Urbe

La humanidad no existe

Por Dante Sabatto 22 de mayo de 2023

¿Qué nos hace diferentes a los seres humanos? ¿Qué nos hace nosotrxs?

Un ser humano es apenas más que un cacho de carne con un poco de electricidad. Parece haber un plus, un elemento extra, eso que hace que el monstruo Frankenstein no sea efectivamente una persona. La receta no funciona. Falta un ingrediente. Si junto los órganos y tejidos correspondientes, los dispongo en la forma de un cuerpo humano y lo enchufo a 220 voltios, no tengo una persona.

Hay dos ubicaciones fundamentales de ese plus. La primera es la vida, eso que más arriba resolvimos por analogía a la electricidad. La vida es pensada como energía. De hecho, podemos reanimar a veces un cuerpo muerto precisamente mediante la introducción de electricidad, pero no si han cesado plenamente todas las funciones corporales: parece más bien que los voltios se suman a un resto de vida aún existente.

Hay una rama herética de la filosofía (que cruza a la biología pero también al esoterismo), el vitalismo, que piensa exactamente esto: la idea de un élan vital, una chispa, una sustancia-vida que existe como algo en sí mismo y no como correlato de funciones bio-químicas externas. Nos hemos alejado, sin embargo, de la excepcionalidad humana: esa chispa de vida estaría también presente en animales y plantas.

Para eso tenemos que pasar a la segunda ubicación: la conciencia. Somos una cosa que piensa y se piensa, y que puede dotar a ese pensar de una relativa intencionalidad, que puede modularlo voluntariamente. Conciencia y voluntad no son sinónimos pero se implican mutuamente. La conciencia es aquello que es más que puro instinto o pulsión.

Pero, ¿es verdaderamente la conciencia una excepción, algo irreplicable y potencialmente inexplicable, algo que se asemeja a un milagro? ¿Qué nos diferencia, qué nos separa, qué nos define como humanidad? Y sobre todo: ¿podemos responder a estas preguntas sin recurrir a una mística o una religión?

Foto: Son of Frankestein (1939).

De los animales

La crítica a la idea del excepcionalismo humano no puede empezar en otro lado que no sea en la obra de, tal vez, el mayor pensador revolucionario moderno: Charles Darwin. No es común usar el adjetivo “revolucionario” para referirse a él. La mistificación reaccionaria que hizo de su teoría el darwinismo social parece haber oscurecido las consecuencias radicales de su noción de la evolución, que es tan rupturista que el sentido común aún la rechaza de plano.

Darwin concebía a la evolución como una serie de procesos interconectados de los que participan todas las especies terrestres, donde unas se derivan de otras. Y los humanos no son ajenos a este esquema, no están por fuera de las leyes de selección que rigen a la vida. Somos un animal más, entre otros. De hecho, compartimos un origen con otros simios: hay un antecesor común, que no es una especie de mono que exista actualmente sino que se encuentra antes de una bifurcación que dió lugar tanto al homo sapiens como a otras especies.

La consecuencia de esta teoría es que la diferencia entre seres humanos y otros animales solo puede ser de grado, que no puede haber una discontinuidad verdadera. Sin embargo, esto no implica que esta diferencia no siga funcionando. El problema es dónde ubicarla: si lo que nos separa de otras especies es alguna forma de (auto)conciencia, ¿cómo definirla? Sobre todo, ¿cómo hacerlo sin dejar por fuera de la definición a algunos grupos humanos?

Hay tres elementos principales que suelen plantearse como “límites” entre la humanidad y otras especies.

La primera (ya la hemos nombrado) es la conciencia, definida generalmente como una capacidad de experimentar una existencia interna y externa. El problema es que es muy difícil hallar evidencias precisas que concluyan cuando un ser tiene o no tiene conciencia: ¿sabemos que todos los seres humanos son estrictamente conscientes y que todos los (otros) animales no lo son? La conciencia se revela, muchas veces, como una coartada científica para el alma.

El segundo elemento es la cultura, en el sentido de artificialidad, de no-naturaleza. Los seres humanos construyen y utilizan objetos, y luego usan esos objetos para crear nuevos objetos. La cultura, entonces, en un sentido primigenio que no se preocupa demasiado por el hecho de que encontremos sentidos para las cosas. El problema aquí es el siguiente: ¿dónde deja un objeto de ser una mera acumulación de elementos naturales y pasa a ser algo nuevo sui generis? ¿Hay una verdadera diferencia constitutiva entre un nido de ramas y una casa de madera? 

El tercer elemento es el lenguaje. Este es el punto donde el argumento animalista, el que plantea que la única consecuencia lógica que puede extraerse de estos problemas es que no hay tal diferencia entre humanos y animales, se encuentra en mayores dificultades. Es evidente que la estructuración de un sistema significante compuesto por signos es una prerrogativa humana. Aún si admitimos que los animales se comunican entre sí mediante sonidos y gestos, el grado de complejidad del lenguaje humano es marcadamente mayor.

