Pantallas
Diario sobre Sex and the City
Juan Blanco decidió empezar Sex and the City, la clásica serie de los 2000. Y decidió, también, llevar un diario de esa experiencia. Este texto está compuesto por escenas de su vida, recortados a partir de la incidencia que la serie va teniendo sobre sus conversaciones, sus reflexiones, sus momentos de ocio.
Por Juan Blanco
02 de agosto de 2024
16 de abril. Por la mañana, escucho en un programa de radio que subieron Sex and the City a Netflix y decido mirarla.
Nunca vi la serie excepto por cuatro o cinco capítulos sueltos y algunos pedazos al azar, de cuando la veía mi ex-novia (la recuerdo a ella llorando algunas veces, iluminada por la luz azulada del televisor, bajo la envolvente voz en off de Carrie que delineaba alguna conclusión parcial sobre el amor y sexo). Solo sé que hay uno que se llama Big con el cuál la protagonista tiene muchas idas y vueltas. También me acuerdo de ella (esta vez el color de la luz del televisor que la ilumina es rojiza y anaranjada) diciéndole a ese tal Big, es decir a la pantalla: “qué hijo de puta, qué hijo de puta”.
El nombre Big me parece brillante, condensa la idea de la proveeduría masculina a la vez que ese registro de cierta precariedad homogénea de la hombría, a lo just Ken. Además, Big: remite a una idea de absoluto, fantasma que siempre ronda y motoriza el vértigo de los romances.
Aunque sea un sentimiento primitivo, debo confesar que al mirar la serie, y más aún al escribir sobre ella, me siento asomándome a una “serie de mujeres”, y ese movimiento tiene algo tentador y estimulante. También recuerdo que en los capítulos que vi me había sentido un poco atemorizado, sobrepasado de libido femenina, empequeñecido.
A la noche, busco la fecha de estreno (6 de junio de 1998, unos cien días después de que yo nací) y pongo play.
La serie empieza de una forma interesante, en que se cuenta la historia de una inglesa que llega a Nueva York y empieza a salir con un empresario. El tipo deja de llamarla sin aviso y se pierde en la marea. La inglesa tiene un aura a lo Grace Kelly, que subraya que el ritmo del deseo en Nueva York lo rompe todo, incluso lo más puro y frágil.
En la ciudad llueve mientras la inglesa descubre la rabia en una última llamada con el empresario, que balbuceará una excusa y desaparecerá para siempre. Lección iniciática, como cuando el ángel de Las Alas del Deseo baja a la tierra y es estafado en una casa de empeños. Como cuando el taxista que te levanta en la terminal te pasea por la ciudad.
Luego hacen una toma de tres taxis: símbolo, no solo del vértigo de la gran ciudad, sino de las relaciones efímeras que allí se entablan, con el contacto entre taxista y su pasajero como ejemplo más claro de una labilidad que lo impregna todo, también a lo sexual.
Después de los taxis la cámara gira (tomando en su movimiento el neón de una cafetería -sí, estamos en la ciudad-) y finalmente vemos a Carrie, a través de la ventana de su departamento, que ha estado contando todo esto: Then I realised: no one had told her about the end of love in Manhattan.
Me gusta que no proponga contar la promiscuidad de una época o la libido global del fin del milenio: no, el amor se ha roto solo en un solo lugar, en Nueva York. Estas fronteras tajantes le dan algo de ciencia ficción (Carrie cuenta la historia desde el futuro, desde una Nueva York donde el amor ha muerto y el deseo ha quedado desnudo, indomable, conflictivo; esa proclama es un efecto ensayístico en la narración de Carrie, pero parece un efecto tecnológico) que la emparenta más bien con la Nueva York de Escape from New York y no con la de las películas de amor. El gesto de circunscripción, de que el amor solo ha muerto en Nueva York, paradójicamente, y por efecto del aislamiento, torna a lo que allí sucede de un aire absoluto y eterno, que perfecciona la impronta clásica de la serie.
