NICASIO “ARBOLITO”, EL INDIO VENGADOR

La penumbra de la noche ordena al consejo. La lluvia que asoló la tarde no impide armar con rapidez una fogata de higuerón y pindó. El centro arroja una luz escarlata devolviendo el reflejo de una docena de indios, es un círculo de rostros hechos de arcilla. Cerca del calor, una anciana de nombre Margarita Toro, mastica una hierba de color morado. Es la machi convocando a los espíritus guerreros y a la deidades del viento, habla de lanzas y muerte, de un corazón noble y silencioso, de algo inesperado, los ojos se detienen en una estrella, luego levanta los brazos. Los capitanejos se ubican detrás y responden gritando, el sonido de la tormenta en retirada acompaña el rito, la bebida y la bronca. Los tambores anuncian el himno de la guerra y el malón. Las mujeres acompañan con sus voces el temblor de la tierra. La ronda es un solo cuerpo que cambia de forma según el golpe del cuero. Se pasan una vasija con sangre de yegua y fermento de mandioca. Uno de los hombres se levanta, más viejo y pequeño que el resto, hace unas señas que los demás interpretan: traigan al lenguaraz. Ortiz, el mestizo, se acerca. Los guerreros hacen silencio y el monte que parecía prendido en un canto con los indios, también parece retroceder en la bulla, no queda más que la voz antigua cubriendo el llano. El indio viejo acerca un trozo de papel y da la orden para que el lenguaraz lea en voz alta. Ortiz se endereza, toma aire para hablar fuerte y que en la ronda no queden dudas:
“Hoy, 18 de enero de 1828, para ahorrar balas, hemos degollado a 27 ranqueles”.
Los gritos desgarran la noche. Todos saben quien ha pronunciado esas palabras de muerte. Entre los jóvenes que gritan invocando a la guerra hay uno que permanece en silencio, lleva el pelo largo y los brazos tensos, sabe que lo único posible es la venganza personal.
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Luce la galera parisina apoyado en su bastón de ébano y empuñadura de plata. Se detiene un momento y luego camina hacia el despacho ante la mirada curiosa de mujeres nobles y el rumor de algunos oficiales. Su secretario le anuncia que en cuestión de minutos llega el invitado. Entonces tráigame el frac y guarde esta levita, ordena el mandatario. El asistente se apura. Cuando todo está dispuesto, el fuerte abre sus puertas. El invitado es extranjero, ha llegado con su uniforme impecable y es recibido con honores. Exultante y de frac oscuro, el primer presidente, don Bernardino Rivadavia, redacta y firma el decreto presidencial en compañía de su nuevo amigo: “Se contrata al coronel prusiano Fiedrich Rauch para exterminar a los ranqueles.” Un abrazo los funde en una amistad velada por el compromiso asumido por el militar. Brindan con vino mendocino y el coronel, que habla en un español desarticulado, pero que se permite escuchar, explica que “los indios no tienen salvación porque no tienen sentido de la propiedad”. Ambos ríen y vuelven a brindar.
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Las campañas del coronel extranjero son exitosas y en los diarios hablan del heroísmo con el que encarna los enfrentamientos. Recupera ganado y amplía las fronteras. Paga en plata los testículos de indios asesinados, adultos, niños o ancianos, lo mismo da. Festeja las violaciones y nombra oficiales a aquellos que degüellan con velocidad.
Joven terrible, rayo de la guerra espanto del desierto, cuando vuelves triunfante a nuestra tierra del negro polvo de la lid cubierto, te saluda la Patria agradecida y la campaña rica que debe a tu valor su nueva vida tus claros hechos, y tu honor público.
El instigador del asesinato a Dorrego le dedica estas palabras. A los treinta y tres años ya es coronel del ejército argentino, en Buenos Aires se casa y se convierte en ciudadano ilustre de la joven nación.
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La tercera campaña parte el ocho de enero con mil doscientos soldados. Rauch marcha sobre un pintó joven. Con el semblante resplandeciente, sale de Buenos Aires festejando a Lavalle, el fusilador de Dorrego. A los días comienzan los problemas. Son varios en la tropa que desertan y otros tantos arman una revuelta, lo llaman traidor. Rauch es implacable y resuelve con promesas de balazo y paso a cuchillo cada desorden. Hay algo que acecha, sabe por los gauchos que lo acompañan que los indios andan cerca, hace días que ven a uno que los observa desde lejos.
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El indio mira una abeja, no entiende por qué elige pararse en las flores menos llamativas, descartando las bellas. Se detiene por un momento detrás de unas ramas de Tala que le sirven de guarida. Desde ese punto perdido en la pampa afila la vista. Antes de que sus ojos le devuelvan la presencia, ya siente la llegada del ejército. Es como una raíz que le crece lastimando por dentro y se ramifica al interior hasta ahogarlo de rabia. Agarra su yegua, la monta con la agilidad de las aves o tal vez de los tigres, y avanza en dirección a la columna del enemigo que viene desde el norte. Siempre ha sido así, piensa el indio, es un galopeador contra el viento.
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Hace cuatro días que los oficiales del ejército informan lo mismo. Un indio joven aparece siempre en el horizonte sur. Tiene el pelo largo y se lo suele confundir con la vegetación del monte, “Arbolito” le dicen los soldados. Rauch pide su cabeza y aclara que hay más paga si lo traen vivo.
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El combate tiene lugar en un paraje conocido como las Vizcacheras. El tiempo ha cambiado levemente el sentido de la pelea. No solo hay que matar indios, sino paisanos federales aliados de Dorrego y su gente. La columna de Rauch avanza en una hondonada, los ranqueles lo van encerrando hasta dejarlo prácticamente aislado. La tierra acompaña con polvo el cruce de los soldados. Siempre sedienta espera que la sangre calme su aspereza. Los soldados del ejército regular pelean con sables y defienden su vida como bestias. El coronel entiende que debe alejarse para no caer. Hace un movimiento con su caballo para enderezar el rumbo y salir en retaguardia. En ese instante aparece un indio, de pelo largo y voz poco conocida: el capitanejo ranquel Nicasio Maciel, conocido por los cristianos como “Arbolito”. Antes de que la huída del coronel sea una realidad, bolea al caballo con una destreza de elogio. El prusiano cae entre unos espinillos. Nicasio baja de su animal y avanza con su lanza recta. Son pasos largos. El coronel observa que la muerte camina en su dirección, intenta empuñar una defensa pero el destino de acero atraviesa su corazón. Es lo último que se entera. Arbolito termina el asunto cortando su cabeza.
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Ciento treinta y cuatro años después, un joven llamado Osvaldo Bayer llega a la localidad de Rauch, ex paraje las Vizcacheras. Lo han invitado para que cuente la historia del coronel. Durante una hora explica quién fue el patronímico del pueblo y cierra la conferencia proponiendo al pueblo de Rauch, que piensen la posibilidad futura de cambiar el nombre de su localidad por “Arbolito”, el alias del indio que ultimó al coronel prusiano. Un primer silencio le anticipa el desenlace. Salvo dos personas, las demás se levantan insultando. Dos días después, Osvaldo regresa a Buenos Aires. Es detenido y encarcelado durante meses por darle voz al silencio perturbable de la historia. La detención de Bayer lleva una firma de un alto mandatario; se trata del Ministro del Interior en funciones, el General Enrique Isidro Rauch, nieto del coronel degollado.

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