Literatura
La Buenos Aires de Silvina Ocampo
La literatura y la vida de la menor de las Ocampo, una de las familias argentinas más acaudaladas y tradicionales del siglo XX, están atravesadas por los lugares de Buenos Aires donde vivió y que frecuentaba.
Por Sol Leguizamón
22 de junio de 2023

Cuando Silvina Ocampo era chica hablaba más con las plantas que con la gente. El Jardín Botánico de la Ciudad de Buenos Aires contiene un invernadero que bien podría ser la prisión de vidrio de las plantas a la que se refiere en Invenciones del recuerdo. Entro a la pecera aún con el rugido de los autos, el paso ciego de los transeúntes y las cafeteras reumáticas de Avenida Santa Fe. Me invade el sentimiento de lo inabarcable. Primero, las hojas estrambóticas, después las infinitas formas de vida ocultas en el intestino verde. La capilla es el lugar perfecto para que un artista encuentre la inspiración y aún mantenga la humildad al reparar en que nunca llegará a imitar la perfección de la naturaleza.
La pared oblicua del palacio de cristal atrapa una infinidad de ramas mustias del tamaño de un cabello. La trampa es doble, una red oscura similar al interior de una colmena impide el paso de las plantas más raudas que se bifurcan hacia el costado. La red me recuerda al mosquitero en el que Silvina se imaginaba envuelta en camino al infierno de hielo. En La hermana menor, Mariana Enriquez dice: “Silvina era secreta”, y una de sus criadas afirma en el documental Las dependencias que la niña nunca demostraba lo que le pasaba. Es por eso que no sospecharon que había sido abusada días antes de su comunión en las dependencias de servicio, el último piso de Viamonte 550, donde pasaba la mayor parte del tiempo. “Juguetes, salvadme del silencio ruidoso. Dios tendrá que subir, es natural que suba: El cielo está arriba”, escribe en Invenciones del recuerdo. Para Jorge Torres Zavaleta, amigo y aprendiz, ese suceso, que la escritora percibía como un pecado mortal, fue el gran trauma de su vida.

Foto: Silvina Ocampo.
El Rosedal con lluvia es íntimo como la hermana menor. Un dedo parece estar esfumando lentamente el cielo de carbonilla. Debajo, cúpulas en miniatura, manchones rojos y celestes, corren al ras de los arbustos. Del mismo color recuerda Silvina la cara de Clara, su hermana, en un desfile de Los Bosques de Palermo días antes de que esta muera de tuberculosis. Aguado el paisaje como la memoria de la infancia. Zavaleta, escritor, me cuenta que por allí caminaba del brazo con Silvina cuando él apenas tenía 18 años y ella alrededor de 60. Se conocieron cuando el joven recién se mudaba al edificio de Posadas 1650, lugar donde Silvina vivió muchos años junto a su esposo, el escritor Adolfo Bioy Casares. “Eran las seis de la tarde, estaba cansado porque había ayudado a mover muebles. De repente, baja del quinto piso una tarjetita que decía ¨Sé que escribís, por qué no venís a verme¨. De entrada me cayó muy bien. Silvina, como Borges, no se parecía a nadie más que a ella misma”, explica Zavaleta. Bioy Casares coincidía en este punto al sostener que la obra de la hermana terrible parecía no recibir inspiración de ningún otro autor, se influenciaba a sí misma.
A la pregunta de si le hablaba sobre Victoria, su hermana mayor, escritora, feminsta, intelectual; Jorge Torres Zavaleta responde que casi nada. “Eran dos mundos aparte. Victoria era una presencia formidable, arrolladora, nunca de una forma crasa o explícita, pero se hacía sentir. Silvina era distinta. Era amiga de la gente. Borges se hacía amigo intelectualmente, Bioy era un señor simpático y canchero, pero Silvina de verdad se hacía amiga de toda la gente del barrio”. Eduardo Paz Leston cuenta a Mariana Enriquez: “No le importaba nada la cuestión de las clases sociales, mezclaba a Alvear con la hija del carnicero, literalmente”.