Creo que es interesante el estadío intelectual pre-progresista que hay en la historia, reflejado por ejemplo en la categoría de Unmarried Woman. Hay algo en ese no cuestionamiento del “mandato” de matrimonio que, en lugar de obstruir sentidos funcionando como tapón, los potencia en todas direcciones. Al escribir esto, me doy cuenta de que no es tan diferente hoy, aunque nos sintamos post-post-post progresistas. Yo tengo veintiséis años y todo empieza a despejarse: tanto mujeres como hombres esperan casarse y tener hijos, y percibo que el mundo del deseo empieza a impregnarse, a medida que crezco, de otros atributos, una sensación de que el mercado de gente sin pareja empieza a achicarse, un mayor vampirismo frente a las relaciones que se rompen, una forma menos visceral, más calculada, de lanzarse hacia el amor. Incluso explicitaciones abiertas de conveniencia y dinero -las redes sociales son un festival diario de esto- que a mí, por temperamento melancólico, me resultan alienígenas. Pareciera como que en el último tramo de los veinte empezara a definirse algo que será indeleble, y creo que tiene que ver con la perspectiva de tener hijos. Creo que nuestra generación no va a tener demasiado problema para abandonar un matrimonio aburrido o desagradable. Los hijos ya los tienen, y el divorcio funcionará como una nueva juventud. Pero el emparejamiento para tener hijos es lo que dura toda la vida (quizá suplantando al matrimonio; es decir, ahora lo que dura para siempre es quién va a ser la madre o el padre de tus hijos, y no el matrimonio, cuya permanencia se volverá más irrelevante). Tuvimos la promiscuidad y los noviazgos erráticos hasta los veintisiete, veintiocho, veintinueve. Ahora la gente quiere concentrarse y especular respecto de lo que durará toda sus vidas. Y en diez años quizá encontrarse de nuevo para el libertinaje, el libertinaje después del libertinaje, un libertinaje quizá más sabio y más elegante, o más desesperado y triste, o sin obsesión y por ende anodino.
21 de Abril. Al final no pude seguir viendo el capítulo y otras responsabilidades, incluido un viaje a Buenos Aires, se interpusieron. De todos modos, pasaron cosas sobre Sex and the City.
Primero, me encontré en el centro con una amiga neuquina. En un momento le comenté sobre la serie y sobre este diario y me dijo: “Sí, vi que la subieron. Yo la vi hace mucho, es buenísima” (pongo la bastardilla porque el énfasis también estaba en su pronunciación: cuando dijo “buenísima” abrió grandes los ojos, ralentizó la frase y movió un poco la cabeza, como asintiendo, y luego dejó emanar de sus ojos una energía de hipnosis). Tengo que retomarla urgente, pensé, impactado por su gesto. Después me dijo: “Pensé en verla de nuevo, pero no me animo. Intenté y no pude, me angustia” (ella justo está a los malabares, en un enredo de romances simultáneos que la tiene frágil). “No me animo”.
(*Nota del 30 de julio. El 16 de julio mi amiga neuquina me escribió para contarme que había empezado la serie: “Me vicié. Voy por la tercera temporada. Hablé de la serie en análisis hoy.”. Interesado por ese último mensaje le pido que me mande un audio ampliando. Transcribo partes de uno de los audios: “En principio, nada, vos sabés que yo la había empezado y la dejé de ver porque me angustiaba. Y ahora… no sé por qué, tendré que pensar por qué decidí que ya no me angustiaba, o que soportaba la angustia, empecé a verla de nuevo y no pude parar más boludo, porque… y hoy hablé de eso en análisis… porque me alivia que sean mujeres que no sepan nada, que no entiendan nada. Me alivia. Me encanta, me alivia, me vitalizan boludo, me cago de risa… y me hace bien, me revuelve el síntoma. (…) La ropa… todo, todo.”).
Segundo: anoche (luego de una larga caminata tras fracasar esperando el 15) llegué al departamento en Caballito de la chica que me esperaba y, casualmente, estaba mirando Sex and the City. Iba por el capítulo cinco de la primera temporada. Me tiré en el sillón a tomar agua, cansado de la caminata. Ella fumaba porro en el balcón y miraba la serie parada en el ventanal que separaba el comedor del balcón. Se alejaba a pitar y volvía. Le comenté sobre el proyecto de este diario. Vemos la serie y vamos comentando. De repente enfocan a Carrie y entonces empiezo desde el principio, desde la comprensión de lo elemental:
— Qué diosa mediterránea es ella —digo.
— Sí, es exótica. Yo no lo había visto así, la había pensado como una belleza bastante estándar.
