Artificios

Sobre lo desconocido

Este texto se enfrenta con lo desconocido. Un ensayo que sigue el tren del pensamiento de asociación libre para partir desde una pileta y terminar en César Aira.

Por Micaela Martínez
02 de octubre de 2025

William Carlos Williams dijo, haciendo eco de las palabras de Elizabeth Bowen, que para mantenernos vivos debemos desafiar lo desconocido e ir hacia lo incierto. Intento, no me resulta fácil. Hay tanto que no conozco: los agujeros negros, la teoría de Klein, Moebius, la cuarta dimensión. Dejo que mi tren de pensamientos avance y termine en el cloro de la pileta —¡pura asociación libre!—. No tengo idea de qué hace que la pileta se mantenga transparente, qué productos se usan, si hay una forma, una técnica, proporciones precisas o un cálculo determinado. Yo sólo me limito a observar la quietud del fondo, las venecitas celestes, la pintura rasgada de varias temporadas pasadas. Sólo conozco cómo reacciona mi
piel, lo que arden mis ojos al salir.

Una vez, un guardavidas me mostró la sala de máquinas. La recorrimos como si fuera un museo participativo. Mientras activaba el filtro de agua, me contaba del arte del cloro, del equilibrio perfecto para mantener el agua clara, con una paciencia de sensei. “Hay que entender al agua, hay que saber mirar y sentir”. Se tomaba su trabajo en serio. Admiré eso.

Sigo pensando, asociando*, el agua me traslada al ocio y éste a la lectura. Y entonces aparece Aira. Este escritor argentino que últimamente encuentro hasta en la sopa, pero del que no sé nada. Vengo posponiendo sus libros, poniendo snooze a la alarma, desde hace un tiempo. No sé por qué. Me acuerdo la primera vez que me encontré con su nombre, me costó repetirlo en voz alta sin trabarme. ¿Quién es esta persona cuyo apellido suena a aira, que se me va por los aires? Hasta llegué a confundirlo con Vallejo, tal vez por alguna cercanía espacial en esas tantas listas de lecturas que hago y después pierdo. Hasta hice que los Césares se dieran la mano como en esos sueños en los que no importa si coincide el tiempo, todo vale.

Ahora que lo pienso, mentí. Leí Cecil Taylor de Aira. Lo había olvidado por completo. Puedo intentar justificar este ¿desliz? No estaba buscando ese libro, el libro simplemente me había encontrado. Suena más poético, ¿no? Un domingo, mientras revolvía estanterías en una librería de San Telmo (gracias al cielo por las librerías abiertas los fines de semana), me atrapó la edición de Cecil: el tamaño, las hojas, los colores de la portada. Y que no había nada en su contratapa. Ni texto, ni palabras, nada. Hojeé sus páginas y descubrí que era la edición que Elvio Gandolfo había recomendado por sus ilustraciones en una entrevista que, evidentemente, había quedado sonando en mí. Miré la tapa una vez más y no lo dudé ¡Splash! me zambullí y lo compré.

Este ensayo no es lo que pretendía ser, lo desconocido se vuelve algo nombrable, algo sobre lo que puedo pensar y escribir ¿Qué hay de Aira? Sé que escribe, y mucho, que lleva ya publicadas muchas obras, Ema la cautiva es una de ellas ¿la primera? También sé que es de Coronel Pringles, que está casado (no sé por qué recuerdo este detalle tipo primicia), que es un personaje solitario y que casi no accede a entrevistas. Lo imagino sentado en un escritorio más bien ordenado, tomando mate, con sus propios rituales y ritmos. ¿Premios? Seguramente, pero esa es información que no suelo retener.

El verano pasado, uno de esos días de calor sofocante que pide ventilador al mango o una pileta templada, me auto-invité a lo de una amiga. Su edificio tiene una pileta de uso comunal. Pero esa zambullida no pudo suceder, la pileta estaba verde y no valía la pena arriesgarse. Tampoco había nadie, lo cual hacía dudar más del asunto. Un par de averiguaciones y resultó que la persona encargada del mantenimiento estaba de vacaciones, los vecinos habían elevado una queja y el consorcio estaba analizando el agua. Cortito y al pie: los resultados terminaron dando un estado óptimo, verde que te quiero verde.

