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ARTIFICIOS

EL NUEVO MATERIALISMO DE J. J. SAER

Por Dante Sabatto
10/07/2022

Este año se cumplieron 17 años de la muerte de Juan José Saer, y otros tantos de la publicación de su última novela, La Grande, que quedó inconclusa. Saer tiene un lugar extraño en el panteón literario nacional. Compite seriamente por el rol de “tercer grande”, después de Borges y Cortázar. Para Sarlo es el protagonista de las letras argentinas “después” de ellos dos; para Piglia, forma con Puig y Walsh parte de “las tres vanguardias” postborgeanas. Si Puig es la vanguardia pop y la Walsh la vanguardia política, Saer es una vanguardia estética sin correlato.

Tal vez podríamos disputar esta ausencia. A lo largo de los libros de Saer, se van colando reflexiones filosóficas que se encuentran siempre a medio camino entre el chiste y la veracidad. Saer puede parecer a primera vista un autor serio, pero muchas veces es posible distinguir un tono irónico y autoparódico en su escritura. Tal vez esta ética se encuentra perfectamente plasmada en su postulación sobre que Borges estaba equivocado sobre su propio personaje Pierre Menard, que quiere volver a escribir el Quijote: Borges piensa que es un chiste, dice Saer, pero Pierre Menard es un héroe.

Juan José también era un héroe. Su lugar en la literatura nacional es extraño porque, como todos los grandes, estaba fuera de eje, desquiciado respecto a su tiempo. Tal vez no lo parece si seguimos su obra linealmente: en los 60 se abocó a la construcción de la literatura en el marco del posperonismo (Responso, Cicatrices); en los 70-80, su obra toma un carácter marcadamente político (Nadie nada nunca, Glosa) mientras se empieza a conformar una experimentación metaliteraria (El Entenado, Lo imborrable, Las nubes) que explota al final de su vida en La grande.

Pero esta nota es un intento de leer a Saer a contrapelo de esta cronología. ¿Qué es lo que lo destaca y lo pone, a la vez, en esa posición incómoda? Tal vez que cuando el resto de la literatura era idealista, Saer fue un materialista. Su preocupación es por la elaboración de un abordaje estético-ontológico sobre la Materia. Y si Borges pudo adelantarse al postestructuralismo, ¿por qué no ver en Saer un antecedente a este nuevo giro filosófico que da en llamarse “nuevos materialismos”?

Desde comienzos del siglo XXI, se ha desarrollado una corriente filosófica preocupada por un retorno a la ontología y lo “real”, en contraposición al giro lingüístico y otras vertientes del postestructuralismo. Después de la finitud, libro de Quentin Meillassoux en el que cuestiona toda la filosofía europea desde Kant y promueve la posibilidad de pensar la cosa en sí, por fuera de nuestra percepción, abrió la puerta para este movimiento. Bajo los nombres de “realismo especulativo”, “giro ontológico” y más recientemente “nuevos materialismos”, autores como Graham Harman, Bruno Latour, Isabelle Stengers, Nick Srnicek, Jane Bennett y Reza Negarestani han abierto un camino radical para el pensamiento, preocupado nuevamente por la materialidad.

Estas líneas, escritas desde el amor por la obra saeriana, quieren establecer un vínculo imposible entre un autor y una filosofía que no coexistieron temporalmente. Porque, a veces, así funcionan las ideas: a destiempo, desencontradas.

Otra fundación mítica

Pareciera que escribir en Argentina es cosa de porteños, al punto en que asociamos a los grandes autores con barrios específicos de la Ciudad de Buenos Aires. La obra de Saer se basa, contra esta idea, en fundar un Lugar para la literatura alejado de la capital, en su Santa Fe natal. Y como suele ocurrir en este país, todo empieza por el río.

Pero el Río de la Plata es una amplitud casi marítima que se ve en el horizonte. Es un río con una sola orilla. El de Saer, en cambio, es El río sin orillas, según el título de su ensayo-ficción de 1991. Lo es porque la diferencia infinitesimal entre la tierra y el agua va desapareciendo fractalmente: lo que se descubre es el carácter ficticio de los bordes. Y es esta ficción la que funda el materialismo saeriano, que será siempre un materialismo “fangoso”, “chirle”, todas palabras predilectas del escritor.

En este sentido, se trata casi de un monismo: hay una sola materia para Saer, y es el lodo, precisamente en el punto en que no llega a ser líquido ni sólido. Todas sus novelas giran en torno a esta oscuridad cenagosa que amenaza con derribar el frágil equilibrio de la realidad. Ya en su primera novela, Responso, el protagonista, Barrios, está constantemente al borde de la quiebra personal, y el libro narra el trayecto de una noche en la que se humilla y pierde sin cesar hasta casi fundirse con el charco en el que tropieza. Todo nacido del Río.