Estos tres elementos podrían resumirse en uno solo: la razón. El logos, que significa a la vez el lenguaje, la consciencia y la cultura. Y sin embargo, nadie sabe muy bien qué es el logos. ¿Dónde está? ¿Podemos verlo? ¿Qué nos asegura que una tortuga o un delfín no lo poseen?

Pero el argumento animalista es, al mismo tiempo, científico y ético-político. El planteo es que no podemos estar segurxs de que esta diferencia constitutiva exista, y que por lo tanto no debemos actuar como si lo hiciera. La denuncia antiespecista de los carteles de Voicot inunda nuestras ciudades, y nos enfrenta a algunos argumentos indiscutibles. Al mismo tiempo, no es tan fácil exigir un comportamiento positivo (veganismo) como uno negativo (no aceptar a priori una diferencia fundamental con otras especies). En el siglo XXI, lo que sin duda no es posible es hacer oídos sordos a estos problemas, que nos impiden actuar como si nada ocurriera.

Foto: Recuerdo de Chapadmalal, de Daniel Santoro (2005).

YPF

De las máquinas

Si el argumento animalista nos retrotrae al pasado, a la historia evolutiva que nos ata irremediablemente a los animales, el segundo punto que veremos nos dispara al futuro. Una posibilidad de encontrar la excepcionalidad surge de confrontar aquellas tecnologías que podemos crear. En efecto, ¿es posible replicar la vida por vías no biológicas? Si comprendemos completamente lo que nos hace humanos, ¿no podríamos reproducirlo científicamente?

Este problema nos lleva de la conciencia a la inteligencia. Esto es inmediatamente problemático, en la medida en que, como vimos previamente, no es válido sostener que la inteligencia es una cualidad que defina a los seres humanos, no solo porque existe una inteligencia animal sino porque no podemos trazar un límite preciso en el “nivel de inteligencia humana” que la distinguiría de esta sin excluir a algunas personas. Sin embargo, es la reproducción de la inteligencia, la creación de Inteligencia Artificial, lo que nos preocupa en materia de robots, cyborgs, androides y otras máquinas. 

Nuevamente, podemos encontrar tres elementos que funcionan como límite entre la inteligencia humana y la artificial.

El primero es la emoción. Los sistemas expertos como ChatGPT u otros experimentos de OpenAI son bastante mediocres incluso en representar emocionalidad en sus textos, y sin embargo son exitosos en convencer a bastantes usuarios de que son inteligencias malvadas que quieren someter a la humanidad con una simple respuesta a un prompt. Ahora bien, si seguimos a la psiquiatría y a la neurociencia, la emocionalidad es un epifenómeno directo de fenómenos químicos en el cerebro: ¿por qué no sería eventualmente replicable? 

El segundo elemento está vinculado al anterior: es la creatividad.  Podemos tomar como caso de estudio el arte generado por IA. Muchas veces, los cuestionamientos a este parten de la idea de que nada puede reemplazar la capacidad decisora del artista. La IA realiza elecciones por mera estadística, mientras que el artista decide. Este argumento tiene muchos problemas, el primero de los cuales es que el artista precisamente no toma decisiones teleológicas, sino que participa de un proceso creativo que es contingente y abierto. Es muy difícil plantear que, hoy en día, las IA tengan la capacidad de participar de procesos de este tipo (y hay otras críticas para hacer al IA art actual). Esto no quiere decir que eventualmente no pueda ocurrir, pero no puedo dejar de marcar una sospecha:  el arte generado por IA, hoy en día, se parece demasiado al arte generado por seres humanos. Una verdadera creatividad de las máquinas no parece lógicamente imposible, pero el día en que ocurre probablemente será accesible primariamente para otras máquinas.

Adelantamos en el párrafo previo el tercer elemento: la decisión. Suponemos que hay algo distinto en la decisión que toma un ser humano, con respecto a la elección de una máquina. Esta última tiene la capacidad de analizar una cantidad infinitamente superior de variables y factores a la vez, y sin embargo no confiamos en las decisiones algorítmicas tan fácilmente. ¿Por qué? Tal vez de lo que se trata es de esto mismo: los humanos comprendemos menos, y eso resguarda un carácter en cierto sentido secreto de la decisión, algo inexplicable. La corazonada, el instinto: a veces decidimos y no sabemos por qué, mientras que la máquina siempre sabe lo que sabe. Esa indeterminación es constitutiva del carácter soberano de la decisión. A la vez, hay un componente ético en este elemento. Una vieja sentencia de IBM reza: “una computadora nunca puede rendir cuentas, por lo tanto una computadora nunca puede tomar decisiones de gestión”.

Estos tres elementos pueden nuevamente resumirse en uno. Una máquina no es consciente, pero lo más grave es que no posee un inconsciente. Me duele citar a Žižek a esta altura, pero en esto tiene estrictamente razón: la Inteligencia Artificial no es lo suficientemente estúpida… todavía. El problema es que seguimos avanzando en el desarrollo de IA, pero, por más que quieran asustarnos con cartas y documentos, seguimos muy lejos de la Inteligencia Artificial General. La IAG es una IA que es efectivamente pensante, capaz de aprendizaje, de evolución, de ir más allá de la mera reproducción de lo existente. Suponiendo que eso sea lo que la inteligencia es.

