Artificios

Tenedor Libre

¿Cómo se escribe una autobiografía gastronómica? En este ensayo, Carla Chinski encuentra en su relación personal con la comida claves para pensar las dimensiones políticas y estéticas del hambre, la dieta y la saciedad.

Por Carla Chinski
30 de octubre de 2025

Cerdo braseado con salsa barbacoa, ahumado durante ocho horas; pizza de brie y cebollas caramelizadas al horno de barro; boeuf bourgignon; pastel tres leches. La lectura da hambre. La comida, como los libros, trata de la transmisión del deseo a un estómago vacío. No se recomienda manejar después de haber bebido sin moderación, y no se recomienda comprar libros por el impulso que da el entusiasmo después de haber leído un libro bueno. Al leer la breve enumeración entramos en un nivel de comunicación superior; ojalá la buena literatura pudiera ser tan tentadora como la buena comida, pero todavía no logro convencerme a mí misma. La comida, ese acompañante silencioso de toda la vida, siempre le ganó la pelea a las palabras. 

En mi vida las personas siempre se dividieron por las que comen para lograr saciedad y las que comen hasta reventar, y ese es el pasaje de la necesidad a la abundancia. Yo me encuentro en el segundo grupo. Quien se siente al lado mío durante una comida no lo sospecharía: tengo buenos modales, me sirvo porciones razonables. Pero lo que está dentro de mí es el hambre, y no lo digo en el sentido típico de alguien insaciable, sino de quien se sabe saciado y sin embargo busca migajas debajo de la mesa. Tal vez “comer hasta reventar” sea una expresión engañosa, porque el que come hasta reventar, por definición, nunca revienta y tampoco termina de comer. La experiencia transcurre bajo la forma de una gran procesión de alimentos, como los bares que sirven sushi en cintas transportadoras. Se desconoce toda pausa, siempre se está comiendo algo fuera de horario, se está pensando en comida, se está hablando de comida. Las formas y variedades son la carnada del devorador, y todo sigue, sin prisa y sin pausa, un espectáculo de plenitud. 

En los años 2000 todavía era posible para la clase media ir a un tenedor libre. Lo sé porque mi familia era una de esas. El restaurante donde aprendí a comer tenía un cartel con girasoles, aunque no había nada natural ahí. Los platos metálicos calientes estaban llenos de abominaciones maravillosas: pulpos al escabeche, cornalitos rebozados, lengua a la vinagreta, y en la barra de postres nombres de fantasía como “isla flotante” o “carioca”. Sí, es posible aprender a comer, más allá de la papilla caída de los primeros años, el trencito, los pedazos de carne agarrados con la mano torpe; la mesa, más que ser una actividad familiar, es un foro público, y se convierte en la exhibición del crecimiento del niño, como en el corto El desayuno del bebé, de los hermanos Lumiere. Hay una segunda instancia de aprendizaje, donde surge la apreciación de la variedad y la pérdida del miedo a lo exótico. Si este aprendizaje fuera transferible a los lazos sociales, las cosas serían más felices. Pero cuando tenía seis o siete años me conformé con llevarme un mejillón a la boca, con el incentivo de mi padre, sentir esa vida salada que se escurría por la lengua, y aprender a degustar. El tenedor libre era en esa época el equivalente de ir a un parque de diversiones. Tenía todos los elementos para serlo. Pagabas, te daban un ticket, veías cosas raras, te divertías, sentías cómo se aceleraba el corazón sin saber bien por qué, todo tenía el sabor del riesgo, cuando no del peligro. Aprendí a que me gustara lo que comía, a incorporarlo dentro de mí y hacerlo propio, sin por eso dejar de criticar cuando algo no estaba bien y había que “mandarlo de vuelta”. Lo quemado, lo innecesariamente rígido, algo paposo, demasiado crudo o demasiado cocido. Es ir más allá de lo feo y lo rico, porque esa oposición no existe. 

