Literatura

Un ensayo sobre Murakami, Simmel y Macedonio Fernandez

Este es un ensayo sobre libros, sobre música, pero sobre todo sobre la vida y la muerte. Miranda García explora las preguntas existenciales que se hacen desde la literatura o la filosofía, partiendo de Tokio Blues, el clásico contemporáneo de Haruki Murakami.

Por Miranda García
16 de mayo de 2025

“Sin embargo, por más que intentase olvidarlo, en mi interior permanecía una especie de masa de aire de contornos imprecisos. Con el paso del tiempo, esta masa empezó a definirse. Ahora puedo traducirla en las siguientes palabras: ‘La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella.’”

Murakami (2009) Tokio blues. Buenos Aires, Argentina: Tusquets Editores

Este ensayo busca abordar a la luz de los aportes de Georg Simmel y de Macedonio Fernandez el tema de la muerte en la novela Tokio Blues (Norwegian Wood) de Haruki Murakami. Antes de comenzar a profundizar, quiero hacer una breve introducción de los temas a tratar. Me interesa abordar acá la muerte como principio configurador de la vida, pensar la unión entre ellas, no su oposición. Voy a plantear la muerte como única certeza en la búsqueda de la verdad, para resaltar el carácter frágil y contingente de la vida. En este sentido, pienso al arte como posibilitador de la vida, relacionándolo con el lugar que ocupa la música y particularmente ciertas canciones en la novela. 

Es interesante pensar la masa con bordes poco precisos que describe Murakami como los bordes o fronteras poco precisas de la vida misma. Simmel habla de las fronteras de las cosas como las cosas mismas, pero al mismo tiempo, como el finalizar de las cosas: “la región en la que el ser y el ya no ser de las cosas son uno”, escribe. Por ejemplo, un cuerpo orgánico termina de crecer cuando sus fuerzas formadoras llegan a un límite. Esta sería una frontera espacial: la cosa es también su frontera, es decir, es la cosa misma y al mismo tiempo, su finalizar. También tiene una frontera temporal, y a diferencia de la otra, el sentido cuanti y cualitativo se entremezclan dando forma a la vida. Lo viviente muere, el morir está puesto en su misma naturaleza. 

Tokio Blues de Haruki Murakami narra la historia de un joven estudiante universitario, Watanabe, que vive en Tokio. En su primer año de universidad, se reencuentra con Naoko, quien era novia de Kizuki, su mejor amigo que se suicidó en la secundaria. Los tres solían pasar mucho tiempo juntos, siendo Kizuki el núcleo que los unía. Luego de su muerte, Naoko y Watanabe no habían seguido en contacto, pero estando ambos recientemente mudados a Tokio, se encuentran semanalmente y dan paseos por la ciudad. Eventualmente terminan gustándose y teniendo relaciones sexuales en el cumpleaños número 20 de Naoko. Watanabe queda profundamente enamorado de ella. Más adelante en la novela, la salud mental de ella empeora, por lo que es ingresada a un sanatorio especial, no psiquiátrico específicamente. Durante su ausencia, Watanabe conoce a Midori, una chica que le gusta y de la que termina enamorándose. Él visita dos veces a Naoko en el sanatorio, donde conoce a su compañera de cuarto, una señora llamada Reiko, pianista y guitarrista. Menos de un año después, Naoko se suicida. La novela está atravesada por múltiples muertes -como la de los padres de Midori, el suicidio de la hermana y el tío de Naoko, el suicidio de Hatsumi (novia de uno de los amigos de Watanabe) y la posible muerte de Tropa de asalto (compañero de cuarto de Watanabe en la residencia estudiantil)- lo que me hace pensar a la muerte (quizás particularmente el suicidio) como fuerte tema troncal del libro. 

Apenas en el segundo capítulo, el personaje de Watanabe, narrador de la novela, comparte su reflexión sobre la muerte, que es para mí el disparador de este ensayo. Repongo aquí una parte: 

Hasta entonces había concebido la muerte como una existencia independiente, separada por completo de la vida. ‘Algún día la muerte nos tomará de la mano. Pero hasta el día en que nos atrape nos veremos libres de ella.’ Yo pensaba así. Me parecía un razonamiento lógico. La vida está en esta orilla; la muerte, en la otra. Nosotros estamos aquí, y no allí. 

 Esto se parece al entendimiento del cristianismo sobre la muerte, como oposición a la vida, ya que ésta es puesta de antemano desde el punto de vista de su propia eternidad, como explica G. Simmel en Para una metafísica de la muerte. Plantea que existe una mayoritaria interpretación de la muerte como una profecía oscura que gravita sobre la vida, que solo tiene que ver con ella en el momento en el que se realiza. El autor propone liberarse de la representación de las parcas que con un movimiento que genera un tajo ponen fin a la vida, como si fuese un hilo que se corta en un momento temporal, como si la muerte pusiera a la vida sus fronteras. En realidad, nos explica, la muerte está ligada a la vida de antemano y desde el interior.

