Feminismo

fRAGMENTOS DE UNA CARTOGRAFÍA CUIR

¿Cómo se mueve el deseo por el cuerpo? ¿Y cómo se mueve el cuerpo por el territorio? Este texto quiere pensar estos interrogantes fragmentarios. Así aparecen el clóset, el urbanismo, los no lugares, el amor, todas categorías abiertas para pensar lo cuir.

Por Luigi Barraza
04 de abril de 2025

“…there is no queer space, there are only spaces put to queer uses.”

— George Chauncey, Stud, Architectures of Masculinity

Esto no es un testimonio, ni un manifiesto, ni una teoría del deseo. Este ensayo es una deriva—un mapa hecho de recuerdos, de calles que se trazan a sí mismas, de cuerpos que se desdibujan al ser vistos. Una geografía de ausencias y presencias, de placeres que se negocian y heridas que no terminan de cerrar.

Aquí, el cuerpo es archivo y frontera. Un espacio en disputa donde el lenguaje se quiebra y el deseo encuentra siempre las rendijas por donde filtrarse. No hay identidad clara, solo la persistencia de un movimiento, de una llama que se niega a ser domesticada. El closet no es una puerta que se abre o se cierra, sino un vórtice sin salida. La ciudad no es un refugio, sino una promesa rota, un laberinto donde la pirámide de Maslow se desploma de un solo golpe.

Ser deseado a veces es ser traducido, interpretado. Ser visto es ser descifrado bajo códigos que preceden al propio cuerpo. Entre el fetiche y la invisibilidad, el deseo cuir habita el intersticio, aprendiendo a existir entre lo cóncavo y lo convexo (para acabarla de joder). Pero incluso en la penumbra, en las calles pintadas de neón y en los bares de las luciérnagas, el cuerpo insiste. La memoria se resiste al olvido. El placer aún se disputa. Cada roce es un acto de rebelión, cada deseo una transgresión al orden que nos enseñaron a todos a temer.

Si la cartografía tradicional ordena el territorio, este ensayo lo fractura. Si el mapa busca permanencia, este texto es tránsitorio. Y si la teoría intenta clasificar el deseo, aquí el deseo desborda la teoría. No hay conclusión, solo iniciación—cicatrices como coordenadas de lo que persiste.

Lo cuir no es un lugar, ni un cuerpo, ni un territorio. Es una(s) forma(s) de moverse por el mundo.

Aviso de responsabilidad*

Voy a comenzar desacreditándome. Lo siento de antemano. No lo hago por efecto narrativo ni porque crea que mi historia merezca algún dramatismo adicional (no, gracias). Tampoco es falsa modestia, sino porque toda historia es una traición a sí misma. No tengo certezas, solo ecos. No tengo una verdad, solo fragmentos. El lenguaje, a veces, traiciona más de lo que revela.

Este texto no es un testimonio. No es un manifiesto. No es una confesión. No busca iluminar nada ni redimir a nadie. No es una teoría del deseo ni una brújula moral. No es un ajuste de cuentas. No es una representación universal de la experiencia cuir. Es una deriva, una acumulación de recuerdos, de cuerpos que se rozaron en la penumbra, de ciudades que nunca terminaron de abrirse del todo. Algunas cosas las viví. Otras las escuché en un bar, en una cama, en la voz quebrada de alguien que me confió su memoria. Algunas son verdad. Otras, mentira. Todo esto es verdad. Todo esto es mentira. Pero, ¿importa?

Lo que aquí se dice no pretende ser una verdad objetiva, sino una verdad sentida. Y eso, a veces, es lo único que queda.

Lo que no se nombra si existe.

Lo que no se nombra sí existe. Lo que se nombra, también se desdibuja. Así comienza mi cuerpo, un territorio irreducible a cualquier fórmula que me quieras imponer. Si tienes la audacia de creer que la vergüenza puede ser despojada, entonces no me has visto caminar. No entiendes que cada paso mío es una resistencia sin rostro. Una ocupación furtiva. Un gesto de desafío en la ciudad que no fue hecha para mí. Si crees que el cuerpo es solo carne, intenta ver lo que no se ve en el reflejo de los espejos, esos que nos llaman traidores. Lo que no se nombra sí existe. Lo que existe, sin embargo, no siempre tiene derecho a ser dicho.