Esto llevó a preguntarme cómo se conoce lo desconocido. No lo sé. ¿Será que no sé nada de Aira, no sé nada del cloro? Conclusiones apresuradas: las apariencias engañan, lo desconocido pudo ser el estado óptimo. Pensar en lo desconocido: un puntapié para alimentar a la máquina-cabeza y que no se detenga. Lo desconocido se mueve conmigo. Lo sigo de cerca, todo puede volverse verde de repente. No lo sé.

Nota al margen: Este ensayo fue uno de mis primeros escritos en el marco del Taller Nómade de Fabián Casas en el 2022. La consigna había sido escribir sobre algo que no conocíamos. Luego siguió el debate sobre lo que se conoce y desconoce, sobre todo aquello de lo que, aun sin conocer, igual se puede hablar, y lo que, aun conociendo, cuesta expresar.

También comenzó mi devoción por César Aira, a quien hoy puedo decir que ¿conozco un poco más? Esto incluye, además de lecturas y estar al día, detalles de su vida privada, o al menos la que otros han contado, como Alberto Giordano. No puedo explicar mi alegría cuando en una exposición de fotos, de Alejandra López en el 2024, reconocí la de César—el que tan poco se deja entrevistar y fotografiar—tirado en su sofá, rodeado de libros. Una de sus imágenes más recientes. A veces, la fotografía me devuelve a un terreno que siento conocido. No sabría explicar por qué.

*Y acá vale salirse de toda temporalidad y linealidad, y como en un cuaderno que una lleva consigo apuntar la palabra, colar una anécdota, con el permiso del papel:

Hace un tiempo en el Taller Nómade de Casitas —porque una llama así, con esa familiaridad diminutiva al gigante a quien admira— Fabián contó una de esas tantas historias que él siempre tiene, cual as bajo la manga, para todas las ocasiones, y que siempre vuelve a sacar, como si la historia oral encontrara en todo momento la forma de perdurar. Abro paréntesis y spoiler: si pueden escuchar la historia que estoy por reversionar, seguro esté grabada por algún lado, háganlo. Palabra clave: “viva la policía”. Cierro paréntesis y spoiler, y abro debate casístico (de Casas): ¿una buena historia soporta el spoiler?

Y acá va la historia. Mi compañero y yo acabábamos de llegar a San Fernando del Valle de Catamarca, desde Buenos Aires, con una lista de trámites pendientes, el mate al hombro y la paciencia de quien sabe que ciertas cosas, léase “trámites municipales”, llevan su tiempo. Un año atrás fallecía mi suegro, dejando su casa, su taller y un terreno en sucesión, que habían empezado a tomar vida propia y a reclamar cierta atención. Allá estabamos, tomándonos días de vacaciones para intentar apagar los fuegos incontrolables, en una cola que trepaba escaleras, pero a unos pasos de la puerta (más que del paraíso, del infierno) donde un poli mediaba la entrada: “Caballero, espere», «Adelante, señora», e indicaba a dónde dirigirse según la dolencia. «Atención al cliente», la que más pacientes se llevaba.

Después de un largo rato, llegó a la cola una pareja con un niño que apenas vio a esta figura en la puerta gritó efusivamente «hay poesía» y empezó a pegar pequeños brincos, alternando sus movimientos y deteniéndose a mirar al poli, comprobando y volviendo a vociferar exactamente lo mismo. Mi compañero y yo, como fieles seguidores de Casitas, nos mirábamos atónitos. De seguro igualamos esas efusiones mientras constatábamos, en cada repetición del niño, que de su aparato fonador salía la palabra “poesía”. ¡Hay poesía! ¡Hay poesía!, gritaba. Y sí, en esas coordenadas precisas, en un tiempo preciso que no viene al caso, hubo poesía, y fuimos felices, y comimos bizcochitos en vez de perdices, en una cola interminable. Y si bien la muni no pudo hacerse cargo del árbol que tiró todos los cables de luz, no importó: hubo poesía.