Están los adultos que tragan la comida aunque no les agrade, y los niños que la escupen porque no pueden tolerarla. En toda persona omnívora, devoradora, hay un crítico que puede explicar qué es lo que le llevan a la mesa, por qué lo hacen y cuánto deberían pagar por ello. Y esto fue casi en paralelo con el aprendizaje de la lectura. Los críticos son fruto de ese matrimonio, porque comen (o hablan) con moderación con la lógica del reviente: escriben (mastican) con un fervor moderado. 

Me parece el oficio más curioso que haya quienes se ocupan de crear imágenes estéticas de la comida para la cámara. Todo lo que usan la hace automáticamente incomible: en vez de almíbar se usa resina, el queso rallado es aserrín, las partes de la hamburguesa se pegan con masilla, quizás exagero. Lo importante es engañar a la vista, hay poca diferencia entre una naturaleza muerta pintada y una comida preparada para una publicidad. Prefiero que la comida no sea hermosa, sino más bien lo contrario, una comida fea, desarmada. En el mundo del gourmet, hay algo anacrónico y casi desubicado en la existencia misma de la cantina de barrio. Podemos hacer una diferencia: la comida muerta es la que no se mueve, no tiene olor, la que brilla bajo las luces. La comida viva, en cambio, está dando su último aliento, y es la que me interesa. Se sabe que hay algo sospechoso en lo perfecto, pero en la comida es peor. Todo alimento es perecedero, signifique lo que signifique. Incluso la pasta, la harina, el arroz. Les aparecen gorgojos a los pocos años, esos bichitos insistentes con aspiración de escarabajo. 

Fue Caravaggio, por ejemplo, quien se animó a pintar a Baco con la fruta podrida en su “Baco enfermo”. El único que pudo pintar la vida en la naturaleza muerta, introducir un poco de aire en el cuadro, y no olvidaba probablemente que el vino se hace con fermento, que es el tiempo lo que produce el alcohol de la bebida. Cuando pensamos en una naturaleza muerta, por lo general, se nos ocurre algo de una vitalidad congelada, una exhibición de la quietud: still life (vida quieta). Contrario a los vita brevis o los memento mori, la comida en la pintura aparece siempre en relación con lo natural, cuando nada hay de natural en la composición (véase el ejemplo contemporáneo que mencioné), ya sea por el ángulo de la fruta y cómo se acomoda tan fácil al ojo, o la forma en la que les pega la luz. Y, además, en relación con la abundancia, el canasto—o la copa, o cualquier otro recipiente—es otra forma de la cornucopia, ese arcón de posibilidades para los sentidos. Nos hace despreocuparnos por tener necesidad, cosa que el alimento no perecedero representa (es lo contrario a la economía), que el alimento perecedero sí representa. Sin embargo, podemos encontrar excepciones. 

En Arcimboldo, el memento mori se junta con la naturaleza muerta en el mapa más complejo, el rostro. En este sentido, no era simbolista adelantado, lúdico ni delirante; era un realista férreo con un gusto por la metáfora. Aquí el reemplazo de una parte del cuerpo por una fruta combina el optimismo de la cornucopia y la abundancia con lo necesario de su ubicación precisa para que ese reemplazo tenga sentido. Introduce otra variable: la unidad en la variedad. Querer identificar el rostro a toda costa, hacer el esfuerzo por sobrepasar lo que ya conocemos y saltar a lo que algo representa, ése es el camino de la metáfora, tan viva como la de los alimentos. 

Pero la comida pocas veces representa algo más que a sí misma. Incluso cuando es un plato simbólico—pienso en las festividades—hay algo muy real e ineludible en el hecho de cortar la pata de pavo y comerla con la mano. En el año 2010, Melati Suryodarmo, una discípula de la artista Marina Abramovic, hizo su famosa Butter dance (algo así como “baile de la manteca”). Por más significativo y sí, metafórico que resulte ese baile de la manteca, hay un solo pensamiento que no puedo sacarme de encima: el desperdicio del alimento para hacer esa pieza. Hay algo de táctil, de sensorial y sentimental en la comida que nos hace querer protegerla cuando se trata de un objeto artístico, como si jamás debiera ser estudiada ni sacada de contexto, menos aun, ser pisoteada frente a un público. Pero esa reacción defensiva dice, como suele pasar, mucho más que el baile en sí mismo. Ignoro el desperdicio, la basura, que se forma a mi alrededor todos los días. La basura no es comida, es basura. Con esto no intento hacer una apología del reciclaje, el ahorro ni nada por el estilo. Ni tampoco denunciar desigualdades. Me refiero a cómo la comida cambia de estatuto por un acto mágico: el de no ser útil para mí. La inutilidad de la comida hace que desaparezca. Pero ¿cuál es la utilidad de la comida en el acto de Melati que hace que (re)aparezca con tanta fuerza hasta lograr la indignación? Quizás, una memoria colectiva de los tiempos en los que la manteca era un bien de lujo que se negociaba en el mercado negro. Su hermana más modesta, la margarina, vale mucho menos. 

