Artificios
Fantasía de lo áspero
¿Cuál es la apariencia del capitalismo tardío? ¿Qué pasa cuando el presente decepciona nuestras fantasías tecnoutópicas? Este ensayo propone politizar la estética de las ciudades: tanto aquellas en las que vivimos como las que nos imaginamos.
Por Elías Fernández Casella
12 de octubre de 2025

Alguien me dijo hace poco “me encantan los colores de los 70’ porque están muertos”. Paisajes desolados, ciudades muertas, poblaciones atrincheradas, un espacio urbano donde amenazan las balas, los cuchillos, los loquitos.
En la década siguiente, la era dorada del cine de acción, la de los dibujos animados hechos exclusivamente para vender juguetes, la inverosimilitud cliché en la violencia (contenida incluso en algunos de los clásicos más importantes de la ciencia ficción como Terminator o Robocop). Banditas de adolescentes y villanos mutantes. Todo encaramado en una rebeldía mugrienta que malinterpretaba la estética del punk rock (o que más bien era escrita por sus detractores).
Algo tienen en común muchas películas de los años 80’ y principios de los 90’. Si estas ficciones son tan comunes no es por delirio colectivo, sino por las angustias generacionales y el vértigo de las tecnologías. El famoso efecto de sincronía que hace inventar el teléfono a tres personas al mismo tiempo en diferentes partes del mundo. El Cyberpunk no podría haber sido creado en otro momento: «El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto». La frase con que William Gibson inaugura el género en su novela de 1984 pone especial énfasis en los colores. Y en su falta de vida.
La estética del punk rock se originó en las casas de saldos que vendían ropa de segunda mano, saldos militares, pantalones de jean limados y camisas de franela emparchadas. Y de fondo, sendas torres de la vida “corpo”. Habitados por yuppies (jóvenes odiosos dedicados de lleno a su carrera con la aspiración de convertirse en millonarios) o por villanos de cabeza redonda, tirando a pelados, con algún rasgo de monstruosidad. Contemplan el espacio desde lo alto. Nadie sabe qué hay en el piso tres de esa torre, pero todos imaginamos cómo se ve desde lo alto.
En fin. El punk rock nunca fue tan peligroso como se vendió a sí mismo, ni tan amenazante como las discográficas lo quiso hacer parecer. Con honrosas excepciones más politizadas como Exploited, The Clash o el movimiento Oi! (con sus polemiquísimas divisiones internas bien atendidas en el clásico de los Dead Kennedys “Nazi punks, fuck off”). Y esas torres inmensas, más bien están vacías. ¿Dónde viven todos esos villanos? Y sobre todo, ¿cómo funcionan esos monumentos del poder?

Saqueadores del páramo
Warriors. Terminator. Warlock. Escape from New York. Transmetropolitan. Hellblazer. X-Men. La juventud lanzada a un mundo donde hay que inventarse las posibilidades y donde las herramientas están a mano: las armas al alcance de cualquiera y las fuerzas de seguridad que están ahí para reubicar a bastonazos a quienes se atrevan a violentar a uno que no sea de los suyos. La policía que transa y se aprovecha de los outcasts.
Incluso los dibujos animados como He-Man o Transformers -que eran literalmente una publicidad extendida para vender muñequitos-, todo se construye sobre un mundo post-apocalíptico. A menudo la ciencia ficción fantasea con su apocalipsis más cercano. Sin embargo, en todas estas películas ocurre la impresión de una mímesis. El futuro llegó hace rato, dijo el Indio Solari en 1992, que de paso se explicaba: “cómo no sentirme así (…) qué podría ser peor”.
Desde las personas hasta sus edificios, todo habla de una falta de futuro. Toda distopía prevé, de una forma u otra, que el aire será irrespirable y las ciudades van a estar abarrotadas. Que vamos a destruir el mundo por la codicia. Y en su estética hay algo de eso. El mundo está en el mismo lugar. Los que sufrimos ese apocalipsis somos nosotros, que vivimos varios por cada vida que tenemos (sí, me estoy autocitando).
