Música
Después del fin de la música
Por Dante Sabatto
17 de agosto de 2023
Una pregunta para lxs pesimistas de la sala: ¿cuándo terminó la música? ¿En qué año pondrían el punto final, el cierre del canon y el pasaje a un mundo post musical, sin innovación, con pura repetición de lo mismo? La primera respuesta que se me ocurre es 1997, porque toda la música de hoy suena así: todo el indie es post-Britpop o post-Grunge, toda la EDM viene de Daft Punk y Prodigy, etcétera.
El tema con esa pregunta es que el año que digas dice más sobre vos que sobre la música en sí. Por ejemplo, no es casualidad que 1997 sea el año en que nací, literalmente el punto límite material de mi memoria. Al mismo tiempo, puedo dar mil ejemplos de desarrollos posteriores a 1997 en muchos géneros (el rap, para empezar), pero esto se pone más dudoso cuando llego al rock, mi música predilecta. Refinando la opinión, diría que 1997 se parece más bien a la muerte del rock. No parece haber nada después de OK Computer.
Estoy dando por sentado que quien lee estas líneas conoce las tesis sobre el fin de la música, tesis que circulan tanto por la academia como entre el sentido común hace muchos años. A diferencia de los discursos más amplios sobre la “decadencia del arte”, de carácter eminentemente reaccionario, la noción de un agotamiento en la inventiva musical es tributaria, en general, de un pensamiento de izquierda. En esta nota quiero explorar el funcionamiento de estas hipótesis, sus límites y, sobre todo, la pregunta por el después, por lo que ocurre en los años siguientes a lo que se estima como un punto final.
La vida después
Lo interesante de la Tesis Fisher sobre el fin de la música es que a la vez refleja y cuestiona el sentido común. Por un lado, mirada por encima, la hipótesis se parece bastante a lo que se planteaba sin demasiada profundidad en cualquier grupo de Facebook hace diez años, o en los comentarios de temas de Led Zeppelin en YouTube (“tengo once años y no me gusta Justin Bieber…”). Ha ganado el pop mainstream, ha muerto el Rock.
Buceando un poco más, la teoría fisheriana se aleja de eso. Tiene un marco teórico consistente, que combina la crítica cultural con un análisis del capitalismo en su fase financiera, sostenida en un andamiaje postestructuralista pero también materialista. Vamos por partes.
El diagnóstico es el de la cancelación de una imaginación inventiva, pero específicamente la desaparición del modernismo popular, es decir, de la posibilidad del cruce entre lo experimental y lo popular, en el sentido del gusto de los sectores populares. Lo que reivindica Fisher no es el rock, ni siquiera el post punk (escena a la que perteneció) sino más bien la electrónica británica de los 90, el drum and bass y el jungle. La clausura de esta música estaría directamente vinculada a la represión de la clase trabajadora bajo el blairismo. Fue necesario someter a los laburantes a un disciplinamiento, vía sueldos bajos, balas de goma y pastillas, para hacer desaparecer las manifestaciones artísticas que prefiguraban el cambio social.
Mark Fisher, no hace falta decirlo, era un pesimista. Su concepción de la música y su final es parte de una teoría general sobre la sociedad, teoría estrictamente marxista más allá de las etiquetas de spinozismo cyberpunk, aceleracionismo y el extraño híbrido Deleuze-Lacan que emplea. El “fin de la música”, en su obra, no puede distanciarse de esta idea, pero no hay que perder de vista que esta lectura pesimista no es necesariamente fatalista.
Su recuperación del concepto de “hauntología” para resaltar la forma en que en la música aparecen, como fantasmas, referencias a períodos previos de la historia, momentos de innovación que han sido cancelados pero continúan apareciendo, funciona en este sentido. Los futuros posibles que fueron estrangulados por la instauración hegemónica del neoliberalismo siguen presentes espectralmente y pueden ser reactivados. Pero para reconocerlo es imprescindible diagnosticar al presente como un tiempo de cultura homogénea y subsumida a la reproducción del orden imperante.