— ¿Exótica, estás segura? Viste que ustedes odian ese elogio.
— Es que sabe llevar bien esa nariz.
Tampoco la había pensado como narigona. No quedo del todo convencido.
Llevamos pocos minutos y la narración de Carrie ya dijo varias veces meanwhile downtown y meanwhile uptown. Encuentro cobijo en ese péndulo. Siento que podría estar en ese ritmo por horas, por días.
Después aparece finalmente Big. Noto que lo percibo mucho más hermoso que en el recuerdo que tenía de él. Creo que en el espacio de tiempo entre la última vez que lo había visto y ahora, en redes sociales se ha instalado una libidinización de los narigones altos, que ahora me permite percibirlo en toda su fuerza aurática, y entender por qué está elegido como el hombre de la narradora, como el otro celestial y villanesco de la historia.
— Es un tanazo —concluyo después de decirle lo anterior.
— Seeeeeee —contesta y noto que se aleja a fumar, porque las e se van debilitando.
Después le comento sobre una idea que me ronda hace un tiempo, y que creo que aplica, incluso de un modo más intenso, en Sex and the City. La idea es sobre dos películas de Jarmusch: Coffee and Cigarettes y Night on Earth. La primera son cinco o seis cortometrajes en que la gente solo conversa mientras fuma y toma café. La segunda son cinco cortos en torno a los taxis. Lo que pensaba sobre eso es que es una especie de salida del laberinto del siglo XXI y su sensación de que “todo está hecho”. Elementos explotadísimos en el cine, como el café, los cigarrillos y los taxis, llevados aún más al exceso. Uno se puede imaginar el pudor de filmar a alguien fumando, algo exprimido en el cine en cantidades ya casi vergonzosas, y ante ese pudor encontrar la salida, en vez de a través de la abstención, a través de la radicalización, a través de una abundancia seudodadaísta, pero a la vez clásica. Salir del laberinto inundándolo. Hay algo de eso en Sex and the City (desde ya que no a conciencia, tampoco creo que en Jarmusch): dado que todas las series populares en cierto modo tratan sobre el sexo y la ciudad, ir al fondo, al absoluto de eso.
— Creo que son las únicas dos cosas que me importan —digo para terminar. Es mentira pero me gustaba la frase.
26 de abril. Encuentro a la noche con un amigo de Twitter en un bar de Almagro. Me cuenta que también está viendo la serie. Pedimos cervezas de trigo.
4 de mayo. Córdoba. Finalmente puedo retomar la serie y termino el primer capítulo. Que la primera vez que ven a Big en un bar Samantha le diga a Carrie “dicen que es el nuevo Donald Trump” es sencillamente espectacular.
(*Nota del 30 de julio. Hace dos semanas intentaron matar a Trump, se bajó Biden y todo parece indicar que Trump va a ganar las elecciones. Los analistas económicos dicen que el gobierno argentino apuesta a aguantar hasta su asunción en enero con la esperanza de un préstamo que les permita, finalmente, salir del cepo.)
Skipper se queja de sus fracasos amorosos. La queja es exactamente la misma que hoy esbozan ciertos sub treinta (que podríamos emparejar parcialmente con el libertarianismo, pero que no se reducen solo a eso): que las mujeres se van con el motoquero sin futuro, en vez de con ellos, que se recibieron de ingenieros y quieren progresar. Es llamativo porque cualquier clasemediero sabe que eso no es así, lo cual vuelve simplemente paranoica a esa fantasía derrotista. Ojalá fuera así, como en una canción de Sabina. Pero todo funciona de manera bastante burocrática, y casi nadie se va con los motoqueros. Esa es solo una fantasía exculpatoria a la que ellos sabrán por qué deben recurrir. A veces, la acusación no es que se van con “motoqueros” (que podríamos asociar con una idea moderna de bohemia) si no directamente que se van con turros, villeros, drogadictos o lo que fuere. Ahí directamente la temática sexual es tomada para procesar otra cosa, que es el clásico miedo de las clases medias y altas a ser aniquilados por los pobres.
