Artificios

Una nueva violencia

Estamos en una era donde la violencia crece, pero es muy difícil hablar de ella. Este ensayo argumenta que estamos ante un cambio cualitativo de las formas de violencia: al lado de los mecanismos de coacción tradicionales que van de arriba hacia abajo (la represión) o de abajo hacia arriba (la insurrección) surge algo nuevo: una violencia de abajo hacia abajo, de todos contra todos.

Por Dante Sabatto
16 de noviembre de 2024

 “toy en busca de una nueva violencia / ando en busca de perder la paciencia / ya no busco conservar la inocencia / ya no pienso en lo que los otros piensan”
(dillom, “cabezas cromadas”)

“Hay que volver a la violencia.”
(“el jockey”, dir. luis ortega)

No se puede hablar de violencia política. Esta sentencia no debe leerse como una orden (no se debe hablar) sino como la descripción de una imposibilidad. Es algo que no está en el orden de lo que somos capaces de hacer. Esto es especialmente problemático porque estamos viviendo un tiempo marcado por la violencia, y no sólo en el sentido de los mecanismos coercitivos que condicionan nuestras vidas. Estos últimos, de todas formas, no deberían ser soslayados: el carácter político de la represión policial es sistemáticamente silenciado, amén de la coacción implícita en el carácter obligatorio de la participación en las instituciones del capitalismo tardío.

Pero, junto a estos mecanismos más conocidos, surge otra cosa.

1/ Desigualdad

Un diagnóstico que ha ganado popularidad sobre el fenómeno Milei lo identifica como “más democrático” o incluso “más plebeyo” que el macrismo, el movimiento político que lo antecedió, lo nutrió y, a fin de cuentas, lo parió. Es una descripción curiosa. Si nos referimos al origen social del líder, sin duda no estamos en la neoaristocracia de un Mauricio Macri, pero no nos hemos acercado a la plebe; en el mejor de los casos, Milei es, como Luis Bonaparte, un lumpen. Un grasa, también. Eso lo acerca más al menemismo que las erráticas coincidencias de su política económica.

La impresión, sin embargo, es que la definición de un Milei democrático señala algo, algún componente efectivamente existente de su proyección. Un componente que, quizás, tenga algo que ver con la violencia.

El campo semántico de la coacción física aparece asociado a dos figuras clave del mileísmo: la vicepresidenta, Victoria Villarruel, y la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. La procesista, la represora; las Fuerzas Armadas, las Fuerzas de Seguridad. Son dos formas de violencia muy distintas, cuyo tramado común fue trazado muy claramente en 2006 por la pluma brillante de Carlos Gamerro:

“Los militares abandonaron las calles y se replegaron a los cuarteles (…). Pero antes de retirarse, le pasaron la antorcha a la policía. Y a través de ella el Proceso siguió en las calles, matando, saqueando, torturando, haciendo desaparecer a las personas. El cambio que llevó a cabo la institución policial durante el Proceso no fue cuantitativo sino cualitativo: es el cambio que lleva de una organización corrupta, que tolera o fomenta el crimen, a una organización criminal sin más.” (El fragmento corresponde al ensayo “Para una reformulación del género policial argentino”, compilado en El nacimiento de la literatura argentina)

Casi dos décadas nos separan de este texto. Cabe preguntarse si la dicotomía continúa funcionando, o si lo hace sólo parcialmente. Es que, más capilar o más rígida, las estructuras logísticas y estratégicas de las violencias policial y militar comparten una dirección: de arriba hacia abajo.

Su reverso, la violencia de abajo hacia arriba, lo representa la insurrección, la revolución. Eso es lo que el cyborg hipersticional llamado Santiago Caputo nos quiere hacer creer que está ocurriendo. No estamos, tampoco, en ese mundo (con una excepción, quizás, que es la pandilla, la organización protomafiosa: la única violencia bottom-up que ha tenido lugar en este país es “la bala que no salió”, y aun este es discutible). Tampoco ha abandonado este gobierno, desde ningún punto de vista, las formas top-down. Se trata, más bien, del intento de hacer nacer a su lado una tercera violencia, la que nace abajo y se esparce abajo, la de todos contra todos y cada uno contra sí mismo.

Milei no es más que un democratizador de la violencia, o, en verdad, un descentralizador. También la violencia debe ser un Mercado. Este escenario no deja de ser bélico. Es una guerra, y corresponderá a la inteligencia del Mercado dar lugar a la organización ¿espontánea? de esas violencias, a su disposición estratégica. Las reglas que se siguen de esto son la difusión máxima (hasta que ninguna existencia no esté marcada por la coacción) y la concentración en circuitos especializados (el mercado libertario admite carteles y hasta monopolios: actualmente, aún ocupan este rol las Fuerzas estatales).

    2/ Crueldad

    El carácter supuestamente plebeyo de Milei se deduce (en el argumento que lo afirma) de su apariencia, sus formas, su estética. Es un terreno que está en estricta relación con el campo de los afectos. Milei es, efectivamente, así como muestra; no como cree que es, pero sí como aparenta ser, para todxs. Si es hipócrita, o bien no lo sabe o bien no le importa. Sería difícil encontrarlo en privado diciendo algo que no diría en público, o viceversa, y si eso ocurriera no sentiría vergüenza. Todo está de algún modo justificado en su discurso. Esa clase de discurso es, por supuesto, lo contrario a lo racional: una razón no contradictoria sólo se sostiene en el orden de la conspiración o la psicosis.