Lo cuir no es una identidad fija, sino una forma de estar en el mundo. Es habitar el desvío, moverse por los intersticios, desobedecer las cartografías establecidas. Es una fuga y una fractura. Es aprender a moverse en una ciudad que codifica qué cuerpos pueden existir sin preguntas. En ese sentido, este ensayo no es un viaje lineal. Es una deriva. Se compone de fragmentos, de ecos y repeticiones, de recuerdos que se confunden entre sí. Porque así es la memoria: un archivo fallido, un mapa que se reescribe cada vez que se intenta trazar.

Aquí el lenguaje se rompe, se interrumpe, se desliza entre lo teórico y lo poético, entre la vivencia y la ficción. Porque a veces la única manera de contar la verdad es torciéndola, desbordándola, traicionándola en su pretensión de orden. No hay conclusiones ni verdades cerradas en estas páginas, solo rastros de algo que se escapa, pero que insiste en existir.

Sé que la gente necesita etiquetas. Las palabras nos hacen manejables, nos convierten en algo entendible. Por comodidad—porque el mundo aún quiere encasillar el deseo en categorías binarias—, a veces digo que soy bisexual. No porque la palabra me baste, sino porque evita la fatiga de la explicación, la necesidad de justificar mi deseo ante extraños. Si soy sincero, la bisexualidad tampoco es suficiente. Mi deseo es un glitch en la máquina del lenguaje. No entra en los códigos prefijados. Hay otras palabras, más expansivas, pero nombrarlas me obliga a dar una lección de sexualidad cada vez que alguien pregunta con quién me voy a la cama. Prefiero ahorrarme el esfuerzo.

Desde ahí, mi identidad se desdibuja ante la expectativa social. Me acomodo en los márgenes, no porque quiera, sino porque sé que el mundo aún no está listo para el caos que traería mi verdad completa. No lo reprocho, pero lo noto. Porque en este mundo, a veces, existir es negociar. Habitarme es un acto de equilibrio entre lo que soy y lo que otros pueden soportar.

Pero hay un momento, un instante antes de que alguien me pregunte, antes de que tenga que dar una respuesta digerible, en el que existo sin nombre, sin traducción. Un segundo donde el cuerpo es solo cuerpo, donde el deseo no necesita ser domesticado, donde la historia que me impusieron no alcanza a atraparme. Ese intersticio, ese resquicio de libertad que apenas dura un parpadeo, es el único espacio que realmente me pertenece.

Cuerpo como territorio en disputa

“The body is not neutral; it is not a blank slate onto which culture simply writes its codes. Rather, it is a contested site of meaning, a space where power, resistance, and identity constantly intersect and reconfigure.” — Judith Butler, Bodies That Matter

Me dijeron maricón antes de nacer, por miedo a que lo fuera. No con la palabra exacta, pero lo dijeron en la forma en que miraban a mi madre, con la sospecha flotando en el aire. Lo dijeron al verme por primera vez, con la piel más rosada que la de mi hermana, con el murmullo disfrazado de halago: qué bonito, hasta parece niña.

Lo dijeron en los gestos incómodos cuando jugaba con muñecas en vez de carritos de plomo. Lo dijeron sin saberlo, en la urgencia con la que me corrigieron la voz, la postura, la forma en que miraba a los demás. En la advertencia implícita de que un cuerpo no es solo piel y hueso, sino expectativa, un diálogo perpetuo entre el deber y el ser.

La primera vez que supe que mi cuerpo era un problema, ni siquiera entendía por qué.

Lo sentí en la mirada de mi abuelo cuando me vio cruzar las piernas de la forma ‘equivocada’.

Lo escuché en la risa de los niños en el patio de la escuela, cuando me llamaron maricón sin saber bien qué querían decir.

(adj. y sust.) Originalmente aumentativo de «marica», que denota, en su acepción más usada, al hombre homosexual; pero también al hombre afeminado.

Una palabra que llega antes del deseo, antes de la conciencia del cuerpo, antes de aprender a nombrarse. Una palabra que nadie debería escuchar antes de enamorarse por primera vez.

Me lo dijeron hasta que se cansaron. Me lo susurraron en la oreja, con la certeza de quien sabe que la vergüenza se instala mejor en voz baja. Me lo regalaron en empujones, en risas ahogadas, en el eco de mi propio nombre hecho trizas. Me lo repitieron en los silencios de los pasillos y en la forma en que nadie me miraba directamente a los ojos.

