Urbe

Pueblos de Malvinas

En esta segunda parte de la crónica de su viaje, casi sin señal y sin GPS, Martín Bericat se adentra a explorar el interior de las islas y sus pueblos. Con un Google Maps impreciso, va conociendo distintas estancias y algunos de sus habitantes mientras logra enderezar su ruta.

Por Martín Bericat
23 de julio de 2024

I

Un problema: las excursiones en Malvinas son impagables para el bolsillo argentino. Entonces se barajan opciones: caminatas interminables, resignar destinos, tomar el riesgo de hacer dedo en la ruta. Aparece un contacto: un bangladeshi alquila una 4×4 a precio razonable y sin hacer preguntas.

Entonces, el plan: tres días para recorrer todos los pueblos de la Isla Soledad.

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Un detalle: en Malvinas no hay señal de celular ni internet por datos. El GPS debería funcionar, pero pierde precisión cuando uno se adentra en la isla y puede estar media hora sin indicar la posición. Tampoco son fiables sus tiempos estimados de viaje, porque no consideran el estado de las rutas, la lluvia, las obras ni los montones de ovejas sueltas.

Dibujo en mi cuaderno un mapa a mano alzada con las rutas, distancias y tiempos estimados. Todos los caminos son de tierra, con la sola excepción de algunos tramos asfaltados entre la ciudad y la base militar. 

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Salgo de la ciudad aprendiendo a manejar por el lado izquierdo en una Toyota Hilux blanca cubierta de tierra. Todo hace ruido mecánico: las puertas, el motor, la caja. El tablero marca que tiene casi doscientos mil kilómetros. 

Avanzo por la ruta recordando varias veces hacia qué lado hay que encarar las rotondas. Me dirijo al norte: a Puerto Soledad, que ellos llaman Port Louis.

La ruta es de las más lindas de la isla. Sinuosa, vacía, los paisajes se parecen más a fotos de Islandia o Noruega que a la meseta patagónica. De un lado, el mar con pequeñas islitas verdes llenas de gansos y gaviotas. Del otro, ríos de piedra contra las montañas, que justo hoy están llenas de niebla y le dan un efecto místico al fondo. 

Hay subidas y bajadas; curvas y contracurvas. La camioneta reacciona bien. Hay que estar atento a las ovejas que se cruzan. 

Cuando uno se cruza con otro vehículo, se tiene la cortesía de saludar con la mano. Un gesto chiquito, formal. En el norte de la isla lo hacen con sólo tres dedos. 

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Port Louis es el primer asentamiento humano en las islas. Originalmente colonia francesa, su existencia misma es la piedra basal del reclamo soberano argentino. Hoy no llega a ser ni un pueblo; es todo propiedad privada de un único individuo. Apenas una casa y algunos edificios auxiliares. 

A diferencia de Port Egmont, primer asentamiento británico, Port Louis no tiene ninguna placa conmemorativa, ni es un destino turístico solicitado.

La camioneta rebota contra el piso hasta que llego a la tranquera. En ella, un mensaje: 

Propiedad privada. Sólo se permite el ingreso con previo arreglo.

Al lado, un mástil con la bandera británica flameando. Llego a sacar unas fotos desde lejos a los pocos edificios que quedan. Pienso en seguir camino al norte, hacia el último pueblo, a ver si consigo el contacto del dueño.

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Johnson’s Harbour es el último destino al que puedo llegar por esta ruta. Para continuar hasta Volunteer Point es necesario un vehículo adaptado a la turba y un guía experimentado.

El pueblo es un puñado de casas sueltas, distantes entre sí. Ni bien llego, veo a un paisano trabajando con un cuatriciclo. Acerco la camioneta y bajo la ventana para saludar. Me pregunta si voy a Volunteer point a ver los pingüinos. 

Le consulto por el número de teléfono del propietario de Port Louis.

— Yo no lo tengo, pero si vas hasta esa casa de allá – dice y señala con el dedo uno de los techos rojos más lejanos — ellos son los únicos con libreta telefónica. Seguro lo tienen anotado. Consultales.

Avanzo hasta el lugar. Corre una brisa liviana sobre el pasto. Se escuchan las olitas de agua fría unos pocos metros hacia abajo. Nadie a la vista. 

Las ventanas y puerta principal de la casa están abiertas. Al acercarme un poco, veo que en el jardín delantero hay una nena jugando en silencio. La saludo.

— ¿Hay alguien con quien pueda hablar por acá? ¿Quizás tu mamá o papá? 

— Sisi, mi papá está en el granero.

Me toma un segundo entender que dijo “granero” (barn). La niña habla un inglés campesino, muy cerrado. Miro alrededor sólo para darme cuenta de que tampoco sé cómo luce un granero.

Perdón… ¿Podrías indicarme en qué dirección está?