El materialismo, entonces, se halla en la penetración del Lugar sobre el pensamiento, en el peso que tienen las cosas sobre las palabras. Si para Heidegger el suelo alemán determinaba que se desarrollara en ella la culminación de la filosofía occidental, para Saer el nacionalismo no es un problema porque la ontología fluvial que propone horada la noción misma de frontera. Tal vez por esto su escritura viola la delimitación entre poesía y prosa: porque las preocupaciones históricas, estéticas y políticas de Saer siempre nacen de una condición primera, material, que dice que la escritura debe captar ese barro del que está hecho todo.

Aeropuertos 2000

De las palabras a las cosas

“Para Saer”, dijo Florencia Abbate en un ciclo organizado por Eterna Cadencia, “lo único que tenemos es el lenguaje, que nos permite inventar conjeturas que nos explican el mundo, pero no hay forma de que lo sepamos con certeza”. La escritora llama a esto la “incognoscibilidad de lo real”, y a simple vista podría llevarnos a dudar del materialismo de Saer. Al fin y al cabo, estaríamos detenidos en la pluralidad infinita de perspectivas articuladas en la representación lingüística, aquello contra lo que “gira” el nuevo giro ontológico-especulativo.

Sin embargo, miremos de nuevo esta última palabra: especular. Esta es la operación singular en Saer, lo que hacen todo el tiempo sus personajes. Es el núcleo de tal vez su mayor novela, Glosa, en la que solo ocurre una escena mínima: Leto y el Matemático caminan veintiún cuadras, tratando de reconstruir una fiesta a la que ninguno de ambos ha asistido. Esa es la realidad para Saer: una fiesta a la que no fuimos y sobre la que estamos obligados a especular mediante aproximaciones inexactas.

Los nuevos materialismos no pretenden un acceso “directo”, aproblemático a la realidad. Por eso el materialismo es especulativo: porque requiere de procesos intelectivos. Tiene un problema de acceso, pero no niega su posibilidad. Para volver a nuestro escritor: Piglia dice que la escritura de Saer sigue siempre una misma fórmula: “ahora estoy aquí y veo…”. Pero la mirada, en Saer, es muchas veces a-subjetiva, o se desprende de quien mira para volcarse a la objetividad. Lo hace, además, con esa lógica sardónica que implica una ruptura de las jerarquías tradicionales de lo que merece ser objeto de filosofía o reflexión. En la citada Glosa, los personajes describen un intenso argumento ontológico basado en… la picadura de tres mosquitos.

Precisamente esta preocupación por las cosas es característica de los nuevos materialismos, como lo es el interés equitativo, imparcial, por cualquier clase de objetos: mosquitos, baldes, adoquines, gotas de agua, casinos, cadáveres de caballo, trastornos psiquiátricos, incendios, personas, asados, resortes, campos cultivados, máquinas de escribir, camisas. Levi Bryant lo llama “la democracia de los objetos”, Graham Harman habla de una “ontología chata” e Ian Bogost se pregunta: “¿cómo es ser una cosa?”.

Pero el materialismo de Saer, que recorre estos interrogantes y se acerca a estas ideas, se parece tal vez más al materialismo vibrante que Jane Bennett elabora en un libro recientemente editado por Caja Negra. Para Bennett, hay que dejar de pensar en la materia como algo muerto y pasivo, y comenzar a dar cuenta de su capacidad de actuar e interactuar: no es tan importante la distinción entre sujetos vivos y objetos no-vivos, todo está hecho de materia actante, es decir, con capacidad de actuar, más allá de que querramos o no otorgarle “conciencia” o “voluntad”. Bennett habla del tiempo lento de los objetos, que se mueven en una velocidad más lenta que la asociada tradicionalmente a las personas, ¿y no ocurre esto en las novelas de Saer? ¿No se mueven en una frecuencia casi imperceptible, precisamente porque sus protagonistas no son tanto las personas como las cosas: la máquina de escribir en Responso, los libros en Lo imborrable, los cadáveres en Nadie nada nunca y La pesquisa?