Me interesó en el capítulo dos, Models and mortals, cuando se cruza con Big en la fiesta y le cuenta que está escribiendo una columna sobre los hombres que solo salen con modelos. Le dice que tiene dos lecturas: que para algunos es solo un “deporte competitivo” y que otros lo hacen porque necesitan validación. Él le contesta, sobrador: “Capaz solo les gustan las mujeres extremadamente bellas”. No hay mucho ahí pero sí sirve para ejemplificar algo más interesante, subrepticio, que motoriza la serie y la posición de ensayista de Carrie y, más en general, la eterna discusión de café sobre el deseo y las relaciones, inagotable como el mármol. Y tiene que ver con la irreductibilidad radical del deseo masculino y femenino, y la imposibilidad de comprensión (en sentido estricto, fenoménico) entre ambos. Uno puede entender lo que siente una pareja, una amiga o una cita cuando se corta el dedo, cuando siente melancolía, cuando la echan del trabajo, cuando siente ira o desgano, pero a la hora de entender cómo desea, la cosa se pone extremadamente nebulosa, virtual, hipotética. Entiendo mejor cómo desea el hombre que menos conozco en el mundo que la mujer que más conozco. Esa incomprensión radical, imposible de solucionar, le da un subsuelo de melancolía, de búsqueda inútil, imposible, trágica a la obra ensayística de Carrie, y a la serie toda. Melancolía que contrasta con la abundancia apabullante de materialidad que propone la serie: la materialidad de la ciudad -rincones, restaurantes, discotecas, edificios- y la materialidad los nuevos cuerpos, capítulo tras capítulo. La melancolía, etérea, circunda esa materialidad cual fantasma.
A la noche, empiezo a hablar con la amiga de un amigo en un bar y me cuenta que también está viendo la serie. También que se acaba de separar porque su pareja le propuso un trío (en realidad la historia es más larga). Quedamos en ir charlándola a medida que avancemos.
10 de mayo. Me aburro un poco y pienso en dejar la serie. Todo lo que me entusiasmaba al comienzo me empieza a parecer simple frivolidad.
A la noche, cita con la amiga de mi amigo. Ninguno de los dos avanzó durante la semana con la serie, pero esa excusa, y su postergación indefinida, nos sirvió para empezar a hablar por chat durante esos días y finalmente acordar el encuentro.
Más tarde, nos besamos en su auto. No hago nada particularmente brusco pero algo pasó con el arito de su nariz -no se le salió, y también dice que no le duele- porque nuestras caras están llenas de sangre. Bajamos los espejos y nos limpiamos con un paquete de carilinas.
11 de mayo. Hace unos días, antes de mi pérdida de entusiasmo, le recomendé la serie a una amiga para cual es perfecta. Le insistí con seguridad, a sabiendas de que le ofrendaba algo infalible. El primer capítulo no le gustó tanto. Dos días después me escribió diciendo: “creaste un monstruo”. Después me dijo: “Igual me mato si estoy como ellas a los cuarenta. Pongo un plazo de dos años para encontrar a alguien” (tiene 25). Hoy me recomendó el capítulo The freak show, tercero de la segunda temporada. Lo veo. Me resulta útil para oxigenar mi trabazón con la serie. La idea del capítulo es que todos los hombres, aún los que mejor lucen al principio, terminan teniendo alguna rareza inaceptable. Al terminarlo, le pregunté si le había tocado alguna rareza como las de los tipos del capítulo. Me dijo que no recordaba. Minutos después: “Había uno que se cambiaba el forro cada vez que cambiábamos de posición”.
16 de mayo. Mi amiga avanza con la serie a paso agigantado y me va mandando exclamaciones desoladoras porque Big ya empezó a mandarse cagadas. En el medio de los mensajes, mandá stickers de Taylor Swift gritando y llorando.
Su entusiasmo pull me back in, como dice el meme de Al Pacino, por lo que retomo la serie.
17 de mayo. Carrie: “No wonder the city never sleeps. It’s too busy trying to get laid”. Más tarde, en Clarke’s (nuestro querido bar irlandés) conversamos sobre Sex and the City con la chica del arito y la amiga de un amigo (otra amiga de otro amigo). Ella, extrañamente, vio las películas pero no la serie. Junto a la chica del arito la incitamos a que vea la serie.