La niña señala un edificio pequeño, de chapas oxidadas, a unos veinte metros. Camino hasta ahí y recorro las inmediaciones. La puerta, cerrada con candado. Por las ventanas se ven las luces apagadas. No hay nadie, ni adentro ni afuera. Miro unas aves blancas que flotan en el agua fría de la caleta.

Cuando vuelvo a la casa, la niña ya no está. La puerta está cerrada y todas las cortinas corridas. Dejo atrás el pueblo y, por el espejo retrovisor, veo un grupo de paisanos que me miran a la distancia. 

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Hay algo que pasa seguido: al ingresar a Google Maps y clickear en lugares recónditos de Malvinas, las fotos no coinciden con el lugar. El buscador muestra montañas en pueblos que están en la llanura; praderas en parajes secos y árboles en una isla totalmente desarbolada. 

Quien busque en el mapa imágenes de Green Patch (Malvinas), encontrará una foto de Suiza y otra hecha con IA.

También hay en algunos libros fotos que no coinciden. Como si supieran desde el principio que es un error inchequeable, que nadie nunca va a visitar esos lugares y corroborar, con paciencia, las fotos. 

II

— ¿Y? ¿Qué tal Fitz Roy?

¿Ubicás la familia Ingals?

Sí.

Bueno, así. 

Fitz Roy es una de las granjas más grandes de todas las islas.  Domina más de veinte mil cabezas de ganado y, como ingreso complementario, realiza tours para contingentes de turistas. En ellos Gilberto Castro (chileno, pero naturalizado por vivir aquí desde 1998) y su mujer, Suzi Clarke, les muestran el modo de vida tradicional, el esquilado de ovejas y sirven cordero hecho en una especie de spiedo a las brasas.

La granja es estatal y abastece de carne ovina a la Falkland Islands Meat Company. Nada de esto podría subsistir sin el financiamiento britanico. 

Además de uno de los lugares más prósperos de la isla, es a donde más traen a contingentes de argentinos para almuerzos campestres y tours por la estancia.

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Es todo verde oscuro hasta que de la nada aparecen cruces blancas. Trato de sacar fotos; los dedos me duelen por el frío.

Me quedo un rato, no sé cuánto. 

Antes de volver a la camioneta, miro alrededor. 

Nadie.

Si es que puede llamarse “nadie” a doscientos treinta y siete argentinos. 

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El ingreso a Darwin es difícil, apenas un caminito de barro por el que sólo pasa un vehículo de ancho. Al final, una bajada abrupta llena de piedras y raíces. 

Vale la pena. “Es sólo una estancia más”, me habían dicho en la ciudad, pero creo que le bajaban el precio. Hay un corral de piedra circular, muy antiguo. Todo el lugar pertenece a una única familia que ofrece servicio de desayuno y, a veces, reciben turistas a pernoctar. 

Los encargados, Anton y Dolly, dicen que viven más del turismo que de las ovejas. Se respira una tranquilidad que no encontré en Goose Green, apenas un kilómetro después. Empiezo a entender que hay una diferencia fundamental entre los asentamientos que viven del turismo y los que no.

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Goose Green me expulsa rápido. 

Tiene sentido: es uno de los lugares más belicistas de todas las islas. Recuerdan con odio y trauma la experiencia de 1982. 

Nada en el pueblo escapa a la guerra. El único museo que hay es una habitación pequeña que muestra parafernalia bélica del Reino Unido. No hay encargado: para entrar hay que poner un código en la puerta. 

Pruebo varias veces el código que indica el cartel, pero la puerta no se abre. Salgo a recorrer el pueblo y le consulto a una señora que corta el pasto en su jardín si no sabe, por casualidad, la nueva clave. 

— Mirá — me dice — si querés ver museos, mejor andá a Stanley. 

Dejo el pueblo a mis espaldas con la sensación de no haberme perdido demasiado.

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Un dato: Estados Unidos es el lugar del mundo con más armas civiles per cápita. El segundo lugar es Malvinas, con alrededor de dos mil armas para menos de tres mil civiles. 

Eso quiere decir que dos de cada tres personas que conozco están armadas. En un lugar aislado, sin criminalidad, sin hurtos, sin riesgos. Sin animales salvajes ni predadores en potencia, pero con el fantasma de un enemigo conjetural acechando detrás de cada vuelo que aterriza en las islas

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Almuerzo al costado de la ruta, cerca de Mount Pleasant. Lo más cerca que me animo a estar sin meterme en problemas con los militares. De lejos, la base es un conjunto de barracas verde oscuro con algunos árboles y edificios grandes. Dicen que los locales la llaman estrella de la muerte, por lo confuso de su diseño interior. Un nombre llamativo.

