Música

Del estilo y la representación

Duki sacó un mal disco. Así empieza este ensayo, que indaga en los problemas de la representación en el arte actual: ¿queremos obras que cuenten cómo somos? ¿Cómo se vincula el arte con la identidad, con el ser? ¿Y qué rol juega el estilo?

Por Francisco Calatayud
20 de noviembre de 2024

Duki sacó un mal disco, si. Suena feo y tiene unas letras que son una cagada. La crítica que le hizo Rolling Stone es, para variar, muy buena. Con el disco que vaya a sacar Nicki Nicole probablemente pase algo parecido. Vivimos en tiempos de crisis de la crítica cultural, eso también es cierto. Consumimos cultura como mercancía, y como tal, la fetichizamos. Los fandoms colaboran entonces a la decadencia de un horizonte artístico que no propone nada realmente nuevo y auténtico hace años. La clausura de la discusión estética, reemplazada por pseudo cultura del aguante y por gente que en general escucha, ve y lee con el culo, implica casi necesariamente menos nivel, por lo menos técnico. Pero la crítica que se lee ante la escena de traperitos argentinos no tiene tanto que ver con lo bien o mal que pueda sonar su música, que dicho sea de paso suele estar muy bien producida. El problema, en cambio, es más uno de representación. Todos hablan de plata, culos, gangsters, fekas que quieren bajarme y de cómo firmo los cheques, esto, para muchos, no representa a lo argentino. En realidad, creo, la crítica es que no representa tampoco a lo humano, ya que al fin y al cabo el estilo de vida sobre el que se canta es el del 1%, excluidos ellos también, y está implícito por debajo un ideal meritocrático que sólo se cumple para dos o tres tocados por la varita porque no hay mercado para todos. Por otro lado, entender al campo cultural como una batalla entre tipos que quieren pegarla y llegar a la cima, ganandole al resto, implica una reducción del arte a la libre competencia y reduce su mensaje a una reafirmación de esa lógica. Por esto, también, es que las letras hablan de cuestiones que no nos son propias y que los cantantes nunca vivieron tampoco, porque cuanto más impersonal y repetido sea el tropo de la canción, más universalizable y vendible a nivel global será. La nueva masividad que brindan las plataformas digitales, aunque sin dudas revolucionaria, lleva consigo un esquema que, nos decimos, le es impropio al arte y lo reduce al marketing. Hasta acá lo que, en general, se dice.

Sobre el estilo

Pero hay varios problemas al encarar el problema así. Dar una definición cerrada de qué es arte es imposible. Lo que sí se puede es ensayar sobre ello. Arte, para empezar a hablar, no se agota en la relación obra-artista. Reducirlo así emularía la distinción gnoseológica entre sujeto y objeto, y no daría cuenta del fenómeno cultural integrado en su totalidad. Tiene, al menos, una tercera dimensión: la recepción. Esta no necesariamente tiene que estar signada por una relación de mercado, aunque, si tenemos ganas de hacer malabares teóricos, sin dudas se le parece. El pueblo reclama una obra que le permita hacerse la pregunta por si mismo. La respuesta se da como instalación que funda. En esto, el arte es infalible. A través de la obra se cristaliza algo del orden del estar. Si el ser implica una definición esencial, el estar apunta a lo circunstancial y contingente. En el estar sucede la vida, en el ser acontece la historia. Si respetamos a lo vital por encima de lo científico, si prestamos más atención a los símbolos que a los museos, vemos que el estar aparece entonces como lo fundante a partir de lo cual se puede instalar un siendo, gerundivo, porque implica un hacer. El estar-siendo instala un hacer fundado en lo infundable, que a pesar de ser permanente participa también de lo fugaz. El arte hace visible para el pueblo lo que él mismo ya es, y en esto cumple una función ontológica. No es ni verdadero ni falso, pero provee al que esté dispuesto una manera de comportarse en el mundo junto con una visión de él, una poética, un ethos a partir de un pathos, en fin: un estilo. 