Foto: El Rosedal.
Las hermanas Ocampo también vivieron en Villa Ocampo, la mansión de San Isidro. En su adultez, Victoria fue la dueña de la casa y antes de morir la donó a la Organización de las Naciones Unidas para la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Villa Ocampo está rodeada por ombúes gruesos y arrugados que simulan flotar sobre tréboles fulgurantes. Silvina fue la encargada de elegir las especies de este jardín. Parece haber un pacto de silencio implícito donde el único ruido permitido es el graznar de los cisnes, el agua reverberante de la fuente central y las voces deshilachadas de un grupo de ancianas en el salón de té. Me acerqué a María Rosa, una de las integrantes de la mesa redonda, quien fue la estomatóloga de Victoria cuando estaba enferma de cáncer de boca. “Era de una personalidad encantadora, siempre con sus famosos anteojos blancos. Uno aprendía mucho estando al lado de ella. Me contó de cuando la llevaron presa a la cárcel de mujeres durante el gobierno de Perón y les aconsejaba a las prostitutas cómo podrían salir de ese mundo. Victoria era sencilla”, dice acerca de la mayor de las Ocampo. En el fondo, las hermanas no eran tan distintas.
Eterna espectadora de ella misma, Silvina inundaba su literatura con la imagen de la pobreza divina. En Villa Ocampo pasaba el día esperando en las dependencias de servicio a que llegaran los mendigos con la libertad de quienes no tienen nada que perder. “Algunos eran ciegos, con ojos del color de las piedras de luna. Otros rengos dando pasos de baile” escribe en Invenciones del recuerdo. Añoraba la pobreza porque era distinto a todo lo que conocía. Además, la hacía sentirse cerca de su madre: “Le parecía que tenían un secreto en común que el resto del mundo no compartía: El odio por el lujo, el amor a la humanidad”, relata en el libro mencionado.
Silvina Ocampo estaba obsesionada con las casas. En Viamonte 550 pasó su infancia. Allí, jugaba con Fanny, su amada criada por quien sentía un afecto casi maternal. Pero, también fue el lugar donde dedujo la muerte de su hermana Clara cuando sintió su casa repleta de extraños y vio a su madre con una vestimenta que la incomunicaba del mundo. Años más tarde, en Posadas 1650, es Bioy, ya viejo, quien permanece ignorante en su cuarto mientras una congregación de almas en pena invade su hogar por la muerte repentina de su hija Marta una semana después de que muera su esposa. También, es en Posadas donde Silvina pasa los momentos más tiernos con su hija, mientras por las noches permanece atada al sillón como un fantasma en vilo hasta el regreso de Bioy Casares quien, me cuenta Zavaleta, admitió haber vivido distraído a su lado. “Cruel es que todo sea precioso hasta el retorno de la espera”, escribe Silvina en Espera. La obsesión por las casas venía de que son tanto refugios como prisiones. En sentido literal, cuando la hermana menor fue poseída por el Alzheimer, creyó que sus enfermeras eran carceleras.

Foto: Villa Ocampo, antiguo hogar de Silvina Ocampo. Fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1997.
Silvina era domésticamente desordenada al punto que, incluso teniendo sirvientas, las cucarachas corrían por las paredes de la casa, sus invitados quedaban horrorizados con su comida, y los escritos en papelitos y servilletas desparramados en su cajón eran tantos que conformaron un libro nuevo luego de su muerte. Era libre, lúdica, sensual, cómica, tenía un encanto misterioso, y muchos creían que era vidente. Sentía un profundo terror al abandono, quizá por eso el amor hacia su madre era sufrido, sobreprotegía ridículamente a su hija, y temía que Bioy la dejase por mujeres más jóvenes y atractivas. Mediante su literatura reconstruyó su vida continuamente para formar su identidad evanescente y visceral. Hablaba poco porque era precisa. Contemplaba lo horrible y le atraía la crueldad inocente. Silvina era insólita.


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