Los peores silencios fueron los de los adultos. Cuando un adulto calla, un niño sabe lo que otorga. En los consejos no pedidos, en la pedagogía del disimulo. Aprendí a corregir mis movimientos mucho antes de aprender a escribir bien mi nombre.

El cuerpo es la primera geografía que aprendemos a habitar con miedo. Un mapa que no trazamos nosotros, sino quienes nos vigilan. Lo moldeamos en función de los otros, lo encogemos, lo tensamos, lo disciplinamos en el arte de no llamar la atención.

El cuerpo delata incluso cuando quiere pasar desapercibido. Se nos olvida que el cuerpo grita cuando nosotros callamos. O peor aún: cuando aprendemos a callarnos.

***

Desde la infancia, el cuerpo cuir es un territorio cartografiado por otros. Sus bordes no los define quien lo habita, sino quienes lo vigilan. Su recorrido no se decide, se impone. Michel Foucault lo dejó claro en La historia de la sexualidad: los cuerpos no son espacios neutrales, sino superficies de inscripción del poder. Cada gesto, cada movimiento, cada forma de ocupar el espacio es sometida a disciplina.

Si las ‘leyes’ del urbanismo convencional dictaminan que las ciudades están diseñadas para optimizar flujos y racionalizar el espacio, el cuerpo cuir ha aprendido lo contrario: a moverse en los márgenes, a sobrevivir en los intersticios, a medir el espacio en términos de seguridad y exposición. Porque la movilidad cuir no es solo el acto físico de desplazarse, sino la coreografía involuntaria de evitar miradas, calcular distancias, escoger con precisión los lugares donde el deseo se despliega y donde se repliega.

Los espacios nunca han sido neutrales. Nunca fueron diseñados para otros cuerpos. El urbanismo lo sabe, aunque lo haya ignorado por demasiado tiempo. Las ciudades están pensadas para la familia nuclear, para el trabajo, para el consumo, para la producción.

Pero no para el deseo cuir.

¿Dónde se esconde el deseo cuando no tiene un lugar legítimo en la ciudad? ¿Dónde se camina con libertad y dónde se corre el riesgo de ser gobernado?¿Cómo se navega la geografía del miedo y del deseo al mismo tiempo?

La omnipresencia del closet.

El clóset no es una puerta, sino un laberinto de habitaciones interconectadas. Una arquitectura que se extiende más allá del cuerpo, organizando los espacios que habitamos, los recorridos que aprendemos a trazar, las maneras en que regulamos nuestra propia existencia. No se abre ni se cierra con una declaración, sino que se despliega en capas: habitaciones interconectadas, códigos de conducta, geografías de lo permitido y lo clandestino. Antes de que el deseo tomara forma, antes incluso de que aprendiera a nombrarme, el clóset ya era una estructura de poder operando sobre mi cuerpo.

Su pedagogía comenzó temprano. En la escuela, el vestidor es la primera frontera. Un espacio donde el cuerpo se expone o se oculta, donde se aprende a no sostener miradas demasiado tiempo, a moverse con la exactitud suficiente para no llamar la atención. Para algunos, era solo un lugar de tránsito. Para otros, una zona de guerra fría. Me acostumbré a medir mis gestos, a ducharme lo más rápido posible, a no dejar que mis ojos se demoraran demasiado en los cuerpos que no debía mirar. A los seis años, ya escaneaba el espacio con el instinto aprendido de quien teme que su simple existencia delate algo socialmente castigable. Sabía que debía sentir vergüenza, aunque no supiese bien por qué.

Pero la vigilancia del clóset no termina en la infancia (ni en el vestidor). Se traslada, muta, se adapta. Más tarde, la ciudad funge como extensión de todo lo prohibido y permitido. Espacios donde el cuerpo cuir aprende a moverse en los márgenes, donde se internalizan las reglas del deseo furtivo: cuándo apartar la vista, cuándo sostenerla, cuándo el silencio es protección y cuándo se convierte en riesgo. Sin código ni reglas sociales explícitas, pero con el mismo vapor traicionero, las mismas pieles habitadas, las mismas miradas furtivas que a veces invitan y más que nada castigan. Irónico como a veces en el escenario del género binario, el hombre heterosexual se permite más flexibilidad para explorar su performatividad de género que la propia persona cuir. Supongo se debe a que su identidad no está en riesgo. Su valor social no está en duda. 