(*Nota del 30 de julio. Ya no me veo con la chica del arito. Hace dos semanas la otra amiga de mi otro amigo me contó que empezó a ver la serie, un lunes en que faltó al trabajo porque estaba resfriada. Se enganchó y muy rápidamente va por la segunda temporada. Conversamos por chat. Durante la semana, va poniéndose en contra de Carrie. El viernes siguiente sube una historia a mejores amigos de Instagram en que se la ve en Clarke’s tomando un Cosmopolitan. Pone: “Un Cosmopolitan como la pelotuda de Carrie”. Le respondo algo y me dice que es la primera vez que toma ese trago, que está muy bueno.).
19 de mayo. De nuevo aparece Trump, pero ahora en carne y hueso, conversando en un bar. Narradora: Samantha, a cosmopolitan… and Donald Trump. You just don’t get more New York than that.
21 de mayo. Para mi sorpresa, me meto totalmente en los vaivenes de la relación entre Carrie y Big. No me había dado cuenta hasta la escena en que ella lee el poema en el casamiento. Ya la ida al casamiento había tenido un ínfimo problema, porque Big no quiso firmar la tarjeta. (Big sería una especie de maestro cinturón negro del reforzamiento intermitente, y eso, creo, no solo atrapa a Carrie, sino también a mí.). Antes de lo del casamiento, venía de ese capítulo en que se habían citado a una cena con las amigas de Carrie, “para que lo conozcan mejor”. Como está lloviendo, él le dice que mejor vaya ella sola, si no hay problema. Desolación. Carrie no se anima a decirle a sus amigas que él se bajó, y aun ya en el bar, sigue insistiendo con que capaz Big viene, que estaba con unas cuestiones del trabajo. Cuando finalmente decide decirles que él no va a ir, cuando podemos ver que deglutió el proceso interno y cobró el valor de decirlo, él aparece, empapado por la lluvia. Enloquecedor. Ahora con el casamiento lo mismo: acepta acompañarla, pero no firmar el regalo. Pero desde hace días, cuando le encargaron a Carrie que escribiese y leyese un poema en el casamiento -en condición de columnista experta en el amor-, él se viene burlando y le dice que no se lo perdería por nada en el mundo -para poder burlarse, digamos- lo cual en cierto modo es una muestra de ternura. Cuando Carrie pasa al escenario y comienza a leer el poema, a él le entra una llamada. Ya me pongo molesto cuando suena el teléfono, pensando la cagó otra vez, no lo puso en silencio y entorpeció la lectura. Pensando que eso era todo y que lo iba a apagar, iba a haber un pequeño sobresalto y listo. ¡Pero contesta y se va a hablar por teléfono! Me tomo la cabeza, sorprendido y golpeado, y Carrie empieza a llorar.
*Última nota del 30 de julio. El viernes 5 de julio fuimos a una fiesta en Alta Córdoba. Yo no conocía al cumpleañero pero era alguien de entre cuarenta y cincuenta años. En un momento entran cinco mujeres. Una de ellas era una rubia de aproximadamente cuarenta años, muy bonita, que usaba una boina francesa. Unas tres horas después yo me estaba armando un Aperol en la cocina y de casualidad terminé conversando con ella y una amiga de ella que tenía un vestido animal print. No recuerdo de qué hablábamos pero la rubia dijo: “Yo soy como Samantha de Sex and the City”. Desde luego les conté sobre este diario y ella me pidió que se lo mandase, así que nos seguimos en Instagram. Pero unos minutos más tarde me dijo: “Igual nunca vi la serie”.
Al día siguiente le mandé el diario.
Para mí desde el principio el comentario de “yo soy como Samantha de Sex and the City” había sido un intento de seducción, así que traté de sacarle un poco de charla. Sentí que no me dio mucha bola así que me despedí y quedó ahí. Después navegué un poco en su perfil. Me había contado que era nutricionista. En una de las fotos estaba con Damián De Santo, que había pasado por su dietética. La publicación decía: “Cuando entra a tu local Damián De Santo. Un viernes… cholulo!” y más abajo ponía emoticones de aplausos y decía: “Genio total”. Ella estaba adentro del local con una remera animal print y un choker en el cuello. Era más alta que Damián De Santo. En la foto lo abrazaba y lo apretaba un poco contra sí. En el rostro de Damián De Santo se mezclaban dos expresiones, contradictorias entre sí: un pudor reticente, lejano, que apenas se podía intuir, pero más adelante y mucho más presente, rebalsando la foto, una expresión de alegría lujuriosa, de atorrante argentino.
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