Esto lo relaciono a lo que escribe Macedonio Fernandez con respecto a pensar “la nada” en El dato radical de la muerte

Y como nada que no sea un sentir puede ser un acontecimiento de la sensibilidad, pues como todo es sensibilidad lo que no ocurre en ella no ocurre en modo alguno. No hay posibilidad de que notemos un día que no existimos. Para hablar de la vida hay que existir y para hablar o pensar en la nada también. La muerte no es la nada, sino que nada es. No hay lo opuesto de la vida; su contrario no hay. 

La muerte no puede experimentarse por lo que no puede ser pensada como lo opuesto a la vida: todo ocurre en la sensibilidad del transcurso vital, no hay opuesto o contrario a esta. La nada tampoco puede experimentarse, no existe nada por fuera de la realidad y lo que somos en nuestra experiencia humana, por eso, nos explica sabiamente Macedonio, “Algo que no acontece en la sensibilidad, en el sentir-que es el único modo posible del Ser, fuera de él nada hay; nunca existió algo que no fuera, todo él, un mero sentir-no acontece ni es, de modo alguno”

El “antemano” que menciona Simmel, significa que la muerte es la única determinación dada, que actúa en la vida, diciéndonos en cada momento que somos los que moriremos. Tiene una significación configuradora, ya que, como momento formal, conforma nuestra vida tiñendo todos sus instantes y contenidos. En Tokio Blues el protagonista nos explica que no morimos en nuestro último instante, como tampoco nacemos en el momento en el que nuestras madres dan a luz, sino que va naciendo constantemente algo de nosotros. En este sentido, la muerte como principio configurador puede entenderse en su sentido apriorístico como fundamento de la vida. La muerte delimita y pre actúa (por su significación apriórica) en el transcurso vital, que hace que conforme nuestra vida no solamente cuando se concreta y alguien efectivamente muere, sino la totalidad de la cualidad y forma de ésta. Como elemento real, la muerte configura a priori cada momento. A esto se refiere Watanabe con respecto a la muerte de su amigo cuando se da cuenta de que la muerte no se contrapone a la vida, sino que había estado implícita en su ser desde un principio, “Aquella noche de mayo, cuando la muerte se llevó a Kizuki a sus diecisiete años, se llevó una parte de mí”. 

Para Simmel, cualquier modo de comportamiento representa una evitación de la muerte, como huida consciente o instintiva. Sobre este punto me interesa pensar el lugar que tiene la música en Tokio Blues. Ya vemos desde su título en inglés, Norwegian wood, canción de los Beatles de 1965 del disco Rubber Soul, que la música cumple un rol importante en la novela. El arte posibilita la vida, por eso la música, y determinadas canciones, sensibilizan a los personajes de una forma muy especial. Se necesita del arte para no fenecer frente al mundo, todo lo que hacemos es huida de la muerte, placebos o engaños que alivianan nuestra existencia. A mi entender, por esto se narran múltiples escenas en las que Reiko toca la guitarra, especificando qué canciones y cómo estas hacen sentir a Naoko o Watanabe. Incluso se profundiza en la historia de vida de Reiko casi exclusivamente en torno a su carrera fallida como concertista de piano. Además, es tocando la guitarra en casa de Watanabe que, junto a Reiko, celebran ellos un íntimo funeral para Naoko, con la consigna de que no sea triste. En total toca ella 50 canciones, que las van contando con fósforos quemados, Watanabe prende uno por canción. 

Para Simmel, si la vida fuese eterna, sin una frontera inmanente, habría una amalgama e indiferencia de contenidos. La experimentamos de forma pasajera y azarosa, ya que podría ser de otra manera. Los contenidos adquieren distinto valor porque su portador, su proceso, está sometido a la muerte. Este punto me parece discutible, porque no creo que el valor solamente esté dado gracias a la finitud de los contenidos. No creo que sin un final todos los sucesos serían una mezcolanza indivisible. Pero, subiéndome al planteo de Simmel, no tengo forma de saberlo porque no puedo pensar la vida sin pensar su fin. Nos dirigimos inequívocamente a la muerte y lo sabemos, sin este principio configurador el transcurso vital sería inimaginablemente otro. Lo que no me gustaría es vivir la vida como si no tuviera valor “en sí misma”, como si el valor se lo diera la muerte, como si las vacaciones solo estuvieran buenas porque sabemos que se van a acabar. Pero igual, ¿qué es tener “valor en sí misma”? No creo que nada tenga valor así solo, todo es en relación a algo. Esta es una discusión que todavía no tengo saldada pero igual me parecía que vale la pena plantear. 

