Urbe
Un problema de género (pero del otro)
Durante la década de los 2000 los videojuegos se diversificaron y su público se expandió por fuera de los límites de su comunidad de origen. Más allá de la maraña de acoso, amenazas y denuncias de corrupción, a 10 años de su explosión, podemos reconocer a GamerGate como la sentencia de muerte de la identidad gamer.
Por Ezequiel Vila
20 de agosto de 2024
Hay dos puntos centrales en el caso GamerGate que fueron el eje de todas las discusiones durante el desarrollo de los acontecimientos hace diez años. Por un lado, el fenómeno puso el ojo sobre el acoso y la violencia ejercida directamente sobre un grupo de mujeres desarrolladoras de videojuegos e indirectamente sobre cualquier mujer o defensor de aquellas en la discusión pública. Por otro lado, la capacidad de organización y coordinación de una comunidad online misógina y capaz de perpetrar actos de hostigamiento con total naturalidad e impunidad. Pero difícilmente se podría argumentar que alguno de estos dos aspectos fue verdaderamente inaudito para la época. La violencia (simbólica, verbal, física) sobre las mujeres en los videojuegos precede por mucho a 2014 y la cruzada contra la agenda woke de los videojuegos está lejos de ser el bautismo de fuego del ejército de trolls, hackers y anónimos anidado en 4chan.
Si a la distancia de los hechos atendemos a los argumentos esgrimidos por los que se identificaban bajo el hashtag maldito y vemos un poco más de cerca al juego que ofició de archiduque austríaco para todo este quilombo, quizás resulta más claro entender al fenómeno simplemente como el primer estertor, la gran herida narcisista, sobre la identidad gamer.
Depression Quest
Depression Quest es una ficción interactiva de 2013 escrita y programada por Zoe Quinn y Patrick Lindsey, con música de Isaac Schankler. Todavía hoy se puede jugar sin dar muchas vueltas. Quinn y Lindsey decidieron colaborar en este proyecto en 2012 porque sentían que la mayoría de las aproximaciones de la cultura popular al problema de la depresión (enfermedad que ambos experimentan) pasaban por alto sus aspectos más mundanos e íntimos y con el ambicioso objetivo de poder mostrar cómo funciona la mente de una persona depresiva en términos realistas.
El juego está hecho en Twine y consiste en una narración que pone al jugador en el rol de una persona que experimenta depresión y la enfrenta a una serie de decisiones en su vida cotidiana. Desde salir de la cama para ir al trabajo o hablar con franqueza sobre sus problemas con familiares y amigos; pasando por la posibilidad de buscar ayuda médica o aceptar un tratamiento con psicofármacos. La mecánica del juego es la propia de cualquier “aventura textual” standard en la que al concluir la lectura de una serie de párrafos tenemos la posibilidad de elegir una de varias opciones en hipertexto que nos llevarán a la siguiente escena habiendo tomado una decisión y descubriendo sus consecuencias. El elemento destacado y novedoso de la mecánica de juego es la aparición de algunas de estas opciones en estado deshabilitado (tachadas y en rojo) para subrayar la imposibilidad de la persona que tiene depresión de actuar como podría hacerlo alguien más.
Claramente la propuesta y el tono de Depression Quest distan de lo que normalmente pensamos como “videojuego” en un sentido canónico. El juego está lejos del sentido común de acción, escenarios de fantasía, desafío de reflejos o pensamiento lógico y mediante esos argumentos se germinaron las primeras recepciones negativas e imputaciones de que Depression Quest “no es un juego”. Pero definitivamente la creación de Quinn y Lindsey dista de ser una novedad en términos de mecánicas y tono. Más allá de que para 2013 ya existían incontables aventuras textuales generadas con Twine, la propuesta estética de la “novela interactiva” en html tiene exponentes clásicos como la Afternoon de Michael Joyce, publicada en 1987. ¿Por qué, entonces, una textualidad aparecida 25 años antes y estudiada y analizada en detalle por la crítica generó una reacción tan negativa? ¿Qué condiciones hicieron de Depression Quest la chispa para prender el fuego de GamerGate?
Válvula de escape
En febrero de 2013, Quinn y Lindsey lanzaron una versión html en una web propia sin demasiadas repercusiones del público y un interés moderado por el tratamiento de la depresión. Luego, Quinn inscribió el juego en el programa Greenlight de Steam, una vía de ese momento para volver a la plataforma más accesible a los pequeños creadores con el apoyo de la comunidad. Fue ahí cuando Quinn empezó a recibir repercusiones negativas y las primeras amenazas de varios usuarios que consideraban que su juego no tenía lugar ahí, aunque también algunas reviews positivas que le valieron una invitación a Indiecade, el festival de videojuego independiente que existe de 2005 y continúa hasta la fecha.
