Artificios

LA CONDICIÓN DE RAÚL

Por Agustina Leunda, ilustración por Julieta Sol Villegas, edición sonora por Juan Ruffo

16/08/2020

Mi hermana, mi papá y yo nos habíamos mudado hace relativamente poco a aquella casa y no habíamos recorrido bien el barrio todavía. Por desconocimiento o lealtad seguíamos yendo a la panadería de toda la vida, la de la estación, que nos quedaba a nada menos que seis cuadras y media de la casa nueva. Seis cuadras y media de ida y seis cuadras y media de vuelta. Se imaginarán, entonces, que conseguir algo para la merienda requería cierta logística y organización.

Con la excusa de que caminar le hacía doler las rodillas, los días de lluvia, frío, o humedad, papá nos encargaba los mandados a mi hermana o a mí. Solíamos turnarnos, pero cuando ninguna se decidía a encarar, mi padre recurría a su antiguo e infalible método de selección: escondía un papelito hecho bolita en alguna de sus manos y nosotras teníamos que adivinar en cuál estaba. La que perdía, salía a hacer los mandados. Ese día me tocó a mi. No me quejé. En el fondo sabía que si la mandaba a ella iba a volver con una docena de pastelitos de puro membrillo. Ir a la panadería me daba la posibilidad de elegir.

Teniendo el objetivo claro salí de casa, encaré para la avenida pegada al pastito, doblé en Carlos, y llegando a la esquina de 202 lo escuché: “¿flaquita tenés fuego?” Volteé la cabeza sin entender de dónde venía. “Acá piba” se oyó a la altura del cordón. Bajé la vista. La voz salía de un bache en el piso. Me agaché, puse el cachete prácticamente al ras del suelo y logré ver sus ojos. Nos miramos.

-¿Tenés o no tenés?
-No, no fumo -contesté finalmente.
-Que macana, quiero tomar un mate cocido con miel y hace dos horas que estoy esperando que pase alguien que me dé fuego. Me quedé sin fósforos esta mañana y el almacén de Estela está cerrado.
-Los feriados no trabaja. Si quiere puede venir a tomar mate cocido a mi casa, ¿necesita que lo ayude a salir de ahí? -le ofrecí.
-¿Salir? No querida, te agradezco la invitación pero no quiero salir hoy. Las fechas festivas me ponen sensible.
-¿Por eso se esconde en ese pozo?
-Epa, epa… tampoco le digás así. Puede que tenga un par de filtraciones, lo normal, pero es un lugar digno -respondió irritado.

Se hizo silencio unos segundos y finalmente me extendió su mano derecha desde adentro del agujero.

-Raúl, un gusto.
-María. Perdone, no fue mi intención incomodarlo -dije mientras le estrechaba la mano.
-Nada que perdonar, yo sé que desde afuera no se ve muy glamouroso, pero desde adentro te aseguro que es otra cosa. ¿Querés pasar?
-Con gusto -dije convencida. Nunca había visitado una casa-pozo.

Metí un pie en el bache, después el otro y arrastré despacito el resto del cuerpo ayudándome a bajar con las manos hasta que estuve completamente dentro. La maniobra fue considerablemente más fácil de lo que esperaba, y el lugar resultó ser mucho más cómodo de lo que aparentaba desde afuera. El espacio estaba completamente equipado; contaba con mesa, sillas, sillón, una radio y cocina completa. Un verdadero lujo bajo tierra. Aunque lo más llamativo era la decoración: las paredes estaban completamente empapeladas con la imagen de dos hombres acompañados por la frase «Para Ganar».

-¿Quiénes son? -pregunté señalando uno de los carteles.
-Cafiero y De la Sota. ¿Querés un bizcochito? -dijo haciendo una mueca rara mientras me acercaba una bolsita de papel madera. Metí la mano y agarré dos. Estaban muy gomosos, como si estuvieran hechos de algún material de cotillón. Mordí una puntita y saboree un poco. Intenté tragar pero aquello era de una textura imposible, así que opté por escupir los restos sobre mi mano.

-¿Son sus ídolos? -consulté con el sabor a aserrín del bizcocho todavía en mi boca.
-Se podría decir que lo fueron. Aquella vez perdimos la interna. Después de eso las cosas se empezaron a complicar. Tuve que dejar todo, o todo me dejó a mi. Primero el partido, después mi compañera, luego el negocio. Aunque eso ya venía mal, fue culpa de la hiper.

Se hizo silencio hasta que una miga de bizcocho perdida en la garganta me hizo toser.

-¿Querés un poco de agua? Perdoná que no tenga nada calentito- dijo. Y sin siquiera esperar una respuesta llenó una taza de cerámica cachada con un escudo del partido justicialista sede San Miguel y me la acercó.