Una idea opuesta es planteada por un amigo de Fisher, el crítico musical británico Simon Reynolds, que ofrece en CITA una lectura optimista del fin de la música. Tal vez, propone Reynolds, el medio siglo de innovación constante fue una anomalía, una rareza, un glitch del sistema. Tal vez no se puede estar siempre creando algo nuevo. Tal vez no haya tal cosa como una revolución permanente.
El autor contiene esta tesis dentro del género rock, es importante aclararlo. Es evidente que puede haber otros procesos en otras formas musicales. Habría que distinguir, quizás, entre el fin de la música como un concepto general y su reducción específica al género que va de Elvis a Nirvana. Esta confusión no es azarosa: como lo fue previamente el jazz, el rock se convirtió en el espacio canónico de la crítica musical a partir de los años 70.
Sin embargo, la tesis de Reynolds sí parece implicar algo más amplio. Al fin y al cabo, es una respuesta implícita a Fisher, que precisamente descentraba al rock de su análisis al ocuparse principalmente de la electrónica. Lo que reivindica Reynolds es la completud de un canon: la caja de herramientas de la segunda mitad del siglo XX está completa. No es posible agregar nuevos elementos. Pero se abre, en función de esa finalización, un ámbito de libertad para jugar con estas herramientas, combinarlas, pulirlas. Es necesario dejar de inventar para poder trabajar a fondo con lo que ya existe.
Señales y ruidos
El año pasado, en otra nota, planteaba una antinomia: ¿qué es más pesimista: creer que sólo un cambio radical vale la pena, o pensar que ese cambio es imposible y sólo podemos contentarnos con pequeñas modificaciones graduales? Se trata de la contradicción entre revolución y reforma: la primera es pesimista respecto al presente, pero contiene una semilla de esperanza trascendente; la segunda tiene fe pura en la inmanencia, pero esconde una fuerte dosis de pesimismo con respecto a lo completamente otro, lo nuevo.
La tesis de Reynolds es esencialmente una hipótesis apolítica. Está completamente del lado del reformismo: es optimista, pero sólo parcialmente, porque no cree en la posibilidad de reactivar la imaginación radical. Para construir su optimismo, ha debido vaciar completamente su teoría de todo enfoque político. Es más: no se pregunta por qué no se puede seguir innovando, sino que lo toma como premisa, como axioma. Ni siquiera hay un verdadero análisis estético sobre el fin de la música.
Pero la idea opuesta, la de Fisher, tampoco está exenta de problemas. Se ha marcado mucho, sobre todo en los últimos años, el anglocentrismo que plaga su obra. Si bien en otras partes de su obra Fisher da cuenta del capitalismo como un proceso global, desigual y combinado, sus textos musicales diagnostican el fin de la música a partir del agotamiento específico de un grupo reducido de géneros de la música popular británica.
Buceando aún más profundo en los textos del pensador k-punk volvemos a encontrar una posición similar al sentido común rockero, una extensión del descontento propio de una persona que cumple 40 años y ya no entiende lo que es popular.
No quiero desestimar las tesis del autor de Realismo Capitalista, que son aportes muy relevantes. En la antinomia entre el reformismo optimista de Reynolds y la posición revolucionaria pesimista de Fisher, estoy mucho más cerca del segundo. Pero hay algo demasiado funcionalista, casi determinista, en su visión de que la cancelación de la política implica una cancelación idéntica de la cultura, y que ambos procesos se dan en forma total, sin dejar más aperturas que la melancolía y la nostalgia. (De hecho, el mismo inmanentismo spinoziano de sus escritos filosóficos cuestiona este enfoque).
No hace falta, siquiera, salir de Inglaterra y los Estados Unidos para encontrar un amplio campo de experimentación en la música. Una buena propuesta al respecto es la de Kit Mackintosh, en su libro Gritos de Neón, que describe un nuevo macrogénero de inventiva popular, la psicodelia vocal, que va del drill al trap. El libro fue prologado (y así legitimado) por Simon Reynolds, y su planteo es una muy buena respuesta al mero pesimismo fisheriano, al menos en su versión más depresiva.
