Artificios

La obra de arte en la era del aprendizaje automático

Por Gabriel Baggio
14 de noviembre de 2023

“¿Deseas la singularidad? // No, I don’t want the singularity”

(Jorge Carrión y GPT-2, Los campos electromagnéticos).

En su Primer manifiesto del surrealismo, André Breton propuso una consigna cuyo eco se sintió en buena parte de la cultura del Siglo XX, y podríamos decir que hasta hoy: “Entren en el estado más pasivo, o receptivo, del que sean capaces. Prescindan del propio genio, del propio talento, y del genio y el talento de los demás (…) Escriban lo suficientemente deprisa para no poder parar, y para no tener la tentación de leer lo escrito”. 

Simplificando (mucho) la cuestión, podemos ubicar en este manifiesto el génesis del movimiento surrealista. Ante todo, aparece como un movimiento artístico que adopta también la forma de práctica política: intervino y transformó su entorno utilizando, en ocasiones, sus propios recursos para ello. La primera intervención de Bretón fue construída junto con Soupault y llevó el nombre Los campos magnéticos. Este poemario/intervención se construyó a lo largo de varias sesiones de escritura automática, una técnica que implica buscar la forma de volcar en un texto el pensamiento que surja sin el filtro de la censura autoimpuesta.

La empresa de Breton y Soupault tenía la intención de incorporar el inconsciente a la práctica de la escritura de manera explícita, generando una forma de pensar y ejecutar el arte despojada de racionalidad. El primero define su creación como “automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar (…) el funcionamiento real del pensamiento”: todo inconsciente, todo instinto, todo pelota.

No es casual el hecho de que este movimiento nace en pleno auge del psicoanálisis. La influencia de estas construcciones se puede ver hasta el día de hoy: el psicoanálisis aún es hegemónico en algunas regiones como opción terapéutica, y el surrealismo contemporáneo se encuentra en expresiones tan distintas como la moda de Iris Van Herpen o el disco Kid A de Radiohead. Indudablemente, esta corriente filosófica, política y artística logró con éxito intervenir sobre la realidad y generar un sentido de trascendencia.

Sobre esta base Carrión comienza a dar forma a Los campos electromagnéticos, y el título de esta obra ya de por sí denota una intencionalidad manifiesta de encarar una búsqueda similar a la de sus predecesores surrealistas. Volviendo a la empresa de Breton y Soupault (que pretendía ser más una intervención que un poemario), el español muestra que, mediando una buena cantidad de ceros/unos y datasets, todavía es posible transformar (o, al menos intentar) el entorno cultural.

“Si el paso entre la escritura consciente y la del inconsciente caracterizó aquellos años, la escritura producida por aprendizaje automático y otras formas de inteligencia artificial está imprimiendo una vibración particular a los nuestros” afirma Carrión. Acá plantea un escenario que a un servidor aún no le queda claro si es deseable o no, pero que ya está sucediendo (y cada vez más rápido).

Esta es la primera clave que es necesario asumir para comprender esta intervención del español: el proceso que evoca ya está pasando. Esto no es nuevo para los lectores de esta nota, la transición histórica que estamos viviendo y su carácter acelerado ya fueron largamente abordados. Lo que nos plantea Jorge funciona, de alguna manera, como un llamado a la acción: no sólo hay que atestiguar, sino también testificar/narrar e intervenir/hacer.

Lo primero que tenemos que tener presente, como el mismo autor indica, es que estas preocupaciones ya vienen de cierta data: Kenneth Goldsmith en su Escritura no-creativa comenta que los grandes autores del futuro serían “aquellos que puedan escribir los mejores programas para manipular, analizar y distribuir prácticas del lenguaje”. Como en otras ramas de la producción humana, si esto se profundizara la mano del agente sería más bien una mano de desarrollador o editor, cambiando así fuertemente el rol de lo analógico y lo artesanal.

Un ejemplo clarísimo de este fenómeno que describe Goldsmith se encuentra en booksby.ai. La única intervención de /personas/ que hay en los libros allí publicados es la publicación en sí. Todo lo demás en este proyecto de los artistas digitales Mikkel Thybo Loose y Andreas Refsgaard está generado en forma automática por un modelo de inteligencia artificial. La página recibe a sus visitantes con una leyenda tan baitera como, en algún punto, turbia: “Tired of books written by authors? Try Booksby.ai”.

Algo que llama la atención de esta página es que no sólo los textos fueron escritos por modelos de lenguaje generativo: también las portadas fueron generadas por IA, y hasta los comentarios que los reseñan y las fotos de perfil de esos “lectores”. Ahí, en ese punto, hay una clave que nos lleva a problematizar dos caminos posibles: primero, hasta ahora en toda nuestra historia hemos leído literatura hecha por humanos para humanos, y ahora aparecen obras hechas por IA para humanos. ¿Cómo sería una novela o un poema hecho por una IA para otra? Y, por otro lado, ¿existe acaso la posibilidad de que estos modelos sean tan avanzados que no podamos superar un test de Turing? ¿Dónde está ese límite?