Estilo es un quehacer-con, es la instalación de una habitualidad que con-sagra una rutina. Mediante la ritualización de lo cotidiano el hombre plantea un centro dentro del que quiere permanecer. La poética, en tanto nombra, es necesaria para definir el qué de lo sagrado, pero si la discusión fuese tan solo lingüística los estructuralistas tendrían razón. La palabra poética desvela al ente y define en calidad de que aparece, pero el significado se forma en un nivel anterior, en la vida práctica. Con todo, esta práctica está ya integrada dentro de un mundo cultural que refiere a obras, a rutinas, a estados de ánimo, a cosmovisiones. El estilo, que necesita de una poética, implica también una ética, una estética, una economía, una técnica, una política. En esta última se disputa y se legaliza el estilo y su acceso a él para una comunidad entera mediante el ejercicio del poder. El poder permite instalar una habitualidad al definir el qué del ente y el cómo de la práctica. Sin embargo, el poder no se crea, sino que se maneja, se ejerce, se usa. Opera sobre lo dado e intenta conducirlo. De no hacerlo, o hacerlo mal en cualquier caso, lo dado rechaza la implantación de un estilo que no lo respeta y no lo representa. Lo dado no es más que, como dijimos, la cultura entendida como domicilio existencial, habitualidad, desde donde utilizamos a la tradición como escudo ante lo nuevo. Entender a la tradición como escudo, por su parte, implica entender a lo otro como superador, externo, sublime. Frente a ello, como hombres y no como dioses, necesitamos un método que permita conjurar lo tenebroso que espera más allá, y que permita en todo caso asimilarlo o rechazarlo por completo para proponer algo propio. Aquello otro debe ser siempre conjurado de alguna manera para no volver en forma de espanto, y es por eso que una cultura sana es una conectada con su tradición que recibe a la otredad como pharmakon, veneno y remedio según medida, y es solo a partir de lo propio que la disputa puede producirse.

    Es el arte el que permite esa disputa a través de la cultura, que aparece luego como construcción y se erige e instala en una tradición. Pero no todo arte es al fin y al cabo poética, como se ha dicho ya, sino que lo que importa de él es el hecho artístico como ritual. Ritual no refiere aquí, al menos exclusivamente, al método mágico de las culturas arcaicas. La ritualización es lo que permite la sacralización de una rutina, de una habitualidad, a partir de un mito fundante que sirve como base para sus preceptos. Mediante el arte a lo cotidiano se le da la posibilidad de lo sagrado a la manera de un rito. Participar de él integra a la comunidad y permite que el pueblo histórico se reconozca así mismo mediante un estilo que les es propio. Esto lo hace al utilizar símbolos como lenguaje, que son mucho más ricos que un simple signo. Los símbolos abren significados, sentidos, y permiten que lo absoluto presione a través de ellos. Si esto es así, entonces, no hay en el arte simples creadores, obras y receptores. Hay, en cambio, redes, simbiosis, mundo. El mundo aparece como una totalidad que se descubre a partir de un absoluto, que deforma lo universal permitiendo vislumbrarlo. Entonces el hecho estético no permite ser reducido, ni a una, dos o tres direcciones, sino que abre una multiplicidad inasible pero comprensible. No es una creación a partir de la nada, ni una expresión de la psiquis del autor ni una expresión sociológica. Es quizás todo eso, pero no se agota allí.

    Los creadores y los receptores así entendidos no son más que gestores que canalizan una parte de un fenómeno que los sobrepasa, ya que es por excelencia aquello que sobrepasa. Mediante esta gestión se decide entonces sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero, en una palabra: lo sagrado. Sin entrar en la discusión sobre los símbolos como hierofanías, manifestaciones de lo sagrado, podemos decir al menos que mediante la ritualización de una cotidianidad el hombre logra volver a la práctica habitual algo más que inmanente. En la relación con la trascendencia se abre la posibilidad del sentido, que escamotea en la mera relación a la mano, en el uso técnico omnipotente. No es solo la consciencia de la muerte la que abre la posibilidad de la libertad al revelar la finitud, sino también la sospecha de que un principio vital anima nuestras acciones y nos permite ser algo más que la materialidad de los actos. Aceptar esta vocación de trascendencia como una misión que apunta a un destino nos impulsa entonces a buscar un estilo que nos sea propio y que nos haga grandes. El destino es aquello velado detrás del símbolo, que nunca es precisable, medible, razonable; aceptar la misión implica necesariamente un acto de fé. El llamado se produce como revelación, y frente a él es el héroe el que debe decidir si hacer el sacrificio necesario para la búsqueda. Pero el héroe, a pesar de que cumpla un rol funcional en la creación del mito, no refiere a un sujeto individual, sino a uno histórico, colectivo: el pueblo. No era Aquiles o Teseo el que aceptaba su destino divino, sino la comunidad griega la que se veía afectada por el llamado. 

