ARTIFICIOS
BLANCO Y NEGRO, MADRE BAYRES
Por Julián Brutto Maggiolo
31/08/2022

Cuenta Pacho O’Donnell en su libro Historias Argentinas, en apenas ocho párrafos, que la génesis de Buenos Aires está asentada nada más ni nada menos que en la maldición que lanza sobre esta tierra su fundador. Don Pedro de Mendoza había aterrizado sobre suelo indio en búsqueda de Syphilio, el americano que supo curar alguna vez las llagas que una enfermedad extraña -la venganza americana, la llamaban- había provocado al conquistador. Ya postrado en La Magdalena, no tuvo ni fuerza para firmar su propio pliego de mortaja, maldiciendo a los pagos del Plata y falleciendo a bordo.
Algunos años después de esto, en 1580, Juan de Garay bajaba desde Asunción con la dotación de sesenta hombres prácticamente obligados a descender. Le había costado mucho conseguir que se enlistaran por cuenta propia porque nadie olvidaba lo despiadado que el Plata había sido con sus conquistadores. Dice Pacho que el clérigo Martín González escribió “No hallarán soldados que quieran ir, porque es tanta la mala fama que ha cobrado aquella tierra que, en mentándola, escupen”. Sin embargo, con altanería sobradora, Garay dió batalla y masacró a los pampas alli donde -algo así como 400 años después- quien escribe pasó su infancia jugando en la calecita, el actual Parque Lezama. Clavó una espada sin preguntar a quién y fue suya la Santa María de los Buenos Ayres. Errático, se confió de su poderío y sus destrezas y una noche de 1583 los pampas devolvieron la masacre al fanfarrón y lo asesinaron. Aunque objetivamente cierto, tal vez fue Juan de Garay el primer porteño, con la audacia y la soberbia.
Esta es la historia de Buenos Ayres. Una incipiente aldea que creció como ciudad con una magia propia: ser espejo, antena y transmisora de sus propios símbolos que se reproduce a sí misma todo el tiempo. Que se escupe, se descarta y se vomita, se come a sí misma hasta atragantarse y vuelve a empezar.
Como en sueños intentaba ser
El centro de algún universo
Enfermando a bocanadas
Reviviendo a multitudes que la aman
Blanco y Negro – Silvina Garré
Buenos Ayres es, primero, hija de un padre abandónico. La maldición que recae sobre ella es la de un Padre que supo odiar a su primogénita porque fue incapaz de brindarle el motivo, esa madera preciosa que es el guayacán o palo santo -creída cura de la sífilis-, que lo llevó a Pedro de Mendoza a traerla a este mundo. Quizá por eso es una ciudad que da la espalda con recelo al río que lo trajo hasta acá, pero mirando de reojo a esa tierra que traía consigo, en búsqueda de algún día parecerse lo suficiente para conquistar su cariño.
Mi buen destino que es el tuyo
Me mirás con desconfianza
Como si no me junaras, vos despreocupate
Yo me ocupo de esto, andá y fumá
Porteño de Ley – Bersuit Vergarabat.
Bayres creció y lo que encontró no es, como podría adivinarse, un segundo padre, sino un amor ediposo y malaventurado. Garay clavó una espada y la despojó de lo que le era propio, de sus pampas y sus verdes. Tuvo que aprender a mirar con la barbilla en alto de sospecha y ojos entrecerrados para cantar “truco”, imitando a los piratas y paisanos que vinieron por invitación de aquél.
El cambalache y el arrabal vieron nacer a los corralones que se combinaron durante décadas con el fantasma de un puerto que en verdad nunca fue. Esa sensación que hoy tenemos los porteños cuando cursamos la Rambla hacia Alem; esa visión a lo que fue el fuerte hacia la izquierda y un sinsentido de luces reflejadas en los vidrios de Madero a la derecha; esa pulsión de levantar la mirada para ver qué hay detrás es la prueba de que la caja nunca fue para los hijos de Bayres. A Bayres la cagaron en la herencia y el puerto fue de sucesión para Garay.
Bandoneon arrabalero, viejo fueye desinflado,
Te encontré como a un pebete que la madre abandonó
en la puerta de un convento sin reboque en las paredes,
A la luz de un farolito que de noche te alumbró.
Bandoneón Arrabalero – Carlos Gardel
Sin embargo, Bayres es también y sigue siendo hija de la furia de Plata. Ser despiadada es parte de su sangre. Los hijos y las hijas que parió son, somos, un poco de todo eso también. Porque nos crió con lo que tenía, con lo que ella supo y le dejaron ser. Bayres, con eso, parió un tipo de argentino, un tipo de argentina muy particular: el maricón.
Estaño hace referencia a la sabiduría popular del argentino que, acodado sobre el estaño de un bar, te lanza una reflexión que destruye falsos paradigmas instalados por la colonización cultural a través de toneladas de papel y ríos de tinta.
Pensar con estaño – Arturo Jauretche
Sí, así genérico. El maricón. El trolo en su derivación más reciente. Llorones de nuestra madre que en todo nos aplasta, nos aturde, nos sobreestimula con sus exigencias del ser. Madre Bayres nos hace cosquillas en las plantas de los pies para que lleguemos rápido a Nuestro Destino y no nos mira mucho mientras vamos caminando. Si te quedas solo o sola un domingo por la tarde, Bayres te recordará el precio de tu anonimato. Nos regala hermanos y hermanas que, perdidos, recurren a ella en búsqueda de auxilio. Pero poco sabemos reconocernos propios: los porteños y porteñas sabemos hablar con estaños solo cuando estamos borrachos, pero de día el nuestro sigue siendo el lenguaje de los piratas que le enseñaron a Bayres a sospechar con ojos entrecerrados y buscarle la salida por arriba -la zafada- al laberinto.
A Bayres le han saqueado hasta lo último para adormecerla. Le han maquillado hasta las sienes, pero las cloacas parecen estar a punto de estallar todo el tiempo. El olor a podrido es indicador de esto. Bayres quiere despertarse. Bayres todavía existe.
Madre Bayres, yo te amo porque estás tan rota como yo.
Lector agreste, si te adornara la virtud del pájaro y si desde tus alturas hubieses tendido una mirada gorrionesca sobre la ciudad, bien sé yo que tu pecho se habría dilatado según la mecánica del orgullo, ante la visión que a tus ojos de porteño leal se hubiera ofrecido en aquel instante.
En Adán Buenosayres – de Leopoldo Marechal.

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