Materia vibrante, el libro de Bennett, dedica un capítulo entero a la materia comestible, y describe cómo el comer no es un acto individual que las personas realizamos sino un proceso interactivo intermaterial. Al nivel digestivo, hay puntos en los que es imposible distinguir entre la comida y “nuestros” órganos, que también son cosas relativamente autónomas. Lx lectorx de Saer tal vez recuerde mis escenas favoritas en cualquiera de sus novelas: cuando la escritura se detiene en la descripción lenta de una comida (generalmente una picada o un asado), como en El limonero real:

“Por un momento nadie habla: inclinados sobre sus platos, elevando hacia los labios entreabiertos los bocados de carne asada o un vaso de vino, macerando los alimentos en la boca con distintos ritmos de masticación, producen un silencio largo (…). Sobre los platos, los pedazos de cordero van quedando sin carne, mostrando, a medida que son devorados, unos huesos blancos llenos de filamentos exangües y pegoteados. Sobre la superficie de los platos se va formando una película pastosa, pegajosa.”

Materia que piensa

Decíamos más arriba que, jocosamente, Saer introduce estas mismas preocupaciones filosóficas en el contenido mismo de sus relatos. En su última obra, que de no haber quedado inconclusa habría sido probablemente su obra maestra, La grande, hay dos claros ejemplos. Por un lado, la vanguardia poética que imagina, el “precisionismo”, que consiste en “combinar las formas poéticas tradicionales con el vocabulario científico”. Por el otro, uno de los personajes, Nula, está preparando una “ontología del devenir”, que describe como muy simple: “hay que tener en cuenta las partes del todo y las partes de las partes, en todos sus estados simultáneos y sucesivos”.

Esto es, en un punto, lo que me llevó a escribir esta nota. Mi adoración absoluta de la literatura de Saer, y sobre todo de sus novelas, siempre se vio marcada por la sorpresa que me causaban estas apariciones, que me parecieron siempre parte de un dilema a resolver. Esta nota es un intento de hacerlo, conectando anacrónicamente a Saer con un movimiento filosófico que estaba gestándose cuando murió el escritor. Como si en sus líneas hubiera una anticipación de algunas preguntas, algunas impresiones, que podían resolverse desde la estética en vez de mediante la lógica.

Tal vez en ningún caso esté más claro que en El entenado, una de sus mejores novelas. Por su temática, la de un europeo relatando la década que pasó viviendo con los indios colastiné, tal vez podría asociarse con el giro ontológico que, en la antropología, mantiene la existencia de distintas ontologías correspondientes a nociones dispares e irreconciliables sobre lo que la realidad es. Pero en realidad la palabra clave del libro es “contingencia”, y esto lo acerca a un autor que citábamos al principio: Quentin Meillassoux y su materialismo especulativo.

El problema de El entenado es el mismo que el de Meillassoux: el correlacionismo, la imposibilidad de pensar más allá del encuentro del pensamiento con la materia, el objeto atado a su percepción e incognoscible fuera de ella. Saer relata, en las páginas finales, la problemática ontología, completamente ficticia, de este pueblo:

“Los indios no podían confiar en la existencia del árbol porque sabían que el árbol dependía de la de ellos, pero, al mismo tiempo, como el árbol contribuía, con su presencia, a garantizar la existencia de los indios, los indios no podían sentirse enteramente existentes porque sabían que si la existencia les venía del árbol, esa existencia era problemática ya que el árbol parecía obtener la suya propia de la que los indios le acordaban. (…) Y, además, era imposible salir de ese círculo vicioso y ver las cosas desde el exterior.”

No hay mejor definición del círculo correlacionista. Pero lo interesante reside en cómo Saer lo resuelve por el lado de las cosas:

“Con dificultad, los indios chapoteaban en ese medio chirle y sentían, en todo momento, la amenaza de la aniquilación. Lo externo, con su presencia dudosa, les quitaba realidad. Y, a pesar de su carácter precario, el mundo era más real que ellos. Ellos tenían la desventaja de la duda, que no podían verificar en lo exterior. (…) Querían hacer persistir, por todos los medios, el mundo incierto y cambiante.”

Pero estas reflexiones, a diferencia de los ejemplos citados antes, no son abordadas con la misma ironía con la que Saer suele resguardarse. Recordemos que El entenado no es cualquier novela: es la primera, en términos históricos, es la fundación mítica, es el Génesis, el comienzo del mundo. Y el mundo de Saer no surge con cimientos estables sino con la materia fangosa, inestable, “chirle”, “exangüe”, para usar palabras que se repiten incansablemente en su obra. Porque Saer es más sensato que muchos filósofos neo-materialistas, y no concibe a la Cosa como algo plenamente definido, seguro, lo que solo sería un retorno a un positivismo banal. Saer sabe, y esto funda el genio de su literatura, que creer que las palabras pueden realmente tocar las cosas solo trae nuevos y más interesantes problemas.

Porque, al fin y al cabo, todo materialismo debe partir de la idea de que el cerebro que lo concibe es, él mismo, materia. Somos materia que piensa materia. Ese, también, es el problema de Saer.

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