La epistemología del clóset, como la formuló Eve Kosofsky Sedgwick, no es solo una cuestión de hablar o callar, de decir o no decir. Es una cartografía del conocimiento, una gramática de lo visible y lo oculto. Un manual no escrito sobre qué cuerpos pueden existir sin preguntas y cuáles deben justificar cada movimiento. El clóset no es un armario con bisagras, es una maquinaria de regulación que no necesita paredes porque opera dentro de nosotros. Se instala en la piel, en la voz, en la manera en que aprendemos a ocupar el espacio de acuerdo a la ‘norma’, sin reclamarlo del todo.

Si la ciudad es un mapa, el cuerpo cuir es un punto en constante movimiento. Un trazo intermitente, una señal que aparece y desaparece según el contexto. Aprendemos a leer la ciudad con precisión quirúrgica: a identificar rutas seguras, a calcular distancias entre lo permitido y lo clandestino, a medir los riesgos—o a veces ignorarlos. Porque la ciudad no es solo concreto y edificios; es un entramado de exclusiones, un sistema que define quién puede moverse sin miedo alguno y quién necesita anticipar cada paso.

Antes de aprender a amar mi cuerpo, aprendí a huir con él. Aprendí a desplazarme con sigilo, a medir la temperatura de una habitación antes de atreverme a tocar, a hablar, a existir sin que mi existencia se convirtiera en un problema. Me convertí en cartógrafo del deseo, buscando grietas en la normatividad donde el placer pudiera filtrarse, aunque fuera a escondidas.

Pero el clóset no solo delimita cuerpos, también define espacios. No es solo un límite personal, sino una estructura urbana, una política de ocupación y desalojo. No solo regula lo que puede decirse, sino dónde puede decirse. Al final, el clóset no es solo algo de lo que escapamos, sino algo que nos rodea. El clóset no es solo un espacio interior, es una infraestructura. Un sistema de espacios donde ciertos cuerpos son bienvenidos y otros deben permanecer en la penumbra.

Y es en esa penumbra donde comienza la siguiente geografía.

Los no-lugares del deseo

“Queer spaces are, by definition, sites of tension—simultaneously ephemeral and resilient, both hidden and hyper-visible. They exist in the interstices of the urban fabric, as forms of resistance against the normative ordering of space.”— Jack Halberstam, In a Queer Time and Place

La ciudad es una promesa rota.

Nos dijeron que nos pertenecía, que en ella encontraríamos refugios, rutas de escape, maneras de existir sin miedo. Nos mintieron. Nos dijeron que en sus calles cabíamos todos. Pero la ciudad es tramposa. Su hospitalidad es condicional. Su libertad, una ilusión con letra pequeña. Algunos cuerpos la recorren con naturalidad, sin pensarlo, sin negociar su presencia. Otros aprendemos a transitarla con cautela, a hacer cálculos invisibles, a medir distancias en función del peligro. Aprendemos a preguntarnos siempre quién está mirando y qué podría significar esa mirada.

La ciudad es un mapa de exclusiones. Nos ofrece espacios, pero nunca sin vigilancia. Nos presta esquinas, pero a cambio de miedo. Nos da calles, pero las codifica con reglas tácitas sobre quién puede habitarlas sin explicaciones y quién debe justificar su presencia. No todo espacio es un espacio para desear. No toda calle es un pasillo de escape.

Marc Augé hablaba de los no-lugares como esos espacios de tránsito sin identidad: lugares donde la permanencia es una anomalía y la presencia es momentánea. Pero para el cuerpo cuir, los no-lugares son algo más: son refugio y riesgo a la vez, espacios donde el deseo es posible, pero nunca garantizado. El baño público, el sauna, la calle oscura, el vagón del último tren. Son intersticios en la ciudad, agujeros en la normatividad. No están hechos para habitarse, pero se habitan de todos modos. No son espacios de comunidad, pero en ellos se encuentran los cuerpos.

El deseo, cuando no cabe en la norma, aprende a moverse entre los resquicios de la urbe, a existir en el intersticio, a florecer en la grieta. Hay espacios donde el deseo se camufla, se esconde a plena vista. Hay otros donde la ciudad se pliega sobre sí misma y le concede un rincón de existencia, pero solo como concesión. Un préstamo que puede ser revocado en cualquier momento.