Vale la pena detenerse en las condiciones de su publicación ya que explican un poco la forma en la que el juego fue recibido. En ese momento el acceso a Steam no era tan sencillo como es hoy día, y la llegada a la plataforma significaba el ingreso a una vidriera muy importante para los pequeños desarrolladores. El programa Greenlight, fundado en 2013, tenía como objetivo resolver la admisión en la plataforma mediante la participación, curaduría y votos de la comunidad, pero ya había tenido que lidiar con problemas de manipulación y conductas tóxicas por parte de grupos que querían perjudicar a algunos juegos y beneficiar a otros (creación de cuentas falsas, floodeo, etc.). El hate hacia el juego de Quinn cobra otro sentido en el contexto de esas disputas por el acceso restringido a una plataforma. La pregunta por “qué es un juego y qué no” hecha en el vacío no es tan significativa como cuando esa respuesta significa pertenecer o no a un espacio de distinción y promoción.
Mientras tanto, el juego era mayormente bien recibido por la crítica y señalado como un juego con pretensiones más artísticas o educativas que lúdicas. Luego de algunas idas y vueltas de la propia creadora (supongo que te preguntás un par de veces si continuar o no cuando te amenazan con violarte y prenderte fuego), Depression Quest fue seleccionado por Steam para pasar a formar parte de su plataforma en enero de 2014 e hizo su debut programado en agosto de ese mismo año. Como nada podía pasarle sin polémica, la fecha de salida coincidió con la muerte de Robin Williams, que según las fuentes periodísticas se había quitado la vida luego de lidiar con un cuadro de depresión y ansiedad. Las acusaciones de oportunismo y el crecimiento del hate no se hizo esperar, aunque eso solo sería la antesala para “The Zoe Post”, el texto que Eron Gjoni, ex novio de Quinn, venía preparando como venganza por su reciente separación. La publicación de este artículo no fue una reacción catártica producto del despecho sino una pieza elaborada para destruir la reputación de Quinn específicamente en el mundo del gaming y filtrar todos sus datos personales para volverla víctima de ataques anónimos. Gjoni publicó el posteo primero en los foros de Penny Arcade, Something Awful (de donde fueron bajados rápidamente) y 4chan (de donde, bueno, no). Luego también lo reprodujo en un WordPress personal creado para ese fin. Desde ese momento, el acoso hacia Quinn creció exponencialmente hasta verla forzada a irse de su casa y limitar sus apariciones públicas.
/v/ de varoncito
Sin dudas la viralización de “The Zoe Post” y los consecuentes ataques que generó encuentran su fundamento en la misoginia y la voluntad de excluir y aislar a las mujeres de un espacio autopercibido a la vez como propio y sagrado. El propio Gjoni fue investigado por atizar y conducir esa reacción desde el anonimato. Pero para escenificar la “limpieza” de esa profanación, los atacantes necesitan vehiculizar esa violencia a través de justificaciones que se alejen de sus verdaderos motivos. Así, mientras que las amenazas de muerte y violación a Zoe Quinn la trataban de puta y basura, los argumentos de sus instigadores necesariamente tenían que versar sobre otra cosa. A saber se podían distinguir sin mucho esfuerzo dos admoniciones principales. Por un lado, que el juego (y otros que también compartían el haber sido realizado por mujeres, jóvenes e independientes de grandes estudios) no era bueno; por el otro, que era indeseable que se introduzcan “agendas políticas” en los videojuegos.
En el primer caso, las plumas encaramadas sobre el GamerGate denunciaban que esos juegos aplaudidos por la crítica y a la vez tan lejos de la expectativa de lo que para “el gran público” es un videojuego, solo podían ser glorificados por motivos de corrupción y, tratándose de autoras mujeres, naturalmente, favores sexuales. Pero vale la pena desarmar en partes este entramado, porque la primera parte del argumento no es desatendible, aunque no necesariamente debería llevar a la segunda. Para 2014, el campo de lo que podía ser considerado un videojuego (e incluso un videojuego comercial) se estaba ampliando en la audiencia mainstream de una manera que no se había visto antes. Si bien ejemplos como el citado Afternoon tenían varios años, se trataban de experimentos que circulaban por esferas ilustradas (Michael Joyce salió del CalArts y era profesor de Vassar College). Pero durante la década del 2000, la profusión de juegos indies de gran éxito, la explosión del acceso a herramientas de diseño como flash o la propia Twine que permitían la aparición de otros juegos más meta, la propagación del videojuego-arte a través de internet y la explosión comercial del smartphone y el mobile gaming, habían generado un cóctel perfecto para ampliar el público de los videojuegos y acercar a personas más diversas y con intereses más variados tanto a la silla del jugador como a la del desarrollador.