Llevo dos días manejando más de diez horas al hilo. Me pregunto, por un momento, si el Reino Unido mantiene la base para proteger a la población civil, o si mantiene la población civil para justificar la existencia de base.

III

La ruta es larga, eterna. A veces tengo energía y pongo música fuerte. Otras veces me agarra sueño y temo cometer un error, un desliz mínimo que haga derrapar las cubiertas contra este piso traicionero y meterme en un problema más grande del que puedo resolver. 

Tuve un problema en Rio Gallegos. La app de música se actualizó y perdí las canciones que tenía descargadas. Quedaron apenas un puñado: Stick Season, de Noah Kahan, Amor Salvaje, del Chaqueño Palavecino y Hegemónica, de Dillom, que reproduzco al máximo cuando paso cerca de Mount Pleasant.

Un par de veces paré a dormir un rato, quince o veinte minutos. Intenté también sintonizar la radio, pero no hay ninguna señal por fuera de los poblados principales. Las canciones se repiten, el paisaje también. 

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Salí de la ciudad hasta Estancia, y de ahí la ruta del norte. Estuve en Teal Inlet, Douglas y Salvador. Hablé con algunos campesinos, la mayoría amigables. Me asusté con algunos patos salvajes (o lo que sea que fueran esas aves gordas y blancas que flotaban en un charco) y saqué fotos de lugares aislados. Merodeando la bahía encontré los restos de un helicóptero oxidado. No sé si fue argentino o británico.

La parte difícil: me advirtieron que el camino a San Carlos es complejo, que la ruta atraviesa las montañas y no está en buen estado. Que tenga cuidado, me dijo la encargada del hotel, que casi todos los accidentes de la isla suceden ahí. 

Cuando dicen “San Carlos” se refieren, en realidad, a dos asentamientos: Puerto San Carlos (al norte de la bahía) y San Carlos (al sur de la bahía). Mi intención es conocer ambos, pero dicen que lo más interesante está en el del sur.

La camioneta sube casi a cuarenta y cinco grados trepando por el ripio suelto. Agradezco la altura y la tracción cuádruple cada vez que algún pedazo de terreno cede y una rueda termina girando en el aire. 

Estoy tranquilo: confío en el vehículo. Le agarré cariño a esta chata a diesel que hace ruido por todos lados, sin levantavidrios automáticos, ni pantallas ni chiches eléctricos.

Una hora después, veo algunas casas y muchos graneros. Veo máquinas de cosecha (me pregunto dónde estarán los cultivos, porque por acá no vi ninguno) y algunos perros sueltos. 

Pido permiso para entrar a uno de los jardines y el dueño me lo concede. Charlamos un poco. Le pregunto por la pesca, por qué se puede hacer y por el estado de las rutas. Conversa un poco, pero después me indica que siga mi camino, que tiene que seguir trabajando. 

— Lo más lindo está en San Carlos —  dice — tenés que visitar el cementerio. La vista es impresionante. 

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Más adelante, la ruta se complica. Hay bajadas interminables de pendiente muy pronunciada y ripio muy suelto. Por primera vez desde que llegué a las islas, la situación me preocupa un poco. Pierdo el control de la camioneta varias veces; la dejo caer, resbalar, seguir su curso. Siento en el cuerpo la caja de la camioneta resbalando en diagonal hacia las ruedas delanteras. Compenso con movimientos leves.

Agradezco al cielo haber llegado al otro San Carlos. Soy el único visitante en este día soleado. 

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Calma. Un pastito se mueve con el viento. Se escucha el ir y venir del agua fría contra la playa de piedras. La tierra es verde, el mar es azul. Atrás hay montañas llenas de caballos sueltos. 

Pienso en los turistas extranjeros que quizás no saben que en esta misma playa sesenta argentinos enfrentaron a seis mil británicos. Quizás solo vienen, miran el paisaje, dejan una flor en este cementerio prolijo, cuidado, donde sólo hay diecisiete placas porque el resto de los cuerpos fueron trasladados a Reino Unido. Adelante de las placas, dentro del corral de piedra, un arreglo floral con el logo de una ONG británica indica “¡Sacá una foto y etiquetanos!”. 

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— Hmm, no. No tenemos ningún tour que vaya hasta allá. Tendrías que alquilar un vehículo, o preguntar si alguien tiene planeado ir y puede llevarte. —Me dice la muchacha que atiende el local de información turística en Stanley. 

North Arm es el último pueblito de la isla, el más alejado de la capital y del resto de los asentamientos. Contrario a lo que su nombre indica, está en el cabo más austral, y para llegar hay que manejar varias horas por un camino de tierra que está siempre vacío. Como destino, no aparece en ninguno de los muchos folletos que te dan cuando recién llegás a la isla. Sólo aparece en uno, un poco más viejo, que tuve que pedir específicamente.

