Urbe
El cuarto lugar
Por Manu Wainziger
08 de abril de 2025

Esa es la claridad de lo invisible:
la suavidad derrota a la dureza
y a la fuerza se impone la ternura
Lao Tse: XXXVI
En Buenos Aires tengo un amigo que hace recorridos por lo que fue y es la costa de la ciudad. El gentilicio señala el agua: Porteñes. Aún así no conocemos de puertos y lejos estamos de imaginar que alguna vez hubo plazas dando a playas, con perros y niñes, gente de todo estrato social jugando o tomando mate donde hay hoy un absurdo Puerto Madero. Al finalizar el recorrido, con la Reserva de Costanera Sur al frente nuestro, ya no nos preguntamos qué lugar fue aquella costa, sino qué lugar podría ser. Por qué lo que fue una zona de encuentro, recreación o incluso de navegación hoy es algo oculto para sus habitantes, prohibido para sumergir nuestras pieles (con lamentable y justa razón por el nivel de contaminación generada) y quizá solo destinado a carga y descarga de containers.
En Buenos Aires hay cartelitos por toda la ciudad que dicen aquí abajo corre tal o cual arroyo. Fuertes caudales de agua domesticados en tubos bajo el concreto, invisibles pero audibles, ocultos pero con señales que nos recuerdan esa suerte de presencia-ausencia.
En la década de los 80’ Oldenburg clasificó a los espacios/lugares con cierto orden numérico: el primer lugar es el hogar, el segundo los espacios de trabajo o las escuelas y por último el tercer lugar: aquellos espacios destinados a la socialización. Los bares, los parques, cafés, etc. Lugares de encuentro cuya razón principal es la interacción con otras personas. Creo que fui de las últimas generaciones, por lo menos en este país, en crecer centralmente habitando (o con mayor propiedad, plagueando, siendo plaga de…) las plazas, el lugar clave para conocer amigues, amores, lecturas, películas, pensar la política, experimentar el derecho a la autodestrucción a veces necesario en la adolescencia. En la última década y sobre todo a partir de la pandemia, los hogares, oficinas y escuelas se fundieron en el único espacio compartido de una habitación solitaria o, peor aún, invadida por el cotidiano ruido de los quehaceres de la casa. Más triste todavía es el caso de los terceros espacios, cada vez más y más escasos, más ruidosos, mucho más caros, más inaccesibles, más segmentados.
Con estas crisis de los lugares físicos, indispensables para pensarnos y construirnos como individuos sociales pero también como sociedad en sí, aparece una avanzada de identidades aferradas al individualismo y con ellas, en gran escala, modelos de sociedades terribles que se imponen sobre nuestras vidas con una crueldad desoladora. Y la primera idea es siempre volver al pasado porque en el camino se nos cayó algo. ¿Qué perdimos para llegar a esto? ¿Los bares, las plazas, el río, el patio de la escuela? Pero quizá poco interesa en este momento mirar para atrás, cuanto más nos aferramos a ese pasado como la esposa de Lot nos volvemos de sal antes de poder regresar a las viejas ciudades. Pienso entonces en la geografía de la ciudad que habito: como en el agua no hay delante ni atrás, yo no pretendo mirar tampoco al frente, sino lo lindante.
Admiro a quienes construyen espacios de resistencia, lugares de debate, centros de alimentación, espacios de divulgación, marchas, asambleas. Lugares necesarios que nacen para hacer frente y apañe. ¿Pero qué hay del otro lado? Resistir sólo existe en la lógica de la lucha. ¿Qué espacios hay en la calma? ¿Qué queda antes o después? Si nuestro discurso es distinto no puede construirse sólo en base a opuestos. ¿Qué espacio hay?¿Qué espacio veo si miro hacia el costado?