Simmel piensa a algunos de los contenidos como “significativos atemporalmente” en contraste con la vida temporal. Pienso al arte dentro de estos contenidos. La vida alcanzaría su propia elevación más pura al dar cabida y vertirse en estos contenidos, puesto que son más que ella misma. Debe haber una escisión (en virtud de la muerte) entre vida y contenidos. Es decir, el desenvolvimiento de la vida llega a un valor y sentido (de por qué está ahí) porque puede separar de ella los contenidos que la alzan conscientemente, “la vida escapa por encima de sí, sin perderse, es más, ganándose auténticamente por vez primera”, nos dice el autor. Para él, esto no podría ser posible sin darle atención a la muerte, que si bien puede abolir el transcurso vital, no puede impugnar la significación de los contenidos.  El autor propone la categoría del Yo para pensar la esencia, el valor, el ritmo, el sentido interno correspondiente a nuestra existencia. Es decir, lo que somos de antemano de forma auténtica pero también que todavía no somos. Plantea también el Yo “uno actu con los contenidos”, que está más allá de la idea de valor y de la realidad dada. Este Yo ya no tiene una conciencia ingenua llena de los contenidos como valor, existencia y exigencia, sino que separa de sí aquello que está más allá de las dinámicas y reales experiencias vivenciales. Entonces aparece otra cara: el Yo como lo Uno. Al tener más experiencia y desligarse de los contenidos particulares del proceso vital anímico (una consciencia ingenua), el Yo como lo Uno es lo que persevera porque desarrolla su propio sentido e idea de forma independiente de ellos. Se concentra más puramente en sí mismo y desarrolla su propio sentido de forma independiente de los contenidos. Como dice Macedonio Fernandez: 

Hay sólo una existencia, no sólo eterna sino necesariamente continua, no sólo yo en ella siempre personal, siempre memorístico interna e individualmente continuo, sino eternamente reconociéndose. Una sensibilidad incesante no comenzada, ni siquiera interrumpida para recomenzar. Es en el análisis o crítica de la impresión de Tiempo que se disuelve la concepción de interrupciones pasajeras de nuestra sensibilidad, cuyas supuestas interrupciones han engendrado la impresión de que la nada es pensable y la impresión (pues no alcanza noción o idea) de la Muerte. 

En esta cita que hace referencia a la existencia personal eternamente reconociéndose, a mi entender, hay una relación con lo planteado por Simmel. Para este, con el avanzar de los años el Yo se profundiza como el puro proceso de lo invariable. Aunque amalgamado con las multiplicidades de los contenidos que se agitan por encima como olas, el Yo se yergue como lo perseverante. El “ser-sí-mismo del alma” que escribe Simmel quiere decir acercarse al Yo, que solamente existe en sí mismo. Es gracias al análisis de la impresión de la Muerte y del Tiempo que disolvemos las interrupciones pasajeras y aparece el proceso de pertenecerse a sí mismo del ser.

Siendo la muerte la única certidumbre, el único momento que tenemos certeza que va a suceder, todo lo que hacemos en la vida es un intento de escapar de ella, instintiva o conscientemente. La vida consumida para acercarnos a la muerte la consumimos también para alejarnos de ella. Hay un doble movimiento, en palabras de Simmel: “Somos como hombres que caminan sobre un barco en la dirección contraria a su marcha: en tanto van hacia el sur, el suelo sobre el que lo hacen es portado con ellos mismos hacia el norte”. En este sentido, podríamos pensar que la muerte es la única verdad y entonces quizás no estar en búsqueda de la verdad tiene que ver con temerle a la muerte. Toda voluntad de verdad es voluntad de muerte, ya que nos expone a algo que quizás no queremos saber. Como por ejemplo, entender el carácter frágil y contingente de nuestra vida. Es por esto que todas nuestras estructuras y operaciones conceptuales son huidas de la muerte. Es importante para este punto entender que vamos naciendo y vamos muriendo, y no pensar estos momentos como puntos de una línea cronológica. Pero, como reflexiona Watanabe, esta es sólo una parte de la verdad que debemos conocer. “El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza” dice, y nos aconseja que lo único que podemos hacer es atravesar el dolor buscando que nos enseñe algo, aunque lo que aprendamos no nos sirva la próxima vez que la tristeza toque nuestra puerta de improviso. 

Y es por esto también el lugar tan central del arte, que alivia nuestra existencia. Por eso la música ocupa un lugar importante en esta novela con la muerte como tema troncal. La esencia de nuestras actividades es tan misteriosa que podríamos tratar de concebirla, como nos propone Simmel, descomponiéndola en huida de la muerte y conquista de la vida. Servirse del arte para no fenecer frente a la vida, para al fin de cuentas recordar que, como dice Watanabe, “Estábamos vivos y teníamos que preocuparnos por seguir viviendo”.