La fenomenología cuir, como la plantea Sara Ahmed, nos enseña que el espacio no es neutral. La ciudad nunca fue neutra. Nunca fue nuestra. Está cargada de orientaciones, de expectativas sobre cómo debe moverse un cuerpo, de normas no dichas que determinan quién pertenece y quién es un intruso. Para un cuerpo cuir, caminar la ciudad nunca es solo caminar. Es un acto de lectura. Es identificar riesgos en cada esquina, trazar rutas de escape en tiempo real, encontrar los vacíos donde el deseo puede existir sin ser interrumpido por la violencia.

La ciudad se divide en capas de lo permitido y lo clandestino. De día, la normatividad se impone: la ciudad se exhibe como modelo de inclusión, vende la imagen de espacios públicos diseñados para la convivencia. Calles con banquetas bien trazadas, plazas con fuentes donde juegan niños, ciclovías que abrazan el tráfico. Pero en la noche, la ciudad se repliega. Se invierte. Se resquebraja. Y sus esquinas revelan otra geografía. Una donde el deseo encuentra refugios improvisados, donde la posibilidad de tocar se negocia en la penumbra.

No hay mapas oficiales para estos espacios. Solo coordenadas compartidas en susurros, en miradas furtivas, en cuerpos que se rozan sin nombre.

La ciudad nos exige disimular, pero nos deja pistas. Nos deja huecos donde podemos existir.

Siempre supimos que la hoguera estaba ahí, esperando.

El Ritmo de la Noche

“Queer desire has always had to invent its own spaces, its own maps of possibility. Whether in parks, bars, or digital landscapes, these encounters are never just about pleasure—they are also about survival, about the negotiation of visibility and risk.”

— Samuel Delany, Times Square Red, Times Square Blue

Si los no-lugares de la ciudad son espacios de tránsito donde la existencia es fugaz, los bares cuir son una anomalía: refugios temporales en una geografía que no nos reconoce del todo. Lugares que solo existen mientras la música suena, mientras las luces de neón parpadean, mientras los cuerpos se tocan en la penumbra. No están en los mapas, o si lo están, aparecen como advertencias. En algunos países, su existencia es imposible; en otros, está permitida, pero solo bajo ciertas reglas. En cualquier caso, su permanencia nunca está garantizada.

Los bares cuir no son solo espacios de encuentro, son paréntesis en la normatividad. Son la respuesta a una ciudad que nos obliga a habitar el deseo en lo efímero, en la sombra, en la noche. Como los parques después del anochecer, como los baños públicos donde las miradas se convierten en códigos, como los pasillos oscuros de las estaciones de tren. Lugares que existen dentro de la ciudad, pero al margen de su lógica. En la cartografía urbana, son un glitch, un fallo en el código de la visibilidad.

La primera vez que ocupé conscientemente uno de estos espacios cuir, la ansiedad me secuestraba la garganta. No porque temiera la violencia (a ese sentimiento ya estaba más que acostumbrado), sino porque temía ser visto. No como en la calle, donde ser visto significa ser delatado. Pero, ser visto de verdad. Dejar de ser solo un reflejo, una silueta borrosa, y convertirme en un objeto tangible, ahí. Un cuerpo deseado. Deseable.

Retomando la idea del clóset como una estructura que define cómo nos mostramos, qué revelamos y qué mantenemos oculto. Es la frontera imaginaria entre lo que se puede pedir y lo que debe callar. En los bares cuir, el clóset no desaparece como yo sentí por primera vez, pero se reconfigura. No es que aquí todo esté permitido, es que las reglas han cambiado. La pregunta ya no es quién eras detrás de las puertas de metal, sino quién decides ser esa noche.

Los bares cuir son refugios, sí. Pero también son escenarios. Una continuidad espacial y temporal de la performatividad del género. Por qué si, la comunidad también mantiene ciertas estructuras. Ya sea por costumbre, por herencia, por trauma o por ejercicio de poder, pero a veces somos menos libres de lo que pensamos. 

Osos. Nutrias. Cachorros. Chacales. Jocks. Twinks. Daddies. Femmes. Masc. Trans. Vestida. Drag. Activo. Pasiva. Dom. Sub. Pup. son algunas de las tribus urbanas usadas dentro de la mitología del espacio gay que siguen vigentes como etiqueta para identificar y etiquetar al hombre (primordialmente homosexual) en su interseccionalidad de género, raza, clase social, preferencias sexuales, etc. El género (y la sexualidad) se sigue vigilando como un performance, solo que el menú de opciones se amplía radicalmente, aunque arrastrando muchas decadencias de la heteronormatividad. 

