Pantallas

Succession y la metafísica del poder

Por Mateo Hertzriken Catena
03 de junio de 2023

Como en la mil veces vista escena de Pulp Fiction en la que Samuel Jackson masacra una hamburguesa y una Sprite, Shiv encara a su primo Greg y le pregunta si acaso le parece atractiva, porque es evidente que está queriendo joderla.

Allí comienza el principio del fin de Succession. La serie que a la vez que narra la historia de una familia poderosa, describe lateralmente la tragedia de nacer con el mundo a entera disposición y la angustiante certeza de saberse vulnerable. Quien te dice que te ama no solo puede cagarte sino que objetivamente está en mejores condiciones de hacerlo que cualquier otro. Una carrera por el intento de reemplazar al arquitecto de un conglomerado mediático de estatura planetaria. Como pez en el agua, Logan Roy practica la danza del liderazgo, haciendo del vaivén y la bendición ocasional su paso básico.

La producción ejecutiva de Will Ferrell y la dirección -al menos inicial- de Adam McKay denotan la paleta empleada en el sentido del humor. A menudo las producciones se piratean a sí mismas, importan formatos y contenidos o sencillamente los refritan sobre la base que el espectador olvida o disfruta la repetición. No puede predicarse tal patrón sobre Succession. La serie se separa de la complejización que abunda en el rubro y apela a la simpleza, hace de la exposición a la incomodidad del televidente su recurso distintivo. Eso es lo que atrapa y lo que torna más genuinos los diálogos, más reales los personajes y más sentidos los interrogantes de cada temporada, a pesar de la barrera económica y cultural que separa a los televidentes de los protagonistas. Un caldo de cultivo para empatizar con millonarios que en las últimas horas ha hecho trinar a un sector del progresismo que por fortuna nos educa: en la ficción, el monopolio de las simpatías se los lleva la pobreza.

Foto: HBO Max.

YPF

El humor es tan solo uno de los pilares para la premisa sobre la cual la serie se edifica: la pretensión de perdurar y la aspiración de trascendencia. Acaso el único propósito con que se diseña y se hace cualquier cosa. Es difícil verlo tan claro en la pluma y en la lente como en el capítulo estrenado el domingo 28 de mayo. Succession termina pero nos deja su réquiem. Succession quiere ser arte. Succession quiere ser canon.

Y es que transmite desde su primer capítulo el deseo de ser recomendada en una conversación trivial del año 2047, en la que un muchacho pretencioso le dice a sus amigos que la tienen que ver, que antes que consumir lo que sea que la industria del streaming les ofrezca, la tienen que ver.

Será un clásico porque no es otra serie que relata el poder desde una perspectiva crítica pero eminentemente naif, desde la experiencia de quien conoce la noche porque se le hizo tarde. No retrata el poder como una estructura organizada racionalmente para el triunfo del mal, ni introduce obviedades en el guión para explicarle al televidente quién es el bueno y el malo. Las cosas y los problemas simplemente acaecen.

La serie expone una perspectiva desoladora de las personas reales, de carne y hueso, que tienen la suerte o están condenadas por nacimiento al ejercicio del poder. Relata desde un cariz claroscuro el naufragio crónico de personajes que se exponen periódicamente a la recepción de piñas y puñaladas, acaso un intento para sortear una impunidad que les carcome los huesos. Lo que creo que la hace singular es el desarrollo de cada uno de los personajes desde la tragedia personal: su imposibilidad de forjar relaciones estables, la incapacidad de realizar sus pasiones y la evidencia de que detrás de todo paso reside el anhelo de un reconocimiento siempre esquivo, una palmada en la espalda que nunca llega: la de su padre.