— ¿North Arm? No, no conocemos a nadie que lleve turistas a ahí. ¿Para qué querés ir hasta allá? —  Me dicen en una de las principales agencias de turismo aventura. 

Isla Soledad está divida en dos: la mitad norte, con sus paisajes verdes y montañosos, sus ríos y caletas llenas de fauna, es la más poblada y por lejos la parte más visitada de todo el archipiélago. Allí están la ciudad, la base militar, el aeropuerto, y no menos de quince asentamientos. 

El sur, en cambio, es distinto. En inglés le dicen Lafonia (por un estanciero inglés, Samuel Lafone, que compró tierras a mediados del siglo XIX). Es un paisaje áspero, llano, amarillo. Si el norte recuerda a fiordos, montañas y pingüinos, el sur es un pedazo de meseta patagónica en el medio del atlántico. Todo comunica austeridad: el piso seco, la costa salada y el viento que se lleva lo poco que crece. Cada tanto, ovejas, y algún puesto perdido de una estancia lejana. Poca gente. Muy poca gente.

— ¿Hasta North Arm te fuiste? Pero la ruta es larga… ¿Quién te dijo que fueras hasta allá? —  Me comentan en el hotel.

Hasta allá. All the way there. La frase más repetida por las agencias de viajes, la casita de turismo, y los locales a los que les pregunté cómo llegar. “¿Para qué querés ir hasta allá?”. 

Según el último censo, en North Arm hay veinticinco habitantes, setenta y cinco mil ovejas, un museo y un único almacén que abre tres horas por semana. Es eso lo que pretendo ver. 

— ¿Manejaste hasta North Arm? Acá en Stanley le decimos “Etiopía”: todo seco y lleno de ovejas. —  Menciona, en un bar, un kelper que conocí vía otros argentinos que viajan por Malvinas.

Cuatro horas más tarde, la ruta dobla y aparece el pueblo a la distancia. Me detengo a abrir la tranquera y veo la silueta de algunas casas a la distancia. Avanzo con la camioneta; nadie me saluda. Rodeo un corral. Ni bien me acerco, las ovejas giran para mirarme, todas a la vez. Tres mil pares de ojos ovinos me juzgan. Un único perro las mueve de un lado para el otro con precisión magnética. 

Estaciono al lado del almacén. Toco la puerta; está cerrada. Un grupo de ovejas sueltas mastica pasto y me sigue con los ojos. 

Encuentro el museo: una casita pequeña de una sola habitación. No hay nadie adentro; como en la mayor parte de los locales en los asentamientos, uno va y se sirve solo; entra y se guía solo. Muy rara vez alguien atiende los comercios, mucho menos los museos. 

Adentro, la habitación es una muestra del modo de vida tradicional. No hay luz eléctrica; el sol entra por dos ventanas pequeñas. Hay arados, camisas, mapas y radios viejas. Vinilos de Los Beatles, BHS de Jurassic Park y herramientas que antes se usaban para trabajar la tierra. 

Es el único museo en toda la isla que no menciona la guerra. No hay estatuas, ni placas ni memoriales. Sólo el recuerdo del modo de vida tradicional, las estancias antes del desembarco definitivo de la cultura inglesa. Hasta hace no mucho, North Arm era tan lejano que el correo llegaba dos veces por año y, para traer noticias frescas, los lugareños tenían que cabalgar más de cinco horas hasta el norte de la isla.

Hoy ya no es así. No tienen internet, pero sí teléfono de línea. La industria ovejera deja sus frutos, y hay incluso una cabaña donde algunas veces por año reciben turistas que pasan la noche.  

Antes de irme reviso algunos documentos. Leo una entrevista a John Fowler, intendente de educación de las islas, en la que dice: antes éramos sobre todo agrícolas, más que nada campesinos. Teníamos una forma de vida que era mucho más parecida a la gente de la Patagonia o del sur de Chile que a la de la gente de Londres. Pienso que parte de este proceso tiene que ser una ruptura más sustancial de nuestras ataduras con Gran Bretaña. No creo que podamos seguir lloriqueando “somos británicos, somos británicos”, y al mismo tiempo no querer pagar los impuestos en Gran Bretaña.

Miro las casas; los granjeros. La guerra llevó al modo de vida tradicional al borde de la extinción; la isla insiste en convertirse en un museo de sí misma para el ojo ajeno de los cruceros antárticos. Pero acá, en los lugares más escondidos, no siempre quedan claros los costos de ese proceso. 

Dejo North Arm a mis espaldas, con la bandera británica flameando sobre la tranquera. No puedo corroborarlo, porque mantengo la atención en la ruta que está adelante, pero estoy seguro que todas las ovejas me miran mientras abandono el último pueblo. 

Martín Bericat

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@martin.bericat