensar en los originales de siempre comentando esta nota con ESA frase de Dolina que los hace sentir únicos-.

Si bien existe la crítica especializada y las puntuaciones de los fans, los videojuegos conservan todavía una ventaja: una enorme fracción snob de la academia se resiste a entender que muchos de ellos son un hermoso ejercicio de transposición de medios y disciplinas artísticas, entre los que se cuentan algunas de las obras de terror y ciencia ficción más interesantes de los últimos tiempos, que además tienen el potencial y el valor de poder conectar de forma mucho más íntima al jugador con la experiencia. Cualquiera que haya jugado un buen “survival horror” sabe de lo que hablo. Una buena historia, en un buen videojuego que integre ambiente, guión y recursos con un sistema de controles inteligente, “se siente”. Incluso entre las obras más figurativas, con gráficos que están lejos del hiper-realismo, títulos que usan de los mismos recursos que la condensación y el garabato, ya sea por la escasez de sus recursos técnicos o por elección, como quien busca implantar un estilo diferenciado en una obra animada.

Cuando vi que estaba por salir la segunda parte de Death Stranding, la polémica obra del director Hideo Kojima, fui derechito a descargarme el juego original, a sabiendas de que era una obra que llevaba en promedio 50 horas para terminar (tranquilamente, un seminario de la facu), y cuyos fans eran tirando a insoportables, lo que tiende a predisponerme mal.

Lo encaré con cautela, como quien no se quiere dejar llevar por el entusiasmo de quienes la consideran una obra maestra del videojuego que combina el cine, la experiencia del movimiento y el espacio virtual con una maestría inigualable, ni la polémica de quienes vieron en Death Stranding un videojuego pedante, que trataba únicamente de llevar paquetes de un lado a otro, conversar con un holograma y ver una escena de veinte minutos protagonizada por alguna estrella del cine en las fronteras del mainstream y la zona de Bafici como Mads Mikkelsen, Margaret Qualley, Leah Seydoux, Guillermo del Toro, junto a cameos de personalidades como Conan O’Brien con un gorrito de nutria.

Me terminé encontrando con una rutina, con un momento del día en que por fin podía concentrarme en disfrutar de algo sin pensar en casi nada. En este juego, el desafío es el terreno. Hay que atravesar ríos, subir montañas, apilar los paquetes en la espalda o llevarlos en la mano de tal forma que no te descalabren el equilibrio. Y si uno muere atacado por saqueadores o por los espectros que vienen con la tormenta para arrastrarnos a un combate en el que usamos bombas hechas con nuestra propia sangre, no importa: el personaje principal es inmortal. Quedará un cráter en el terreno donde “fallamos” y nada más que eso. 

Imagen: Death Stranding (Director’s Cut).

El juego sigue. Y en mi cocina ya están las milanesas, más tarde cae un amigo a casa, cenamos, hablamos de lo caro que está todo y nos disponemos también a seguir con nuestras vidas. Jugar Death Stranding fue lo más parecido a no hacer nada, uno de los pocos momentos de relax de la semana. El único riesgo era engancharme de más. ¿Qué hay en un videojuego que no tenga el mundo real? Quizá la posibilidad de estar en un espacio cerrado, de entrar y salir a cualquier hora. Aquello que algunos criticaban del juego era justo lo que necesitaba: “un juego sobre nada”. Como Seinfeld. Quizá necesitamos no tener nada para decir por un buen rato. Vivir situaciones, solo situaciones, sin llenarnos todo el tiempo de lecciones.

Death Stranding no me pareció maravilloso, ni el mejor juego que haya probado jamás. Pero sí que me hizo vivir el día a día de otra manera. Si uno los experimenta como se debe, muchos videojuegos son un formato que pide estar presente, prestar atención a lo que uno hace y, sobre todo, que tiene objetivos a cumplir. Pero Death Stranding te pide que lo hagas a tu ritmo, sin grandes consecuencias. Descubrí que la misma experiencia sensorial, el mismo imperativo de pausa activa era el que había tenido con Moby Dick y En busca del tiempo perdido. Ver un “let’s play” de Death Stranding (un tipo de video en Youtube donde los espectadores ven jugar a otra persona) es prácticamente inútil. Lo tenés que experimentar.