Pero, al mismo tiempo, me genera cierta sospecha la facilidad con la que Mackintosh está dispuesto a aceptar la revolución musical permanente sin ningún tipo de reparo, así como su ignorancia directa del costado sociopolítico de la tesis de Fisher. El autor sostiene que los géneros duran dos o tres años y se agotan, y que en ese momento ya hay que saltar al siguiente. Se opone, así, también a la idea canónica de Reynolds. Pero ¿es de verdad posible pasar tan fácilmente de una cosa a otra? ¿Hay tiempo en dos o tres años para exprimir todo lo posible de un género? ¿Le estamos dando lugar a la revolución para que al menos termine de acontecer? La concepción de Mackintosh es una tesis casi foquista sobre la música, que en un punto se parece más a una negación que una refutación del diagnóstico sobre su final.
Lo nuevo y lo feo
Ninguna de las tesis sobre el final de la música me parece del todo satisfactoria. La posición de Fisher fue rupturista, abrió un nuevo ámbito para una especulación distinta sobre la relación entre el arte y el capitalismo. Sin embargo, ya han pasado varios años desde su muerte. Es imposible no comenzar a señalar los límites de su teoría, los modos en que las cosas han cambiado, y arrancar a buscar otro camino. Las posturas de Reynolds y Mackintosh (estoy usando estos casos como ejemplos de ideas más extendidas), en cambio, me parecen incapaces de responder del todo a la idea de los futuros cancelados. Si bien ofrecen buenas coordenadas para comenzar a pensar salidas a la clausura, el modo en que afirman taxativamente su optimismo hace que tengan la apariencia de ser respuestas sintomáticas de una incapacidad de aceptar la tesis del fin de la música.
No tengo espacio acá (ni suficiente conocimiento de causa) para elaborar lo que me gustaría: una actualización de la teoría de Fisher que mantenga el análisis del capitalismo en su fase tardía pero abra las puertas a una concepción más abierta, menos centrada en la cultura del Norte global, y con mayor teorización sobre la posibilidad del cambio. En lugar de ello, quiero poner el foco en un factor muy específico de la creación sonora: lo feo.
Lo desagradable es un elemento crucial de toda estética, porque ese afecto debe ser pensado también como un efecto. ¿Qué es lo que nos causa rechazo, asco, repugnancia, lo que nos repele, lo que juzgamos como no-bello, lo feo? En la música, en particular: ¿qué sonidos nos parecen cacofónicos, qué géneros consideramos malos o bajos, qué letras nos producen cringe?
No se trata de que tengamos que hacer una simple inversión de nuestros valores estéticos y pasar a apreciar específicamente lo feo. Se trata de que no hay estética posible sin pensar lo feo, sin darle un lugar, sin reflexionar sobre ello. Y, además, de que lo feo y lo nuevo guardan una relación particular: no todo lo que produce efecto de desagrado es necesariamente rupturista… pero si algo está efectivamente quebrando los marcos y proponiendo una novedad, será siempre percibido en su origen como algo al menos parcialmente repelente, en la medida en que deja atrás los estándares existentes del agrado.
Foto: Lo feo en la música, según Quino.
Mi propio diagnóstico pesimista sobre la música parte precisamente de allí. Lo que más me preocupa, más allá de la posibilidad o no de la experimentación, es la imposibilidad de lo desagradable. El magma hegemónico de la música popular contemporánea deja cada vez menos lugar a lo feo, o más bien a toda una serie de elementos asociados a lo feo que podríamos ampliar: lo disonante, lo extremo, lo distorsionado, lo atonal. Hace un par de años se hablaba de “centrismo pop” para describir esa especie de macrogénero que va del R&B al trap (ya no es más la novedad que era en el libro de Mackintosh) y a la EDM.
No sé si creo en el fin de la música. Se parece más bien al fin de una música, de algunas músicas. Creo que lo que está en crisis son los procesos de identificación de lo nuevo, y, en paralelo, que hay una cerrazón creciente de la industria musical mainstream, un agotamiento de los mecanismos por los cuáles, entre los años 50 y los 90, entabló una relación de apertura hacia el afuera de lo pop para poder incorporarlo. Esa crisis es definitoria de la cultura del capitalismo tardío. Pero esto no quiere decir que sea una cerrazón completa ni que lo exterior, lo que desde adentro se percibe con desagrado, deje de existir. Hay que prestarle atención a lo feo, que sigue estando. Todavía es posible escuchar de otras maneras.
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