La comida siempre se balanceó en un equilibrio tan precario como el de Melati (dudo que haya pensado en esto durante el baile al ritmo de la música tradicional de indonesia): la sacralidad de la abundancia y la prohibición en lo sagrado. La sacralidad aparece bajo la forma del edicto, la prohibición de consumir ciertos animales, mientras que la abundancia aparece como la rendición del culto a los sentidos. Por un lado, esa abundancia que no puede tocarse porque es un regalo de Dios (la frase de la madre a su hijo, “no se tira la comida”, el dar las gracias en la mesa); por el otro, la prudencia en el consumo de abominaciones como ciertos tipos de mariscos y peces, aves que parecen exóticas pero que, en tiempos bíblicos, se supone, eran de consumo común. El hecho de que no sepamos dónde ubicarnos es parte de lo mismo que hace confundirnos ante el baile de Melati y está presente desde los cánones de nuestra cultura occidental. 

Otro de los hábitos que tenía era el de tirar comida al piso cuando no me gustaba, dar vuelta el plato para que mis padres se enojaran. Con el tiempo, me convertí en una crítica amargada y quisquillosa: comía solo lo que estaba bien hecho. Por esos tiempos vivía gran parte de la infancia en la cocina, con la señora que cuidaba de mi hermana y de mí, quien me enseñó casi todo lo que sé sobre la cocina. A los ocho años ya sabía hacer panes y pasta casera, a cortar una cebolla en brunoise sin llorar y hacer un huevo pochado en una bolsita. En esos momentos, la elaboración de la comida se convertía en un trabajo manual y cansador. Quien haya amasado en varias tandas cualquier cosa sin un rodillo puede comprobarlo. O quien haya batido una crema a mano a punto chantilly. El cuerpo está metido en la cocina, como la cocina está metida en el cuerpo. Se baile o no sobre un pan de manteca. Hay un tiempo del día especial para hacerlo (si tenemos suerte, habilidad o dinero para pagar por algo hecho ese tiempo se reduce o anula). Es, también, el único lugar donde históricamente una mujer pudo blandir un cuchillo filoso sin ser condenada. 

No por nada la cocina doméstica estuvo relegada al mundo de lo femenino y a la vida de las mujeres. Es posible que incluso las tareas domésticas tuviesen ese erotismo subyacente, esa entrega del plato al marido como ofrenda del cuerpo propio. A través de la delegación cuidadosa de los ingredientes y el paso por paso se hace a la economía familiar, y no la economía de los cheques y los bonos. El mundo Michelin, en cambio, la esfera pública de la cocina, suele ser de los hombres, incluso hoy. Fijándonos en el sitio web oficial de la guía, solo en la ciudad de Nueva York todos los chefs que trabajan en restaurantes con tres estrellas Michelin son hombres. En Argentina, se me ocurre Tegui, de Germán Martitegui. Lo gourmet tiene cara masculina, y probablemente sea nuestra propia forma de naturaleza muerta actual, pintada por esos hombres, con tal disposición cuidadosa en un plato blanco limpiado, ese salseo profesional en forma geométrica, la porción minúscula. Una comida vistosa. Habrá que ver cuándo fue la invención del deleite, esa apreciación crítica que—de nuevo—es para unos pocos, opuesto a lo hogareño y lo privado. La comida, uno de los pocos actos públicos donde activamente involucramos una parte del cuerpo considerada “baja”, como la boca. Ya intentamos distanciarnos de esta bajeza con los cubiertos, las servilletas y los platos. Ahora la mitología, esa que Lévi-Strauss investigaba en Lo crudo y lo cocido, se da vuelta: la comida aparece en todo su esplendor, para todos, todo el tiempo, incluso cuando vemos su reverso. El sushi, por ejemplo, es una de las tareas culinarias más difíciles en las cuales puede meterse una mujer, por todos los obstáculos que se le presentan en un mundo masculino. Sin embargo, existen los servicios de sushi women, que ofrecen comer sushi arriba del cuerpo desnudo de una mujer. 