“El cuarto lugar”

Cuando Francella critica a las películas que “le dan la espalda al público”, no es que ataca solamente al cine independiente. Está a la vez defendiendo las bases de un tipo de cine. De una forma de hacerlo y de consumirlo. Cortas y efectistas. Pensadas para arder más que durar. Para verlas distraído. El modo estandarizado de consumir contenido (sobre todo escrito) se parece un poco más a lo que denunció la poeta y periodista Leticia Martín cuando publicó su ya famosa nota “Nadie lee nada” en el diario Perfil, que no leyeron siquiera sus editores.

Tal vez es un milagro que estemos citando todavía esa nota, que no cayó todavía bajo la línea de flotación de la deep web, bajo el peso del SEO y los artículos patrocinados. Un milagro que se da entre exceso de cognición atrofiada. Desconectada del cuerpo sensual. En la lógica de ver y procesar, seek and conquer. Coleccionar consumos como quien atrapa pokemones. Es el multitasking. Es la cinematografía de las dos pantallas. Guiones que cada vez más siguen la lógica de las telenovelas, que tienen un estricto sistema de reglas hechas para que uno las pueda retomar en cualquier momento y lugar, que te muestran lo que pasó hace 10 minutos en un flashback y repiten los nombres de los personajes todo el tiempo. Lo que “Nadie lee nada” dice va más allá del mamotreto: toda lectura, hasta que se demuestre lo contrario, es de antemano diagonal.

En otro artículo de esta revista, Manu Wainzinger habla de las salas de cine como “El cuarto lugar”. Pero esa experiencia, la de ubicar un proyector frente a una pantalla y compartirla con gente apasionada por ver películas, se puede dar en un camino, una biblioteca, una charla posterior a la proyección. Lo importante es que el “cuarto lugar” abre un nuevo espacio, para conectarte a través de un suceso que no se inscribe en la casa, el trabajo y la recreación. Algo incompleto como incompleta es la vivencia. El objeto a lacaniano, ese resto irreductible que causa el deseo y nunca es del todo alcanzable o representable.

La literatura no tiene por qué hacerlo a uno feliz. No tiene por qué hacerlo mejor persona. No viene a solucionar nada, sino a abrir, a desdoblar, a veces en exceso. Algunos escritores, que publican doce veces la misma novela, dan la impresión de hacerlo por el goce de removerse la llaga hasta cansar a su propio público. 

Hay disfrute en la lectura. Hay disfrute en escribir. Escuchar música, jugar videojuegos, ir al teatro. Se trata de ir a lo intuitivo. A lo sensible. Es como cocinar y saber cómo van a quedar los elementos combinados, percibirlos como la rata de Ratatouille. Encerrar lo complejo, lo abierto, lo de interpretaciones múltiples, tanto en la simpleza del marketing como en la rigidez de la academia, es un acto autodestructivo.

Si hay algo que hace En busca del tiempo perdido es aludir a lo cotidiano. El personaje de Marcel no es un tipo querible. En ese pequeño y poco sutil juego de sustitución de identidad, que funciona casi como los anteojos de Superman o la peluca de Hannah Montana, Proust se pone a salvo para volcar sus miserias (y sobre todo las del mundillo que lo rodea) sin que pueda haber demasiadas consecuencias. Este personaje es una especie de coma, de letra chica, de cláusula defensiva para su honor. 

Imagen: Stardew Valley.

Ahora: las obras largas sí que tienen éxito. Se llaman bestsellers y tienen un público particular. Lectores que quieren pasarse meses con un libro. Ediciones que incluso ganan un valor extra por ser extensas puesto que el lomo del libro termina siendo más amplio, más vistoso, más resaltable en los anaqueles y estanterías. Abren fandoms, arman comunidades (algunas más sanas que otras). Entre ellos se consolidaron nombres como Stephen King, John Katzemback, Mariana Enríquez, Stieg Larsson, Isabel Allende, George R.R. Martin. Autores y autoras que inician un fenómeno (también de marketing) pero que consiguen a un público inmenso que devora libros de 500 páginas en una semana.