Es difícil caracterizar por entero a una comunidad online de millones de usuarios, pero el perfil de foreros en /v/ (el subforo de videojuegos de 4chan y principal bunker de los ataques coordinados hacia las víctimas de GamerGate) era repelente a este tipo de nuevas propuestas, al punto tal que cayeron en la volteada y fueron tratados con una vara parecida juegos como el Gone Home (una experiencia narrativa de exploración de The Fullbright Company) o Stanley Parable (el megahit de Davey Wreden y William Pugh) e incluso más tardíamente el propio Undertale estuvo bajo la mira.
El segundo argumento es más difícil de desarmar fuera de la mirada paranoide conservadora. Es complicado entender qué hay de político en hacer una experiencia interactiva sobre la depresión que no esté presente en, digamos, un retelling de la Segunda Guerra Mundial o un juego de tiros ambientado en Medio Oriente. Lo que sí se destaca es algo que rima con lo señalado anteriormente: mientras que salvar princesas, disparar terroristas y atropellar embarazadas (no me la quiero agarrar con el Carmageddon, pero sirve para poner un contraste) eran temáticas admisibles para un videojuegos por motivos meramente canónicos; las enfermedades mentales, los dramas familiares y lidiar con las consecuencias del genocidio eran percibidos como temas más adecuados para una novela publicada por un autor del New York Times o para paneles de debate en las universidades de la Ivy League. Es un argumento plebeyo y deliberadamente anti intelectual, al mismo tiempo que ofensivo para cualquier adulto; pero no menos entendible desde una perspectiva de canon y de género. Simplemente antes no pasaba (tanto) y estaba fuera de las expectativas de un número no menor de jugadores.
¿Ha visto usted alguna vez un gamer?
Entretejido con la misoginia y el fascismo, en el seno de GamerGate está una discusión crítica para nada trivial que es la de medio vs. género. Lo que testimonia este repaso es que para un sector amplio de la audiencia (que evitaremos caracterizar demográficamente, no sea cosa que estigmaticemos a alguna frágil alma bella) existía un consenso sobre lo que era un videojuego en términos de género: una serie de limitaciones temáticas adecuadas (la guerra, la mafia, la exploración, el deporte, supongo que la geometría si contamos al Tetris; en contraposición a la depresión, el cambio climático o la menstruación), ciertas estructuras y mecánicas admisibles (correr, saltar con el A y disparar con el B, apuntar con el mouse; no el hiperlink y la lectura) y un abanico de posibilidades estilísticas (la cinemática, el naturalismo grotesco de la sangre, el colorido VGA; no los pasteles o el moodboard de un adolescente usando Tumblr). Pero los videojuegos son desde su origen un medio, o si se quiere sonar un poco más sofisticado, un dispositivo que otorga la posibilidad de generar experiencias interactivas, ergódicas (básicamente, con outputs personalizados a partir de decisiones), con un ritmo variable/ajustable (en oposición a una serie o una película). Su medialidad, por fuera de los avatares históricos y las contingencias de los acontecimientos, es independiente de los contenidos que exprese.
Sin embargo, la cultura del videojuego floreció y generó identificaciones a partir de esos géneros, cuya matriz de origen funcionaba sobre los mismos mecanismos de expulsión que comenzaron a darse vuelta en este milenio: más personas jugando y programando faltamente iban a significar necesariamente nuevas experiencias. Lo que no tendría por qué haber sido es la percepción de amenaza sobre lo nuevo, la puerilización e infantilización de una comunidad que se sintió (se siente) atacada por lo distinto. Finalmente GamerGate expuso la fragilidad de la identidad gamer, algo que hoy nadie puede sostener sin sentir un calor en el rostro y maremotos de cringe en su interior.
En la defensa de un significante derrotado (al final a quién parece que le gustan las identity politics, ¿eh?) y glorificado sobre la altar de una fracción hiperestesiada de cultura pop se seguirá manufacturando odio y violencia. Es vaciar el mar con una cuchara. En 2024 dentificarte como alguien al que le gustan los videojuegos dice lo mismo que leer libros (¿Proust? ¿Florencia Bonelli?) o ver cine (¿Cassavetes? ¿la última de Marvel?). Habrá que buscar una personalidad en otra parte.
¿Basado en qué?
Por Dante Sabatto
Las nuevas batallas
Por Santiago Mitnik
Gamergate nunca se fue
Por Sole Zeta