A nadie le parece extraño que en uno de los diálogos más famosos de Platón, de los más grandes narradores, El banquete, no se mencione la comida más que una vez, para decir que “se encontraban ya por la mitad de la comida”. Dado el título, uno esperaría un mínimo de descripción del entorno o detalle respecto de lo que se estaba comiendo. Pero si recordamos los preceptos de la cultura griega sabemos que la descripción hubiera sido un exceso, en más de un sentido. Si tenemos en cuenta la precariedad, esta oscilación de la comida entre el mundo de sagrado y profano, el de la falta, estamos recordando también a Eros, nacido de Poros (la abundancia) y Penia (la pobreza). Cuenta Diótima: “Por una parte, es siempre pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado, sin calzado, sin domicilio, sin más lecho que la tierra, sin tener con qué cubrirse… Pero, por otra parte, según el natural de su padre, siempre está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil”. ¿Hay un erotismo subyacente en toda comida? ¿Tenemos la necesidad de purificarla con el rezo y la prohibición? No puedo dejar de repetir que uno de los textos fundantes de nuestra cultura tuvo lugar durante una comida (no hace falta hablar de La última cena: allí, la comida no le importa a nadie). Puede ser que en El banquete no se coma. Eros está en todas partes, incluso en los platos y las bocas. 

Siguiendo por Oriente, pienso en los videos de “mukbang”, que en corea significa “show de comer” y lo que acá llamaríamos “comilona”. En ellos, una persona, generalmente joven, hace videos en vivo comiendo platos gigantes y a ritmo atragantado. Cuanto más abundante sea el plato, mejor. Y cuanto más manche la comida, mejor; tiene que ser visible, no disimulable. Los videos tienen varios millones de visitas. Incluso están grabados los sonidos que hace la estrella al masticar o deglutir, hasta eructar. En un movimiento constante, casi inhumano, llega la calma del consumo, la relajación del barril sin fondo. Como excepción, unas alas de pollo brillantes (o, por lo general, comida asiática) son tragadas enteras por una persona de poca estatura. La boca se abre grande y las cosas desaparecen mágicamente después de meterse dentro de la caja negra. Tenemos la sensación de que las cosas nunca se van a terminar y otra vez el artificio de la naturaleza muerta aparece ante nuestros ojos para ser celebrado. 

Parece que están lejos los tiempos—ahora sí, el peor tipo de nostalgia, la nostalgia política—de las huelgas de hambre. La película Hunger, dirigida por Steve McQueen con Michael Fassbinder, nos muestra lo que la falta de comida puede hacerle a un hombre. La huelga de hambre irlandesa de 1981 tuvo diez muertos, todos hombres de menos de treinta años. Pienso en el hambre como significante político, donde no obtener lo que uno pide es igual a no obtener nada, un último acto de voluntad, quizás el más difícil de entender, que es el de negarse el sustento por medio de la comida. Cómo lo acerca a lo inhumano. Un cuerpo que se arregla con lo mínimo, que carece de comida, deja de ser un cuerpo. No comer se presenta como una amenaza y es estar fuera de la sociedad. El hambre, como una sensación exclusiva y desconocida por la que la clase media jamás tienen que pasar. Parecería ser que es esa relación con la comida, el sentimiento desconocido por la mayoría acomodada, lo que desclasa, y no el hecho de dejar de comer en sí mismo. 