Para Matias Grimberg, psicólogo y científico de datos, hay una chance de que así sea. De hecho, en una entrevista que se le hace para el podcast Sherpas comenta que ya hay música construída por inteligencias artificiales que, dependiendo el formato, llegan a ser casi indistinguible de creaciones humanas. Si a esto se le suma la posibilidad de que los modelos de machine learning se entrenen con datos sintéticos, se vuelve un poco más real la posibilidad de arte hecho por máquinas para máquinas.

Ahora bien, ¿es esto un fenómeno aislado que se detiene únicamente en páginas web curiosas como booksby.ai? Todo parece indicar que no. «Solo la convivencia lleva a la traducción» dice Carrión en la parte /humana/ de su escrito. Inevitablemente esto me lleva a pensar en la Teoría del Actor-Red y la antropología simétrica, aquella corriente filosófica desarrollada por Callon, Latour y compañía entre los años 80 y la actualidad.

Para la TAR, el espacio social adopta una nueva forma, donde más que agentes y entorno, se piensa en actantes y redes, incluyendo una dimensión no-humana y, en ocasiones, descentralizada. Pensar la sociedad tiene más que ver con redes de relaciones, mediaciones y traducciones entre actantes tanto humanos como no-humanos. Un ejemplo de esto, y quizá el más simple y efectivo, son los cambios en la forma de socializar que fueron propiciados por la incorporación de la telefonía celular, donde el humano no sólo utiliza su teléfono como herramienta para comunicarse sino que la comunicación en sí está moldeada por la existencia del teléfono móvil (y ni hablar de los smartphones y las redes, ahí es un proceso similar pero mucho más potenciado).

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Si definimos al actante como todo aquello que actúa, teniendo a la acción definida como aquello que se ejecuta siguiendo ciertos parámetros y consiguiendo intervenir en su red, vemos que la relación entre el ser humano y su entorno está en constante cambio. Sin embargo, la clave está en que el humano no es el único que actúa, sino que su medio y actantes no-humanos actúan sobre él y entre sí a la vez. Además, se podría pensar que aquello que llamamos “sociedad” tiene más que ver con un ensamblaje que incluye, por ejemplo, tecnología que con algo meramente humano. 

¿Cuál es la importancia de esto? Se hace evidente: los autores de Los campos electromagnéticos son Jorge Carrión, el colectivo Taller Estampa y GPT-2 y 3. Es decir, un humano, un colectivo de humanos y unos modelos de inteligencia artificial.

Al darle Carrión la categoría de co-autores a GPT-2 y 3, está ejecutando, en la práctica, aquello que advierte la TAR: no son meras herramientas con las que un escritor cuenta, sino actantes con los que interactúa. El segundo apartado de preguntas y respuestas con GPT-2 es un ejemplo clarísimo, y la síntesis en el tercer apartado cuyo autor es Jorge Carrión Espejo (un modelo de aprendizaje entrenado con textos del propio Jorge) es quizá la expresión más /cyborg/ de esto.

Otra pregunta que, en este punto, es válido hacerse puede ser cuál va a ser el output de este proceso. Acá, como siempre, entran a jugar varios factores (que son una nota entera en sí misma), pero se pueden resumir algunas posiciones a modo orientativo.

En primer lugar, alguien que lo observe con un lente conservador puede adoptar una postura similar a la que Walter Benjamin tenía con el cine y el arte reproducible: el alemán consideraba que la incorporación de la técnica a la producción artística le hacía perder el “aura”, rompiendo el misticismo inherente a la obra de arte. Para un servidor esta postura peca de inocencia por algo que se dijo anteriormente: todo bien con el aura y el purismo, pero esto ya está pasando. Es un hecho que ya llegó, y vivimos con él.

Otra postura puede proponer aceptarlo sin más, no intervenir y dejar que este desarrollo siga su cauce interviniendo toda nuestra vida y, por qué no, el arte también. Acá el problema es bastante claro, y tiene que ver con una tendencia a la pasividad, que para el artista o el productor cultural nunca es una opción.

Se puede pensar otra postura, más bien pragmática, que plantee que, en la medida que estas incorporaciones sean útiles para el desarrollo de una disciplina o para expandir los límites propios de lo humano, no está mal. Ahora bien, esto necesariamente implica construir todo un oficio de moderación y edición, ya que se corre el riesgo de caer en un feedback loop que tenga consecuencias, tanto de pérdida de originalidad como de posible espiralización de discursos nocivos.

Como se dijo anteriormente, esto ya está pasando. Y quizá la clave está ahí: no quedarse con que este proceso simplemente sucede y dejarlo vacante de contenido, sino entenderlo también como otro campo de disputas de sentido y retroalimentación. Usarlo en la medida que nos resulte útil, pero construyendo estrategias para intervenir de modo tal que no se pierda la esencia creativa, evocativa y en ocasiones revolucionaria que tiene el arte en sí mismo.

La pregunta clave que nos debemos al pensar este proceso y cómo interviene en todos los aspectos de nuestra vida se encuentra, de hecho, en la introducción del libro que motivó estas líneas: “El laboratorio tiene forma de parque de juegos: ¿pero quién está jugando con quién?”

Gabriel Baggio

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