Un montón de banditas adolescentes se disputan las calles nocturnas disfrazados de la identidad que adoptaron como banner: la de Warriors no es una Nueva York de posguerra, sino un relato épico con protagonistas más bien detestables que ocurre “en el futuro cercano”. Y la estética de ese futuro está emplazada en el subterráneo, donde el grafiti no era solo una expresión artística sino la señal de un territorio liberado, un espacio donde había desde choreos comunes hasta asesinatos y abusos sexuales teñidos por conflictos raciales.
En el futuro cercano de Mad Max la falta de combustible provoca que la sociedad se vaya desintegrando y que encuentre la única solución que imagina la Australia de los años 80’: un policía se vuelve renegado y termina vagando por el páramo de un lugar desértico donde no hay vías de distribución pero al menos hay petróleo. El dieselpunk es sucio, desde sus vehículos oxidados hasta sus personas. Hombres enloquecidos y articulados en cultos de saqueadores-recolectores.
Escapemos de la ciencia ficción ochentosa sin temor por el algoritmo y vayamos varios años más adelante, en una época donde el cine quiso volver sobre sus pasos. The full monty, la película de la que nacerían mil parodias y que consolidaría “You can leave your hat on” como la canción para sacarse la ropa (hasta que Marcelo Tinelli impusiera por unos meses “Back in black” de AC/DC) arranca con un pequeño flashback apocalíptico: Cuando Detroit tenía industria y trabajo.
Durante el resto de la película, de hecho, estos varones venidos a menos van a buscar la manera no solo de hacer algo de plata, sino de recuperar algo de ese sex appeal que habrían perdido por ceder su lugar de “machos proveedores” mientras que las mujeres “avanzan” consumiendo shows de strippers hipertrofiados (radicalmente preferible a meterse en un foro repleto de adictos a las apuestas para subir deepfakes de famosas). Dato: Uberto Pasolini, el productor, dejó una carrera muy promisoria laburando en un banco de inversión para dedicarse al cine. Si no vieron The full monty porque el concepto les parece una estupidez véanla, que por algo la nominaron a mejor película en 1998 (cuando fue cagada a palos por Titanic).
Pero no toda la ciencia ficción estuvo siempre apegada a las distopías. La nave Enterprise es un espacio transcultural con tecnología de última generación, poblada por científicos (entrenados en las artes marciales y la supervivencia, como debe ser). La ciencia ficción de los 60’ se permite plantear dilemas más políticos, identitarios o trascendentales, como La mano izquierda de la oscuridad, de Úrsula Le Guin o Los propios dioses, de Isaac Asimov. Incluso El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke habla de una invasión extraterrestre y un fin del mundo más cercano al rapture del fin del mundo que imaginan los cristianos.


Si de toda esa estética la única que llamamos “retrofuturismo” está basada en el futuro que imaginaban obras publicadas desde los 30’ a los 60’, es porque sus naves espaciales con capacidad para albergar una vida estilo suburbana como la de la familia tipo americana veían en la exploración del espacio exterior no la posibilidad de encontrar “un planeta B” (al fin y al cabo el pánico por la destrucción nuclear mutua asegurada continuaría por fuera de la estratósfera), sino por explorar en cosmos en busca de sus recursos ilimitados, movidos por la curiosidad de alcanzar a otras formas de vida.
Allá por los años 2005-2010, varias publicaciones de “difusión científica pop” (entre ellas la revista Muy Interesante y afines) hablaban de “edificios ecológicos”. La Internet 2.0, a la que se accedía en dispositivos fijos o blackberries, fantaseaba con edificios de cristal repletos de terrazas verdes. Hoy es bastante difícil encontrar ficciones solarpunk más allá de sus imágenes retrofuturistas. (Hoy perdidas en Pinterest). No hemos ido precisamente en esa dirección. ¿Habrá alguna correlación entre que esa época viniera acompañada por una confianza disruptiva sin precedentes en el acceso a la información en Internet y que América (en cada país a su modo y con honrosas excepciones) estuviera poblada por gobiernos progresistas?