Pero también pienso en tantos otros tratamientos de la comida por parte del cine, en el lado opuesto del espectro. Películas como La fiesta de Babette, Ratatouille y sobre todo Pom Poko. En el momento más famoso de Pom Poko, y la que quizás sea la escena erótica más controversial y maravillosa, un hombre y una mujer se pasan una yema de huevo entre sus bocas, sin romperla. En otra, una chica (probablemente menor de edad) le acerca una ostra viva a un hombre de traje. El hombre huele la ostra, se acerca con timidez, luego se lleva la mano de la chica a la boca y chupa. Allí, la comida aparece en todos los casos para revelar lo oculto. Lejos de la intriga principal (la película es un policial), en una situación cotidiana surge una coreografía aberrante y delicada. En Ratatouille, se ocultaba que la comida la estaba haciendo un ratón (una actividad humana hecha por un no-humano, la mayor abominación posible, la ruptura de lo sagrado que es la relación con la cocina). Aquí la coreografía ocurría cuando Remy, la rata, tomaba del pelo a su compañero humano y le hacía mover los brazos. Como poseído, el pobre hombre estaba a merced de la voluntad de un animal. Debajo del sombrero, como un pequeño genio, el ratón jugaba a tener algo de poder. Este animal-humano que se conforma nos recuerda que la comida, por más gourmet que sea, siempre está cerca de la animalidad. Quién sabe qué operaciones sucias se pueden tener escondidas bajo el gorro de chef. 

La fiesta de Babette, por otro lado, también oculta la identidad de la cocinera. Después del banquete, Babette, escapada de la guerra y con toda su familia asesinada, se revela como la chef de un importante restaurante de París. El truco fue el descubrimiento de lo que en inglés se llama signature dish (“plato firma”, literalmente) por parte de uno de los comensales más distinguidos que no venía del pueblo. La prohibición de hablar de la comida o elogiarla había sido discutida en la comunidad de cristianos de ese pequeño pueblo noruego. Pese a eso, la comida pudo más. Una vez habilitado el elogio, la gente no podía callarse y no podía dejar de tomar. La familiarización, más que la novedad, se vuelve un valor: ese plato que nos recuerda a nuestra infancia, o a un viaje agradable, es más valioso que esos platos que demuestran principios de la química. Entonces, el canal en común para lograr ese acceso, para lograr un reconocimiento (sea de un plato de comida, de reconocerlo, o de reconocimiento por ese plato de comida en el sentido celebratorio) es la memoria, sobre todo una memoria sensorial que es poco ejercitada, siendo la vista la más privilegiada. Como en la lectura, el texto que se está leyendo es siempre el mismo, buscamos en él ese reconocimiento, aunque el texto atente contra la lógica de la identificación. 

En mi adolescencia fui entrando en el mundo de las dietas. Allí, el dejar de comer tenía un solo sentido: ser diferente. Bajo el pretexto del cuidado del cuerpo, se evitaba la comida, pero este evitarlo de mi parte estaba lleno de aversión y miedo. Buscaba fórmulas y equilibrios, el resultado se medía en avances y retrocesos como la curva oscilante de una enfermedad. Tener hambre por voluntad propia para la clase media es una cosa. El cuerpo de la mujer, como el mío, estaba sometido a esta voluntad artificial. La primera vez que aprendí a odiar la comida aprendí a pensarla, es decir, a que se me pasara mil veces por la cabeza un bocado antes de probarlo. Se le dice “picotear” a ese hambre chiquito y medido, pero incluso los pájaros, como en el diálogo de Sócrates, tienen el impulso de volar hacia la comida y no hacen distinciones. El rumiar no ocurría fisiológicamente, pero sí mentalmente: ¿comer o no comer? Cuando se habla de “devorar” un libro, pienso en la incorporación erótica del texto dentro del cuerpo. Como una yema de huevo pasada entre dos bocas, o la sopa de tortuga más exclusiva, o el ratatouille más tierno. Somos como esos pájaros en el cuadro del diálogo de Sócrates que, engañados por las uvas pintadas, van hacia ellas. Porque se supone que la comida no engaña, que siempre es verdadera, nos es verdadera. Tocamos algo con las manos, aprendemos a trabajarlo y no a que eso trabaje por nosotros. Quizás no sea el cielo, pero es bastante parecido.