Artificios
cómo sufrir y por qué
Por Dante Sabatto
14 de enero de 2024

No importa demasiado, creo, quién es Eugene Thacker. Ni sus otros libros (la trilogía sobre filosofía y horror, los textos contra el concepto de vida), ni su obra como músico, ni mucho menos su dudosa influencia sobre la serie True Detective alcanzan para presentar el pensamiento que ha elaborado a lo largo de décadas. Nada alcanza para describir su pesimismo.
Resignación Infinita es el libro que Thacker ha estado escribiendo durante toda su vida. Es un punto máximo de acumulación para su obra. Y, al intentar reseñarlo, noto que su pensamiento resiste toda clasificación, e incluso toda adjetivación. Me siento tentado de llamarlo influyente, pero en realidad rechaza toda clase de utilidad; podría decirse que es absolutamente original, pero trabaja continuamente con la cita, la apropiación y la imitación. Esta negatividad es, a fin de cuentas, lo que lo destaca. Una oscuridad que ninguna luz puede atravesar.
El sello Interferencias, que publicó esta nueva traducción, hace presente esto con una jugada editorial sencillísima pero genial: abandonaron el color blanco de todos sus volúmenes y emplearon, sólo para este, una tapa y contratapa completamente negras. Más allá del carácter casi humorístico de la decisión (Thacker emplea y tematiza continuamente el humor negro), es cierto que sirve para inidcar la operación que incesantemente realiza Resignación Infinita; la de demarcarse, ser otra cosa, rechazar, pero no con la negativa lacónica de Bartleby. Thacker dice un “no” diferente.
Hay tres formas de leer este libro. La primera es como un tratado de filosofía pesimista, que se encuentra con las fronteras imprecisas de una tradición: la de Pirrón y Gorgias, la de Pascal y Montaigne, la de Schopenhauer y Nietzsche, la de Camus y Unamuno, la de Kierkegaard y Cioran. Inmediatamente, esa tradición encuentra que se funde con la literatura: tanto o más importante como estos pensadores son Pessoa, Kafka y Dostoievsky. Esta lectura está habilitada por Thacker, que incluye como apéndice una serie de perfiles sobre los “santos patronos del pesimismo”, escrito con su habitual sarcasmo pero con igual devoción. Pero, como veremos, esta lectura también está completamente inhabilitada por el libro, que continuamente la desautoriza.
La segunda posibilidad es leer Resignación Infinita como la objetivación parcial de un pensamiento. Como un intento de captar, a través de los fragmentos y aforismos que componen el cuerpo de libro (que no está dividido en capítulos ni sigue una articulación lógica tradicional), una cosmología pesimista o un pesimismo cósmico. Los problemas sobre los que se vuelca Thacker (el suicidio, el sufrimiento, las posibilidades de conocer la realidad) se vuelven, casi en secreto, los problemas de toda filosofía: la ética, la estética, la epistemología, la ontología. Es, quizás, la forma más seria de leer el libro, la que quiere comprender la totalidad de su contenido; pero hay que recordar que este libro no aprecia demasiado la seriedad ni la completitud.
La tercera lectura posible la anticipa Tomás Borovinsky en el prólogo: “La aparición de Resignación Infinita no podría ser más adecuada. Vivimos en una época que cruza la peor combinación posible de positividad y depresión. (…) Es un tiempo que demanda una pura aceptación de lo existente, que convive con una insatisfacción generalizada.” Publicar este libro es, efectivamente, una decisión contraria al oportunismo. Pero, a la vez: ¿cómo se puede incidir sobre el presente, sobre la “disforia anímica y material” de nuestro tiempo sin hacer simplemente una autoayuda invertida, un manual para autolesivos?
Vamos por partes.

1] Una tradición
En primera instancia, Resignación Infinita es un ensamblaje. Es el intento de armar con partes una maquinaria. Su herramienta crucial es la cita comentada, la referencia bi(bli)ográfica, el détournement. Thacker va construyendo, así, con restos, el andamiaje para una posible filosofía pesimista. Con un prurito: una de sus premisas es que la filosofía pesimista no puede ser.