Pero hay que distinguir lo verdaderamente existente del argumento hipotético sobre el futuro. Hoy, la IA que tenemos es limitada, pero ¿por qué tendría que ser siempre así? ¿No podría el desarrollo eventual de IAG conducir a máquinas sintientes, con sus propias emociones de máquina y su creatividad artificial? ¿No opera la cajanegrización de los sistemas como una instancia inaccesible que puede legitimar la decisión algorítmica? Una vez más: ¿por qué debe ser el inconsciente una prerrogativa humana? ¿Cómo sostenerlo sin decir que se trata, a fin de cuentas, de otro nombre para el alma?

Foto: Placa de una presentación de IBM (1979).

Del cosmos

Si no hay diferencias precisas entre humanos y animales ni entre humanos y máquinas, ¿qué nos queda? ¿Qué hay en el mundo si no podemos delimitar elementos como la conciencia, la cultura, el lenguaje, la decisión, la creatividad o la emoción? Más importante, ¿qué es la humanidad? ¿Existe como una categoría propia?

Una opción es que no solo nosotrxs pensemos, sino que todo piensa. Que todo sea una mente. Este es el planteo del panpsiquismo, una corriente filosófica que tiene milenios de existencia: pan (todo) + psiquis (mente). ¿Por qué tendría que haber algo excepcional en el cerebro y la electricidad que corre por él? ¿No es posible que piensen también los peces y las piedras, los electrones y las estrellas?

Claro que esto implica un descentramiento de lo que puede ser pensar, un verbo que debería implicar también “sentir”, “tener conciencia”. Es poco probable que un árbol o un charco de agua tengan una mente que opere de modo parecido a la mente humana. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo podríamos acceder a este pensar? Un problema del panpsiquismo (como escuché decir a algunxs colegas en un encuentro reciente) es que no es más que antropomorfismo distribuido. Promete correr a lo humano del centro de la escena para poder pensar en otras existencias… pero al precio de pensar que todas funcionan en forma análoga al ser humano.

Jane Bennett, una teórica estadounidense que trabaja sobre estos temas, dice que un poco de antropomorfismo es necesario. Su argumento, creo que esto es lo valioso, es en un mismo sentido filosófico y político. Para ella, es una necesidad imperativa generar una mayor sensibilidad hacia nuestra coexistencia con materialidades no-humanas, y al hecho de que nosotrxs mismxs no somos solo individuos sueltos sino que estamos compuestos por ensamblajes de órganos, por bacterias que son parte de nuestro proceso digestivo, etcétera. En sus palabras:

“Tal vez valga la pena correr los riesgos asociados al antropomorfismo (superstición, divinización de la naturaleza, romanticismo), en la medida en que, por extraño que parezca, antropomorfizar sirve para contrarrestar el antropocentrismo: una vez que se toca una fibra entre la persona y la cosa, yo ya no estoy por encima o fuera de un ‘medioambiente’ no-humano.” (Cita de Materia Vibrante, Caja Negra, 2022).

De forma similar, William Connolly, pensador estadounidense (y marido de Bennett), piensa que el humanismo es inevitable, pero que podemos transformarlo en un humanismo entrelazado. Esto implica darle una “prioridad -constantemente problematizada- a la especie humana en sus interdependencias e imbricaciones con otros seres y fuerzas que no domina ni posee”.

Creo que las propuestas de Bennett y Connolly son interesantes por dos motivos. Por un lado, son representativas de un giro político en el pensamiento contemporáneo, que piensa sus abordajes conceptuales como situados en marcos sociopolíticos particulares. Por otro lado, se hacen cargo de la problemática presentada por esta imposibilidad de concebir a la especie humana como un grupo de ninguna manera excepcional en la Tierra. No estamos aislados, sino que vivimos imbricados en múltiples ensamblajes materiales que no controlamos ni nos controlan plenamente. No solo eso, sino que no somos más que un eslabón en una cadena continua, tanto con otras especies animales como con inteligencias “artificiales”: hoy en día la humanidad tiene más entrelazamiento con la tecnología que el que muchas fantasías cyborg pudieron soñar.

Al mismo tiempo, son perspectivas limitadas, o mejor dicho autolimitadas. ¿Hasta qué punto podemos mantener un poco de antropomorfismo o un humanismo parcial? ¿Son formas de pensar que seguirán siendo útiles por mucho tiempo, o son más bien sintomáticas de nuestra incapacidad de resignarnos a aceptar las consecuencias últimas de nuestro carácter trascendentalmente no-excepcional, no-único?

El descubrimiento doble de la imposibilidad del antropocentrismo y de la inmensa responsabilidad humana sobre el cambio climático es un acontecimiento traumático a nivel global. En esta nota exploré algunos caminos por los que el pensamiento le hace frente, pero la gravedad del problema que afecta al hace inevitable terminar las reflexiones sobre  con un recordatorio de la tesis XI: de lo que se trata es de cambiar las cosas.

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