En Buenos Aires tengo un amigo que es cineasta. Hace recorridos por la costa de esa ciudad, lleva micrófonos y permite escuchar el agua oculta a la vista. Tengo amigues que son cineastas y hacen cine. Tengo amigues que son cineastas y hacen poesía. Tengo amigues de todo tipo con les que voy al cine. También voy al cine sin nadie (y al mismo tiempo habito una sala con desconocides). La clasificación de Oldenburg no sólo queda vieja en esta década sino que queda, por suerte, perdiendo hilachas que son y no son parte del tejido social. ¿Qué es una sala de cine? ¿Qué son una biblioteca o una playa o un bosque o un camino? No son terceros lugares, funcionan por sí mismos, su razón de ser no es la interacción con otres. Pero sí, también. No son espacios de resistencia, pero sí, también.
Salgo de ver cualquier cosa, no importa qué, y lo primero que hago es preguntarle a mi acompañante si le gustó, qué piensa, le cuento lo que pienso yo. Esta interacción en la que se balancean y constelan ideas que a su vez dan nacimiento a otras nuevas la encuentro puntual de la contemplación en la sala cinematográfica. El observar en silencio, la compañía presente pero débil -o mejor dicho, la compañía suave-, la quietud a veces incómoda a la que te obligan las sillas (siempre espero a que esté oscuro y me saco los zapatos), la gente agarrada de la mano, la película, el discurso, el plano bello que genera una conmoción inesperada, la risa ante los zooms o actuaciones de bajo presupuesto, la discusión política, la discusión de género, la mirada, la persona al lado tuyo que llora, el ruido de las latitas de cerveza en las proyecciones de medianoche. El hablar, siempre el hablar, posterior a la contemplación. Una cuadratura entre discurso, arte, el yo y la compañía chiquita, todas posiciones en constante movimiento pero siempre de forma horizontal.
Si bien hoy gran parte de los cines y su programación pertenecen a lo que llamamos circuito comercial (es decir cines de cadena con programación de tanques por lo general de origen estadounidense, aunque creo que es un adjetivo no del todo fijo) y lamentablemente tienen entradas muy caras -recordemos que el cine históricamente es un arte consumido por las clases bajas, un entretenimiento popular, porque hasta los placeres baratos como el cine y el café buscan sacarnos- no hay que olvidar que en Buenos Aires aunque oculta aún queda agua: es decir, cada vez menos pero todavía (¡todavía!) hay salas muy baratas con programación infinita, hay cineclubs, hay cinéfiles que arman ciclos, hay bares que proyectan films sorpresa, hay patios universitarios que instalan pantallas, hay museos y teatros con salas pequeñas, hay cine combativo y sensible, hay un infinito etcétera. No hay que olvidar que en todas partes aún es accesible replicar el modelo: una pantalla, un proyector.
Y sobre todo no olvidar el análisis, la charlita posterior que no se centra solo en las partes que debaten (mi acompañante, yo) sino en la experiencia compartida de ver al mismo tiempo juntes y no, una obra y discurso externo a nosotres que nos atraviesa y transforma. En la sala hay lugar para toda horizontalidad, toda voz en la charla posterior puede ser válida: pienso por ejemplo que incluso hay salas con películas para niñes que luego contarán si algo les conmovió, obligándonos a interactuar con sus ideas por lo general olvidadas.
Lo que quiero decir es esto: si hay que imaginar un futuro -y urgente, hay que hacerlo recordemos que somos de agua, no vayamos al pasado idealizado ni al frente muchas veces de catástrofe, siempre podemos ver hacia el costado, todo lo que existió en paralelo a estas realidades sin ser parte de su lógica: sí, une lucha porque le atacan, pero habita porque existe. ¿Qué sería un cuarto/otro lugar? ¿Qué es un río, una playa, una sala de cine? Quizás les atacantes pensarán que son espacios de resistencia -o de adoctrinamiento…-, pero no compremos sus discursos, son espacios horizontales de vida. Mientras tanto yo, como Juanele pienso que fui al cine y lo sentía cerca de mí, enfrente de mí. Y regresaba (¿era yo el que regresaba?) y sentí la angustia vaga de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas. De pronto sentí el cine en mí. Me atravesaba el cine, me atravesaba el cine.

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