    Pero entonces, ¿qué carajo tiene que ver todo esto con el disco de Duki?

    Si el arte cumple un papel ontologizante dentro de una totalidad que lo supera, y que por ello no se reduce a una simple relación poiética en la que el hombre crea algo a partir de una nada, el problema de la representación en la cultura tampoco puede ceñirse a lo que sea que cante Duki, Emilia o Nicki Nicole. Ya es momento —lo es hace años— de asumir que su música le gusta a casi todo el mundo, así como muchísima gente también escucha Luzu u Olga, y dice que es apolítica y sale a boliches de Costanera, y no mira muchas películas porque son largas y aburridas. Ya está, está bien. Seguir pensando que nacimos en la época equivocada, que nuestros gustos culturales son más refinados, que estamos mejor educados, no hace otra cosa que negar una realidad que nos está pasando por encima. No se puede negar, claro, que el fenómeno es siempre multicausal, y que todo lo dicho en el primer párrafo también aplica para la situación. Pero el arte tiene siempre una función ontológica, confesional, que revela, ahonda. Aún cuando la obra no sirve más que para entretener nos dice algo de lo que el pueblo define y nombra como sagrado, y tenemos que animarnos a asumir las consecuencias. La obra nos dice el qué esencial y así nos marca el margen del sacrificio que trae delante. El pueblo, se ve, tiene muy en claro que es lo que prioriza y lo que elige sacralizar. La sustitución de lo sagrado y trascendente por lo profano e inmanente es acaso el gran tema de nuestra época, pero operativamente los términos funcionan al menos como parodia de si, y más aún en una sociedad con un subsuelo tan profundamente religioso como la nuestra. 

    La religión no es más que la economía de lo sagrado. Si aquello sagrado pierde su fundamento trascendente, la religión se convierte en mera economía. La pérdida de la capacidad de representación en política tiene también que ver con esto. El alejamiento de las clases populares del peronismo se explica bien desde esta relación: nadie profesaría una religión que no le permite algún tipo de contacto con aquello que considera sagrado. La plata, el éxito, la fama, el sexo, la competencia, no son ya valores de una sociedad capitalista e inautentica que se nos impone negando una cultura profunda, popular, simbolica. El mundo cambió, y hace rato. Seguir negándolo es estar enamorado de algo que ya no existe. La victoria de Milei y su imagen positiva actual son también otra prueba, y si no entendemos al pueblo del que formamos parte tenemos entonces un problema muy serio. Aunque, claro está, podría suceder que lo entendamos pero simplemente no nos guste.

    Pero entonces ¿qué nos queda por hacer?

      El estilo es un quehacer

      La crítica cultural vive un momento de crisis, sin dudas, pero la negación por sí sola no permite proponer una superación. Delegar en Duki la responsabilidad de crear una obra de arte que respete la tradición de la que nos sentimos parte es vago, inútil y estúpido. Si el arte es en efecto parte de una totalidad y la obra no es más que la cristalización de un estilo que depende de un estar, de algo ya dado, la disputa se vuelve entonces eminentemente política. Pero cuidado, esto tampoco implica que lo personal sea político, ni que haya que dejar de disfrutar de tal o cual género, ni a que nadie le importe que disco escuchas en tu casa o la listita que te aparezca en tu wrapped de Spotify. Sin embargo, como parte de una totalidad, como gestores culturales, si asumimos la responsabilidad del estilo, nos vemos obligados a tomar una decisión.

      El arte es parte mayor de un hacer que nos enseña mediante su propia práctica a delimitar el qué que lo fundamenta, sin nunca llegar a darlo por completo. La misión aparece como aquello que nos obliga a responder, pero el destino se oculta como lo que está esencialmente velado. Como la esfinge frente a Edipo, nos pide que descifremos su enigma sino queremos ser devorados. Para no desaparecer, el arte nos permite hacernos la pregunta por nosotros mismos y nos obliga a balbucear una respuesta. Allí encierra la posibilidad de transmitir un fundamento del orden de lo eterno. Su capacidad operativa, sin embargo, depende siempre de lo que tiene de efímero, de moda. Si tenés un mensaje re verdadero y re profundo pero tu obra es un embole, o no le habla a la época, o no cuenta con el soporte necesario para dejar aparecer el mensaje, vale por nada, no opera metafísicamente y se convierte nada más en un adorno. Por eso es conflictiva la relación entre la forma y el contenido y por eso también es relevante la discusión acerca de la tecnica. Solo mediante la verdadera creación artística, la posibilidad poiética del hombre, que no es sino contingente y fugaz, se permite que el arte enseñe lo esencial de nuestro rostro. El problema no se soluciona volviendo a escuchar tango ni creando un género nuevo que supere todo lo anterior; la contingencia aparece como el vehículo que posibilita el mensaje, y que por eso, hace a lo esencial de la obra mientras lo delimita. 