El cuerpo colecciona memorias

“Memory is not an object that one possesses; it is an active, living force that shapes the body, the self, and the way we navigate the world. The past does not stay in the past—it inhabits us, written into our flesh.” — Ann Cvetkovich, An Archive of Feelings: Trauma, Sexuality, and Lesbian Public Cultures

La memoria no pide permiso. No pregunta si queremos recordarla. Se filtra entre la piel y el músculo, se enreda en los huesos, persiste en la carne con una insistencia involuntaria. El cuerpo es un archivo de lo irrenunciable, de lo que hemos sido, de lo que nos han hecho, de lo que hemos permitido. Un mapa de cicatrices visibles e invisibles, una topografía de deseos, límites y fracturas.

Mi cuerpo recuerda lo que yo he intentado olvidar. Recuerda el primer amor, con su embriaguez de deseo y su desorientación vertiginosa. Recuerda el primer rechazo, la violencia sutil de una mueca, de una distancia impuesta con alta precisión y cero sutileza. 

Eso lo descubrí en Berlín, varias lunas después. 

El mundo se disolvió en ese cuarto.
Sin futuros que imaginar,
sin pasados que cargar.
Solo sus manos, su aliento,
el vaivén de dos cuerpos:
equilibrio perfecto
entre ceder y rendirse.

La vulnerabilidad que me llevó allí
no era imprudencia,
era una rebelión desnuda,
una revancha promiscua
contra lo que aprendí a temer.

Cada roce, cada surco en la piel,
era una interrupción al clóset,
un quiebre en la vigilancia del deseo.
No había culpa.
No había vergüenza.
Solo el chasquido eléctrico de la aceptación.

Por primera vez,
mi cuerpo y yo
hablábamos el mismo idioma:
el lenguaje de mi piel.

Cartografías de la resistencia

Pero lo efímero no significa menos real.

La intimidad, ese espacio sin testigos, se vuelve un campo de batalla donde el deseo y la historia se entrelazan. Es ahí donde el cuerpo recuerda, donde se inscribe la memoria del tacto, donde las cicatrices—físicas e invisibles—se convierten en la única prueba de haber habitado el deseo y haber sobrevivido a él. El cuerpo cuir es un territorio en disputa, un archivo vivo de gestos aprendidos, de silencios impuestos, de resistencias pequeñas que no siempre se reconocen como tales. La epistemología del clóset no es solo ocultamiento y revelación: es vigilancia interna, una estructura que regula lo que se permite sentir, lo que se permite admitir, lo que se permite desear.

Nuestros cuerpos, entonces, son testimonio y trinchera. La epistemología de nuestras existencias han sido una negociación constante entre lo que aprendimos a temer y lo que nos permitimos experimentar. Cada acto de deseo es también una declaración política. Cada beso sostenido demasiado tiempo en una calle iluminada, cada mano que no suelta otra cuando el semáforo cambia a verde, cada noche donde al despertar no hay arrepentimiento (de esas hay pocas todavía)—todo es resistencia. 

Pero ¿qué significa resistir cuando lo que resiste también se desea?

Resistir no siempre significa estar en contra, a veces es también ceder, entregarse sin miedo, aprender a desear sin pedir disculpas.La lucha con la identidad no es un trayecto con destino, es un acto que se reitera, que se ajusta, que se reescribe. No hay autenticidad fija. No hay esencia preexistente que deba descubrirse. Solo hay cuerpos en tránsito, cuerpos que aprenden a moverse en la ciudad, que aprenden a amar sin manual de instrucciones, que aprenden a desear sin pedir permiso.

Y sin embargo, la lucha persiste. Porque la vergüenza se hereda. Porque el deseo se castiga. Porque el amor aún se disputa. La teoría nos da un lenguaje, pero el cuerpo sigue siendo la única certeza. La piel recuerda antes que la mente, y el eco de esa memoria resuena mucho después de que la habitación queda vacía.

En este recorrido por la experiencia cuir, la intimidad se vuelve política, y el deseo, una geografía que hay que aprender a habitar. La ciudad sigue siendo un mapa de advertencias y posibilidades. El cuerpo sigue siendo un territorio de expiación, deseo y de pecado. No hay mapa para lo que viene después. 

Pero si el cuerpo es un territorio, sigue en construcción.

No un espacio de ruinas, sino la prueba de que aún existimos.

Cada grieta es también un cimiento. 

Cada deseo, un acto de resistencia.