Las torres de la inspiración
Parece haber una profunda falta de imaginación para el futuro. Ciudades que no se habitan, sino que se administran. Plazas secas porque son más baratas de mantener. La propuesta de contenedores llenos de agua con algas para que renueven el oxígeno. Espacios internos que ni siquiera son minimalistas sino chatos. Como si habitar el mundo pasara por otro lado. Tal vez por la virtualidad. ¿Para qué necesitaría alguien vivir en más de 20 metros cuadrados si puede relacionarse con el mundo desde la palma de la mano?
Sin embargo, hay enormes monumentos que buscan construir su fantasía. Enclavado en el desierto arábigo, el Burj Khalifa podría ser una torre de marfil para el sexto capítulo de Mad Max. Y como en Qatar, como en Las Vegas, como en la Cloud City que administra Lando Calrissian en Star Wars, no se va uno a Dubai a vivir, sino a hacer negocios.
Más que espacios habitables, se multiplicaron los espacios de “branding”. El Burj Khalifa no es solo un monumento a la ostentación (como lo fue el Empire State, las Torres Gemelas o las maravillas del mundo antiguo), sino un espacio ambiguo y aspiracional desde donde se crea contenido (si no en ese espacio al menos en edificios de una estética similar) para vender un proyecto de vida, consumo y depredación.
El historiador y crítico de arte Giulio Carlo Argan analizó en buena parte cómo la arquitectura es parte de la cultura, puesto que a partir de cómo se construye se organiza y se instituye a la ciudad como una entidad social y política. Mientras que en la época barroca funcionaba una “arquitectura de composición”, que arreglaba elementos heredados de la tradición clásica para representar claves políticas y religiosas, en la era moderna el espacio es también un dato de cómo existimos los seres humanos.
A esto Argan lo llama “fenomenización”: cada edificio manifiesta “pequeñas verdades concretas” sobre nosotros. Son edificios que priorizan la experiencia, la duración y la condición existencial del usuario. La fachada conserva contenidos ideológicos: es interfase entre el culto interior y la escena pública.

En videoclips, en la pornografía, en las películas de acción con un alto protagonismo de los autos de alta gama y asesinos de alta gama, vestidos de saco y corbata (Fast and Furious, John Wick), estos edificios aparecen como el escenario de un tipo de vida que, mediada por la ficción de lxs influencers, construye un camino no tan lejano para la ilusión de que uno, con esfuerzo, inteligencia, viveza latina y un necesario sentido del egoismo, puede participar de esa fiesta en el desierto.
En Pornotopía, Paul B. Preciado habla de cómo la revista Playboy no solo industrializó la representación erótica a través de clubes, revistas, segmentos en TV, merchandising, etc, sino cómo se construye una “utopía erótica popular”, también, desde el propio diseño de los interiores. El “departamento de soltero” que tiene el potencial de transformarse con facilidad en una máquina para tener sexo, también domestica el deseo en el espectáculo y subjetiva la población (en principio) estadounidense en contraposición a la soviética. Esos escenarios definían cómo debía vivirse el deseo (masculino, heterosexual, etc).
La actualidad mediatizada en redes le da a eso otra vuelta de tuerca: Algún día vas a llegar a vivir ahí. A saltar de un edificio a otro en un Lykan Hiperturbo de tres palos verdes y medio, a tener sexo de lo más estetizado, sin otro contexto ni palabras más que el lujo y la dominación voluptuosa. En esas torres de un futuro inmediato al que mirar: brillante, frágil, intrascendente. Como el Burj Khalifa, construído en medio del desierto, alimentado por petrodólares, estafas oportunidades financieras y trata de personas trabajo sexual.