Así lo dice, de hecho, el aforismo que cierra el libro antes del apéndice: “no puede haber filosofía del pesimismo, sino sólo lo contrario”. No me conflictúa demasiado spoilear el final, porque este es precisamente un texto que rechaza la concepción de finalidad tradicional, el recorrido obvio del libro que va del comienzo hasta la conclusión; en un momento, juega con la idea de escribir un libro que esté compuesto exclusivamente de su propio epílogo.
No hay, entonces, filosofía pesimista, sino sólo filósofos pesimistas, y aun estos son más bien contrafilósofos. Están quienes odian la academia, como Nietzsche; quienes simplemente la ignoran, como Cioran; quienes trabajan con otras textualidades, como Dostoievsky (¿es el pesimismo necesariamente masculino? Las referencias a mujeres están casi ausentes). Por supuesto, este es precisamente el juego: el pesimismo es una filosofía que no es, porque se encuentra redoblada. Su objeto (el vacío, el desgarro, la nada, el no-ser) es también su sujeto.
Por eso diría, con Thacker, que el pesimismo es una cosa distinta a una filosofía: diría que es un pensar sobre el pesar, un pensamiento sobre lo peor. Como todo pensamiento, es situado (sitiado, quizás), pero también escapa a ese sitio. Entre la maleza oscura, el autor va delimitando algunas formas en las que ese pensamiento aparece: va señalando una tradición.
Esta tradición se fundamenta sobre la idea de que el ser no es necesariamente preferible al no-ser. Esta idea es un fundamento débil, porque es, por supuesto, un fundamento abismal, una base sin base. Es un agujero que se propaga: lo bueno no es necesariamente preferible a lo malo, ni la vida a la muerte, ni la belleza al horror, ni el triunfo al fracaso. No es una opción por el no-ser, lo malo, la muerte, el horror ni el fracaso: no los elige, al menos no necesariamente, pero los admite. Eso alcanza para trastabillar. Eso es escribir para los pesimistas: un tropiezo pronunciado.
Esto hace aparecer una serie de problemas: la religión, el suicidio, la extinción, el sufrimiento, el desprecio. Estos deben ser abordados de distintas formas: mediante tratados filosóficos, aforismos, música, atentados, ejercicios matemáticos. Pero desde ningún punto de vista pueden ser resueltos. Tomemos el caso del suicidio: Thacker argumenta más de una vez que el pesimismo no conduce necesariamente a este, y de hecho los opone. Quien se quita la vida cree que al menos esta acción posee un sentido, lo que le parece casi un gesto de optimismo. Pero eso no quita que muchos pesimistas se hayan suicidado. El problema continúa: por eso la resignación es infinita.
La prosa y la metodología de Thacker, que son una misma cosa, son brillantes. Una y otra vez recorre estos temas. Una y otra vez los abandona, una y otra vez los vuelve a recoger. Se va formando un ritmo.
Ahora bien, si hay una tradición, una serie de problemas comunes, algunas herramientas para abordarlos, entonces hay una cierta estabilidad en el pensamiento. Eso requiere que nos sumerjamos en mayor profundidad ese objeto-sujeto del pesimismo, y en cómo Thacker lo constituye con asombrosa claridad (o más bien, oscuridad).

2] Una cosmología
Un fragmento de Resignación Infinita había sido publicado previamente bajo el título Pesimismo Cósmico. En uno de los tantos episodios taxonómicos de su pensamiento, Thacker elabora una tipología tripartita de pesimismos. El primero es el subjetivo, el pesimismo sobre el mundo-para-nosotros: el sufrimiento se desprende de una correlación fallida entre la humanidad y la realidad. El segundo es el metafísico, el pesimismo sobre el mundo-en-sí: este es el peor de los mundos. El tercero es el cósmico: un pesimismo del mundo-sin-nosotros, un pesimismo sobre la posibilidad del cosmos, de un ordenamiento que permita dar un sentido a nuestro lugar en el universo. Es difícil describir exactamente de qué se trata esta tercera opción, que es evidentemente la opción por la que se inclina el libro.