-¿Sos de por acá?
-Si, me mudé hace unas semanas -respondí.
-Con razón nunca nos habíamos visto por el barrio. Igual tengo que admitir que salgo poco últimamente. Desde que pasó lo que pasó ando medio guardado. Es que la gente comenta y eso me incomoda, ¿viste? Se mofan de mí por mi condición.

¿Condición? Pensé mientras me tomaba unos segundos para recorrer su cuerpo y su cara. Tenía dos brazos, dos piernas, dos ojos, una nariz quizás un tanto peluda, pero no noté nada visible que pudiera ser motivo de burlas.

-Padezco de un mal aparentemente incurable -continuó-. No es algo que tenga desde mi nacimiento, de niño reía como un desquiciado, ya de grande comenzó a pasarme.
-No lo entiendo -dije sin ser escuchada.
-Todo empezó aquel día en que lo vi al Carlos por primera vez en un acto en el Club Santa Marina. Bailaba en el escenario con unos pantalones de cuero al cuerpo, mirada penetrante. Las mujeres seguían su movimiento de pelvis enloquecidas. Incluida Norma, mi compañera. Era como si el mismísimo espíritu del goce se hubiese encarnado en esas caderas. Ese día dejé de reír para siempre.

-Qué extraño, ¿le molestó verlas disfrutar a las compañeras?
-No tengo idea, pero desde ese día no logré reirme nunca más. No hubo acto, comparsa ni evento cómico que me sacara una sonrisa. Como empecé a andar serio todo el día, la gente comenzó a comentar que… que era radical. Me apodaron “El Radicheta”. Al principio lo hacían los compañeros en broma, pero poco a poco se fue tornando seria la cosa. Empezaron a dudar realmente, tanto así que me terminaron echando de todos lados. Al principio me enojé mucho, imaginate, pero al final casi que los entendí. Es que, ¿vos alguna vez viste a un peronista que no se ría?
-No sabría decirle la verdad.
-¡No, no existe! ¡No se ha visto nunca!

Debe haberse dado cuenta de que estaba levantando la voz porque lo siguiente que dijo fue en un tono muy suave, casi un suspiro.

-Y eso que lo intenté mucho. Recorrí los consultorios de los mejores médicos del país buscando soluciones.
-¿Qué le dijeron?
-Estaban convencidos de que no tenía nada. Debido a mi insistencia llegaron a hacerme cientos de estudios: sangre, orina, glucosa. Nada. Al final terminé desistiendo. En una de esas soy radical. De hecho creo que tengo un tío que votó a Frondizi ahora que lo pienso, en una de esas viene por ese lado.

Su voz se quebró. No nos conocíamos, pero verlo tan triste me partía el alma, algo tenía que hacer.

-Por favor Raúl, no diga eso. Su tío no era radical. Votó a Frondizi en un acto patriótico, muchos lo hicieron en su época. Usted tampoco es radical. Es más, ni los radicales son verdaderamente radicales. -dije parafraseando a mi abuela.

Nunca había entendido el significado de esa frase, pero aparentemente Raúl sí porque ahora estaba riéndose a grito pelado y se agarraba la panza. Se le aflojaron las piernas y tuvo que sentarse para no caerse redondo al piso. Estaba descojonado, pero sonaba aliviado y su risa no se parecía a nada que yo hubiese escuchado antes.

De pronto tanteé la solapa de mi abrigo de lana. Esa mañana papá me había abrochado un prendedor de metal redondo con una escarapela argentina y el escudo justicialista en el centro. Lo desprendí con cuidado y me acerqué hasta donde estaba él. Le pedí permiso, extendí mis manos y coloqué el botón en el suéter azul que llevaba puesto. Tenía la cara roja y los ojos vidriosos por el ataque de risa. Cuando se dió cuenta de lo que había hecho pasó de la carcajada al asombro. Después de quedarse un tiempo mirando el botón, giró la vista y me miró a los ojos. Parecía la mirada de un cachorro que estaba siendo acariciado por primera vez.

-Gracias -dijo mientras me agarraba del hombro fuerte y de manera muy tosca.

Miré el reloj con la imagen de los lobos marinos de la perla que colgaba de la pared a mi derecha. Había pasado más de una hora desde que había salido de casa y todavía tenía que conseguir los pastelitos. Decidí despedirme de Raúl y encarar para la avenida. Se había levantado ya el fresco y el sol empezaba a caer entre las palmeras del boulevard de la 202.

Agustina Leunda, socióloga, recolectora de pequeñas historias y representante de la República de Don Torcuato.