El videojuego “de autor”, por otro lado (y al igual que el libro), está muy ligado a sus condiciones de producción. Sencillamente, porque un desarrollador independiente tiene más ideas y ganas de experimentar que plata y tiempo. Está el caso paradigmático de Eric Barone (ConcernedApe), que desde 2016 se dedica casi en exclusiva al único juego que tiene publicado, Stardew Valley, mientras desarrolla Haunted Chocolatier bajo la paciente expectativa de sus fans. 

Viene bien un comentario sobre cómo Hideo Kojima terminó haciendo Death Stranding: el director, creador de algunos de los videojuegos más afamados de la historia como la saga Metal Gear acababa de ser despedido de Konami, la empresa de videojuegos en la que trabajó desde 1987, después de una polémica interna repleta de chismes de la que todavía se habla. Cuatro años más tarde publicó Death Stranding a través de Kojima Productions, el estudio que había fundado en 2005 dentro de la órbita de Konami. Los fans esperaban un maremagnum de acción y se encontraron con un “simulador de caminatas” que de sus primeras tres horas tenía, por lo menos, dos horas y media de cinemáticas (escenas no-jugables).

Las buenas impresiones comenzaron a llegar recién después de 10 horas de juego. Y es que la experiencia iba mucho más allá que el mero consumo. El juego no te pedía que lo termines cuanto antes, sino que exigía tu atención mientras  Que exigen tu atención mientras técnicamente “no pasaba nada”.

De Death Stranding también se dijo que no era un juego “para principiantes”. Posiblemente por la impresión que tenemos de los videojuegos: un caos de disparos o pelotazos sin valor sensorial o narrativo. Este juego, en cambio, era tan ambicioso e imperfecto, repleto de ladrillos mal puestos, que inevitablemente iba a provocarnos algo.

“¿Y esto para qué sirve?”

Dicho todo esto, ¿hay algún valor disruptivo en abstraerse en la ficción, sumergirse 60 horas en un videojuego? En su momento, el cineasta Jean-Luc Godard anunció que se retiraba de todo tipo de cine narrativo porque sería un modo ineficiente de tratar con los abrumadores problemas del mundo. Algo similar hizo Cortázar. En ese sentido, puedo entender a quienes no terminan de asimilar el potencial de las ficciones como vehículo de transformación cultural.

En ese mismo artículo donde defiende “el mamotreto”, Milagros Porta dice que “una escritura de ficción que no toma el mundo narrativo como algo dado (así como ciertas ideologías se conforman con movimientos microscópicos dentro del capitalismo) ni es inconsciente a la hora de inscribirse en un estilo o forma estandarizada (lo que en alguna medida sería una actitud conservadora frente al texto) ejerce una soberanía que puede llegar a tener un potencial subversivo”.

Ceder el espacio es un error y es un desperdicio. Juegos como Disco Elysium o Baldur’s Gate son éxitos atronadores, tienen narrativas complejas y representan una complejidad ideológica que algunos clásicos del cine o libros publicados en los últimos 20 años con la intención de remover el avispero no alcanzan. Por supuesto, eso no quita que los fans del videojuego sean más infumables que el cinéfilo promedio, en especial cuando es un formato que históricamente estuvo dirigido a un público masculino y belicista. Pero pensar que en ese grupo muere el público del videojuego solo es síntoma de no haber hablado sobre el tema con la cantidad suficiente de personas.

¿Es esto una crítica a la autoficción, a los libros de 90 páginas, a los videojuegos de tiros y las películas de Adam Sandler? No. Eso podría pensar alguien en twitter. Alan Moore, el emblemático guionista de cómics que rompió los moldes en los años 80 introduciendo en el mainstream la anti-novela de superhéroes, donde deconstruía los tropos y estándares de sus protagonistas tratándolos como obras para adultos, dijo en una entrevista que el cine infantilizado era muy afecto a la ideología fascista, porque implicaba una visión reduccionista del mundo.

En ese sentido, parece un excelente momento para reunir fuerzas y encarar obras complejas. Conquistar y complejizar. Se trata de defender lo complejo. El tiempo lento. El no hacer, la interpretación abierta. Y usar eso para des-achatar la discusión pública. Para vivir un poco. Para tener de qué hablar con la excusa de aquellas ficciones de las que es difícil olvidarse no por lo que nos dijeron sino por cómo nos hicieron sentir mientras las experimentábamos.