Es difícil porque la filosofía de Thacker sólo puede ser un sistema bajo la condición de ser al mismo tiempo asistemática. Sólo funciona horadándose. Sólo un pensamiento que a la vez se acerca y se escapa de su propia sistematicidad puede dar cuenta de una realidad que es inherentemente contradictoria.
Poco a poco este libro se va revelando como una compilación de intentos por aprehender una problemática algo difusa, pero aún precisa: la del hecho de que la humanidad ocupa un lugar en el cosmos, pero al mismo tiempo es una parte de él que sólo puede ser abstraída teóricamente. En un momento, Thacker dirá que el pesimismo expresa un antagonismo doble, contra el antropomorfismo (el mundo a nuestra imagen) y el antropocentrismo (el mundo como nuestro destino), pero también que no puede superarlos.
Este es un problema doble: la excepcionalidad de la vida (en un universo mayormente muerto) y la excepcionalidad de la consciencia (cuyos límites son fundamentalmente imprecisos). Siguiendo a autores como Philipp Mainländer, Miguel de Unamuno y Thomas Ligotti, ambos conceptos sufren una operación horrorosa. Primero, su excepcionalidad trastoca sus valores, se vuelve negativa: la conciencia es una enfermedad, la vida es un error. Luego, sus bases se socavan: un error, sí, pero en el sentido de un glitch, en la matrix, no una equivocación sino algo inútil, estúpido. Y finalmente, su dignidad entera desaparece: la vida y ni siquiera es algo en sí, es sólo un subproducto de un geotrauma que las precede y sucede infinitamente. Citando a Clarice Lispector: “había humanizado demasiado la vida”.
3] Una ética
El problema persiste: ¿para qué escribir este libro y por qué leerlo, ahora? Pero justamente ahora asistimos a una crisis de la positividad. Una época que no acepta más que un sí, una afirmación a todo: el neoliberalismo es precisamente la cultura sin malestar, la que encuentra para cada cosa un lugar, pero con una condición secreta, que es que nada debe ser demasiado-otro. Hay una exclusión inmensa y callada más allá, pero más acá hay sólo sí, no hay negatividad, no hay contracultura, no hay más que optimismo.
En un pasaje particularmente terco, Thacker llega a identificar el “optimismo cruel” (ese discurso del sí identificado por Lauren Berlant) con la vida misma. Nuevamente, no es ingenuo: sabe que si el pesimismo es una respuesta a la positividad obligatoria, le es funcional, es una pieza más de la maquinaria, es sólo la negación que hace posible la afirmación, y se somete además a su régimen utilitarista. El riesgo de Bartleby y sus seguidores.
¿Qué puede ser el pesimismo entonces, si no eso? Una ética, quizás, pero ¿una ética para qué? ¿Para la vida pesimista? ¿Para el sufrimiento? Eso sólo puede ser autoayuda, o como mucho anti-autoayuda. Hay que volver a la problemática cósmica.
La ética, hasta ahora, servía para actuar a escala humana, y Thacker nos explica bien que el pesimismo es exactamente una cuestión de escala. Pero ya no actuamos, como humanidad, a escala humana, sino a escala inhumana, cósmica. La misantropía, a la que el libro se refiere una y otra vez, aparece precisamente en este doble sentido: como el desprecio de la especie por sí misma; tanto el desprecio como autolesión, como el desprecio por habernos dañado.
Resignación Infinita trabaja, así, las contradicciones emergentes de la tríada Antropoceno, antropomorfismo, antropocentrismo. ¿Cómo ubicar nuestra agencia en el colapso climático y a la vez descentrarnos? Otra ética, entonces, una ética pesimista que, como aclara una y otra vez Thacker, no es necesariamente tan distinta de un optimismo. Es sólo “un optimismo derrotista”, dice una vez; o incluso, contra-citando a Voltaire, “una filosofía esperanzadora con un nombre cruel”.
Es grave no poder darle la palabra al sufrimiento. Pero hay razones que explican esta dificultad: el sufrimiento quiere hablar infinitamente. El pesimista es alguien a quien le cuesta mucho cambiar de tema. Thacker habla desde ese dolor. Pero su resignación es una puerta abierta hacia el daño, para poder hablar de él. Eso es imprescindible.


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