      La tarea no depende entonces de que un tipo nos diga en una palabra el para qué de nuestro quehacer, porque eso, sí el arte es todo esto que dijimos, es ya necesario. El arte, repito, es infalible. Dependerá entonces de que nosotros como pueblo que recibe e interpreta la obra nos comprometamos con un estilo que sacralice otra cosa. Heidegger dijo que Hölderin inauguró un tiempo de indigencia para el hombre, que se encontraba abandonado entre los dioses que se fueron y los que todavía no llegaron. Me parece, sin embargo, que estamos ya un poco hinchados las pelotas de esperar sentados a que mágicamente un poeta nos revele la llegada de los dioses. Será sólo mediante el estilo que el llamado se esclarezca, ya que engloba y antecede a la poética, instancia posterior que instaura lo que perdura a partir de una práctica. 

      Sólo ahora, ya al final, me animé a citar tímidamente a Heidegger. El problema de la intertextualidad y la influencia aparece también como un laberinto para nuestra época. La referencia constante hace de la creación una máscara que esconde a otra máscara. En esto, hacernos cargo de la responsabilidad del estilo también implica animarnos a hablar por nosotros mismos, hacer propia la palabra y la tradición. La cuestión del plagio se la podemos dejar a los académicos y a los productores, que siguen muy preocupados por la propiedad intelectual, los méritos y el éxito. Por lo pronto, en este ensayo tomé conceptos de un montón de autores a los que les debo, en privado, mi formación. Hacerlo público no sería más que buscar una validación teórica que solo es accesorio de la consistencia y que hace por demás inaccesible al campo filosófico. Al igual que el arte, las ideas para ser operativas deben ser también bellas. La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento.

      Si confiamos aún en que la pregunta por el sentido pide una respuesta colectiva que aparece a través de un hacer con, la posibilidad de encontrarla no se puede reducir nunca a un golpe de inspiración de un genio que se ilumina para crear sobre un lienzo vacío. La responsabilidad es esencialmente colectiva y nos pide hacer las preguntas correctas para que las respuestas aparezcan mediante la gestión de la cultura. Hacer las preguntas correctas implica, sin embargo, que hay ciertas formas que permiten la aparición de ciertos contenidos, pero para descubrirlas y practicarlas como estilo hace falta primero apropiarnos de algo que nos permita establecernos y erigirnos como fundados. Hacernos cargo de la época, de la palabra, de la práctica, y a partir de ahí renovarnos. Sin eso, seremos para siempre impotentes, derrotados y pobres tipos, nacidos en el año equivocado, mirando por la ventana y esperando sin más que alguien llame a alguien para que haga algo. 

      La crítica cultural, con argumentos e ideas, parece quizás mostrar signos de vida. El aspecto formal del arte, su realización y su técnica, necesitan de esto para poder expresar otra cosa. Duki, más allá de todo, me parece un muy buen tipo con intenciones sinceras, aunque su rol, lamentablemente, no pasa de poner la cara, porque no la queremos poner nosotros. Y ¿qué significa poner la cara? Bueno, es bastante simple. En primer término, comprometerse con lo propio, saber qué es y cómo defenderlo; después, simplemente hacer. La democratización de los medios de producción cultural llegó para quedarse. Nunca fue más fácil producir, escribir, componer y tener una audiencia. Así lo hicieron varios de los que hoy criticamos, quizás, si, gracias a llevar consigo un mensaje funcional al estado actual de las cosas. Pero no seamos impotentes. El horizonte último de la nación espera en el futuro. Si estamos tan molestos con el estado actual de las cosas, con un terreno tan abierto y necesitado de renovación, lo único que no está permitido es quedarse sentado, esperando y quejándose. Sueño y lucho por ser parte de una generación que vea y haga a la grandeza de la patria. Su destino depende literalmente de nosotros. Hagámonos cargo.