    Milei es, también, un tipo cruel. El libertarismo argentino es esencialmente una crueldad política. Además de un afecto político, la crueldad es la estética de la nueva violencia.

    Esto, en la medida en que la estética no es una pátina que recubre las cosas, no es un nivel superestructural que emerge meramente como una elección del orden del gusto. En la medida en que la estética no es meramente nada, no es algo que sigue, que viene después, que es menor, accesorio, inesencial. La estética es un régimen que dispone algo y lo vuelve sensible, lo hace aparecer.

    La nueva violencia, entonces, aparece en tanto cruel. Su forma básica es “pegarle a quien está en el piso”. ¿Qué implica esto? Desmesura, extralimitación, exceso, seguro. Pero, sobre todo, una desigualdad sobre la que se insiste. Es una desigualdad de las condiciones (un polo puede, el otro no), de las acciones (uno golpea, el otro recibe) y de los afectos (uno goza, el otro sufre).

    Esta desigualdad no es contradictoria con la descentralización, la salida del monoteísmo de la violencia top-down. La inequidad se propaga fractalmente. La fragmentación mercantil es mucho más eficiente en reproducir desigualdad, en convertir la desigualdad en un millón de desigualdades, eventualmente infinitas, y cada una de ellas produce una nueva oportunidad para la crueldad.

    La lógica es de la deshumanización, pero sólo parcial. Si el otro es demasiado deshumanizado, es difícil advertir en él el sufrimiento, sufrimiento que provoca en uno (en el fascista) el goce. Pero la sumatoria infinita de crueldades humanas produce un orden que es, en sí, inhumano.

      3/ Desorden

      La crueldad, a la vez afecto y estética, salva a la nueva violencia del esquema de la negatividad. Una violencia que no fuera cruel, aún descentralizada y de abajo hacia abajo, podría ser la pronunciación de un “no”. Podría ser una forma emergente de un rechazo a un orden establecido y, él también, violento. Este fenómeno está atado por dos nudos al problema del orden: el nudo del pasado-presente y el nudo del presente-futuro. Es decir, el problema del orden que hay y el problema del orden que viene, el que quiere ser producido.

      En 1978, a diez años del Mayo Francés, Michel Foucault se preguntaba en un seminario “¿quién no hace hoy su propia teoría de la disidencia?”. La frase se lee hoy como una amenaza: Milei (no lo perdamos de vista) hace su propia teoría de la disidencia. De hecho, esa teoría está escrita en el libro político más importante en décadas para nuestro país, el Manual de Conducción Política que nos tocó en suerte: El libro negro de la nueva izquierda, de Agustín Laje y Nicolás Márquez.

      Disidencia, entonces, como una suerte de separación del sentido común y el buen gusto; recordemos, entonces, la confusión entre el latín plebs y el lunfardo grasa. Una disidencia que surge, probablemente, de alguna forma de humillación (abundan los análisis psicologistas sobre el libertarismo como una revuelta de los nerds). Sin embargo, es una disidencia que no se organiza orientada hacia ninguna forma de justicia (como lo hacen, precisamente, las disidencias en tanto categoría política de la diversidad sexual); una disidencia que de hecho desprecia la justicia en sí y para sí. Es un resentimiento.

      No hay negatividad en el resentimiento, porque la negatividad no es un simple decir no a lo que hay sino algo más complejo: negarse a admitir la necesidad de un orden injusto. La negatividad se abre, ella también, a ser negada. A, algún día, afirmar.

      Sin embargo, el libertarismo sí quiere dar a luz un nuevo orden. De hecho, es aquí donde se encuentra con la violencia, como un elemento necesario para la producción del futuro. Pero, al mismo tiempo, el mundo que puede crear sólo puede ser un mundo violento. Es difícil que la crueldad no se propague, que la desigualdad no se profundice. Para impedir que eso ocurra se precisa una intensa ingeniería, aquella que Milei ha jurado destruir. 

      Surgen, entonces, preguntas: ¿cómo es, cómo sería, cómo será un orden violento? ¿Es posible tal cosa o estamos asistiendo sólo a la producción de un des-orden? Y, evidentemente, la pregunta, la única que importa: ¿qué hacemos?

      Todo esto plantea un problema existencial para nosotros, los pacifistas. Aún peor, para nosotras, las víctimas. La identificación con el lugar victimal no es tan sólo “insuficiente”, es activamente contraria a toda forma de respuesta, a toda hipótesis bélica que no sea la derrota. A toda salida de este estado de cosas. (Lo que no quiere decir que no haya de nuestro lado personas que hayan sido víctimas.) Las tácticas de resistencia no violenta han demostrado ser completamente inútiles. Al mismo tiempo, carecemos actualmente de la capacidad de articular cómo se vería una violencia no cruel, y no es tan fácilmente desestimable en consecuencia la sospecha de que, llanamente, dar un golpe te convierte en un fascista.

      Pero no han triunfado, es decir: la violencia cruel no se ha expandido aún de forma capilar sobre todas las vidas. Quizás la nueva violencia aún es algo que está siendo buscado. Algo que está en juego.