Fantasía de lo áspero
De nuevo: alguien quiere construir su fantasía. ¿Qué es el Tesla Cybertruck? Es como poner a secar los cuchillos con el filo para arriba. Un diseño agresivo, más parecido a un camión blindado o un tanque de guerra. Una Pick-up sin cara, con un interior de lujo. Un tipo de diseño tirando a militar que desentona con el espacio urbano (principalmente porque no es el tipo de vehículo para ese entorno). Un diseño futurista, si. Y descorazonador. De alguien que proyecta (no sueña, sino que concibe, prevé) un futuro difícil, áspero (rough), donde lo cyber tenga que interactuar contra un desierto donde imperan los balazos.
Si uno lo compara con otros de los vehículos que diseñó Franz von Holzhausen, el director creativo de Tesla Motors, nota que esas formas angulosas son un resabio retrofuturista. La tesla cybertruck es una pickup. De buenas a primeras, es un vehículo de trabajo. No un bólido deportivo, no un boliche andante como eran las limousinas. Los Tesla apuntan, en su fachada utilitaria, a ser un Burj Khalifa con ruedas. El Tesla Cybertruck tiene precios en el rango de los USD 62.490 para la versión Long Range hasta USD 114.990 para la versión Cyberbeast en Estados Unidos. Es más caro que una Hylux y más caro que un BMW. Un auto que destaca por su diseño retrofuturista y no por su autonomía o eficiencia energética. Es un tanque de guerra para gente de plata que quiere un juguete para reafirmar cierta pertenencia no solo material, sino también ideológica, y que se sueña parte de un ejército mercenario como Academi (ex Blackwater).

Mientras tanto, la vida se estandariza en una marea de espacios mercantiles y públicos degradados que despojan la ciudad de memoria y experiencia cotidiana. Hay dos costas del Río de La Plata en la ciudad de Buenos Aires: La que termina en Paseo Colón y la que sigue en Puerto Madero. Una se llena de orines y la otra de camalotes.
Son las once de la noche y entro al Burger King de Corrientes y 9 de Julio. No me enorgullece, pero hace tres horas que fumo marihuana entre amigos y conocidos porque alguien a quien quiero se va del país, así que mi pareja y yo decidimos entrar a comprar una hamburguesa. Recuerdo algo que leí en Reddit: “los ochenta se venden como una época de bailes y colores, pero todas las series ambientadas en esa época fallan en reponer lo marrón que era todo”. Meto un flashback a mi adolescencia y rescato una leyenda urbana: McDonald’s (y cadenas similares) tenían colores chillones para que no te quedes demasiado tiempo sentado después de comer, así puede venir a sentarse otro cliente. Acá pasa lo contrario: los techos son bajos, de un durlock que le rechina a uno los dientes de solo mirarlo. Hay poca luz porque hay pocos focos que funcionan. Junto al mostrador, un enjambre de empleados con cara de cansancio rebota junto a la fila de clientes mal hecha y una marea de Rappis que esperan sus pedidos. Subimos las escaleras, que custodian dos hombres de una empresa de seguridad privada para evitar que nadie use el baño sin ser cliente. Alrededor, un montón de refugiados de la noche. Las mesas del Burger King son un área de descanso. Hay espacios de penumbra y retazos de silencio. El país está en crisis y esto se parece al subterráneo de la Nueva York de los ochenta.
Mientras tanto, toda la ciudad se llena de cadenas y franquicias, locales sin una historia personal. Allá donde sobreviviste un domingo a las 5 de la mañana mientras el sol despuntaba hay otro Farmacity. Su arquitectura es tan similar a la de todo lo demás que parece un espacio vacío. Cada tanto sale algún artículo sobre cómo “la ciudad que nunca duerme”, duerme ahora cada vez más temprano.
¿Cómo habitar ese espacio urbano? La respuesta: no importa. Los colectivos se estandarizan en ploteados unificados, las políticas de preservación de edificios históricos se respetan tanto como las decisiones que toma el congreso nacional (nada). La realidad está en otra parte, está más allá. En la imaginación que sueña con un mundo que no puede habitar, pero que crea constantemente en paisajes muertos donde todo da lo mismo.
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