La trama es un tributo a la sencillez y radica en la contienda de tres hermanos por suceder a su padre en la empresa. Nada que no se haya filmado o narrado. Tres personajes que, con los ribetes propios de cada temporada, navegan sobre los alcances de un conflicto y un dilema habitual: cerrar un trato, fusionarse, separarse, comprar algún medio de comunicación emergente o simplemente vender la gema familiar para retirarse. Una fiebre esquizofrénica del oro cuya discusión ocurre en mansiones lujosas y aviones privados, siendo evidente la inmunidad del reparto al fenómeno del jet-stress del que nos alerta Martin Demichelis. Es prácticamente imposible de comprender y seguir el hilo de la suerte societaria de la empresa, resultando conveniente enfocarse en el triunvirato fraternal, en sus desavenencias personales y en las estrategias diseñadas vertiginosamente en la penumbra.

Foto: HBO Max.

Si -como afirma Dylan- el fracaso es un éxito, Kendall es entonces un empresario exitoso. Es casi tartamudo, dubitativo y drogadicto, cualidades que no invalidan la posibilidad de empatizar con él, fundamentalmente cuando estalla en un ataque de nervios el día de su cumpleaños, luego del destrato público de sus hermanos. Su perfil empresarial y su educación en el mundo de los negocios no alcanza para evitar que una gran mayoría coincida en calificarlo como una joda.

A Roman lo presentan como un sociópata verborrágico, con cierta propensión a la perversión que alcanza su punto máximo en cada entrega no consentida de fotos de su miembro. Parece ser el más vulnerable frente a los encantos de su padre y pese a ser humillado constantemente no puede evitar sonreír cuando su celular reproduce un audio generado por inteligencia artificial en que Logan lo acusa de ser un fiasco y estar infradotado.

La discapacidad afectiva de Shiv, la única mujer de los hermanos, que es reprobada por su padre por trabajar en política, pero fundamentalmente por su condición de tal. No hay casi un momento en que no proyecte toda esa humillación sedimentada desde la más temprana infancia y su imposibilidad objetiva de dirigir la empresa sobre Tom, su marido. 

Connor es el cuarto, el bastardo carente de ambición de poder, al menos en lo que a la dirección de la empresa respecta. No obstante, emprende una carrera presidencial cuasi imaginaria pero evidentemente ruidosa de la mano de su mujer, que le ofrece afecto y compañía a cambio del apellido familiar.

Quizás la imagen que le hace justicia al punto no es la de los ojos de Kendall perdidos en la contemplación del mar y el horizonte, sino la de los mismos ojos bien abiertos de Logan Roy esperando un llamado de sus hijos el día de su cumpleaños. El magnate decide una cena austera en la que queda a la espera de un llamado de sus hijos que -como su reconocimiento- no llega nunca. Termina confesando a su custodio que lo considera su amigo, aparentemente su único amigo. 

Foto: HBO Max.

 

La última temporada alumbra el epílogo de la serie con el escenario conjetural más evocado por la humanidad: el del funeral. Con el cuerpo de Logan Roy aún tibio, una congregación de mercaderes, feligreses del dinero y del tráfico de influencias se apersona en el templo.

El último capítulo le hace justicia a una serie que es -a mi humilde modo de ver- mucho más que una descripción amoral del poder. Surfea con holgura la dificultad de un cierre a la altura del desarrollo, aplicable a todo producto que haya generado semejante expectativa. Sin sorpresas ni arcos narrativos grandilocuentes, la serie se pliega sobre sí misma, exprime su esencia y retorna al conflicto originario del primer capítulo y a la pregunta por la sucesión. 

Han transcurrido apenas unas horas desde el estreno del final y ensayo una conclusión para nada novedosa: la serie es una invitación a reflexionar sobre la inevitable contingencia del ejercicio del poder. La mutación impredecible de la correlación de fuerzas no es otra que la variación natural de los seres de carne y hueso que día a día la constituyen. El desgarrador final es la proyección en pantalla grande del tamaño de nuestra soledad, porque la realidad efectivamente lo es. La escisión violenta e irreconciliable del tridente de los hermanos no es más que otra prueba cabal de que -como dijera Julio de Vido en El Método Rebord– no existe otra acumulación de poder que la personal.

Foto: HBO Max.

Mateo Hertzriken Catena

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