Literatura

Para morir en paz

Cuando una escritora muere, ¿Qué es lo que realmente sucede al rededor de sus obras? Esta nota pone la lupa en escritoras como Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik para analizar cómo su canonización reduce su trabajo al dolor, en vez de encontrar su lugar como creadoras del lenguaje.

Por Paloma Rojo
11 de marzo de 2025

porque tú sabes que en realidad

lo que a mí me interesa

es no sólo que escriban

sino que sean feministas

y si es posible alcohólicas

y si es posible anoréxicas

y si es posible violadas

y si es posible lesbianas

y si es posible muy muy desdichadas.

“Antología”, Susana Thénon

 

Una joven Cristina Peri Rossi revisaba la biblioteca de su tío cuando este le hizo notar la falta de autoras en su propia colección, sólo tres entre mil. El motivo fue también una advertencia: “Las mujeres no escriben. Y cuando escriben, se suicidan”. El tío de Peri Rossi la introducía así en un difundido prejuicio sobre las mujeres en el arte, que se impregna y extiende como un mito urbano entre aspirantes a futuras escritoras. Rápidamente, cinco ejemplos aparecen. Sylvia Plath se mató con gas en el departamento en el que dormían sus hijos. Alfonsina Storni y Virgina Woolf se ahogaron. Anne Sexton inhaló monóxido de carbono en su garage. Pizarnik tomó barbitúricos. Algo que casi parece fácil, todo el mundo tiene pastillas en la casa. En la práctica, por supuesto, matarse no es tan sencillo. El cuerpo se resiste a morir. Pero poco importa, el resultado es el mismo, y una vez muertas no hace falta investigarlas. No hace falta leerlas. 

Son más atractivas que sus congéneres, estas mujeres depresivas y maníacas. Hay un morbo detrás de ellas, no de su escritura, sino de sus personajes míticos que a lo largo de los años la academia y el canon literario se empecinaron en explotar. Cuando una escritora se mata, su obra se lee más. No por homenaje o por talento, sino porque se inicia una investigación desesperada por encontrar pistas que confirmen la inminencia de esa muerte, de ese malestar. Hay una necesidad de leer en sus escritos lo que post mortem se toma como una advertencia a la que no se le hizo caso. Esta búsqueda no surge de un lugar de cuidado, de implementar mejores y más atentas prácticas a futuro, no nace del respeto por el material ni por su autora. Nace del odio y el placer. Cuando una escritora se mata, se vuelve más interesante. Así que se la volverá a matar siempre que sea posible, adjudicándole nuevos (y sin embargo, siempre los mismos) sentidos a sus textos, forzando significados manchados de trastornos hasta que se logra el cometido final: achatar su trabajo literario y dejar en su lugar una figura unidimensional de mujer torturada que sólo podía escribir acerca de un tema: su dolor. Deja de ser una trabajadora del lenguaje. ¿Qué fuerza lleva a la crítica y a muchos de los lectores que gravitan en torno a estas artistas a enfocarse en su muerte y psicopatías sin realizar un análisis de sus obras?

En su artículo “Por qué no han habido grandes mujeres artistas” (1971), Linda Nochlin toma un paso atrás y ofrece una hipótesis sobre cómo, en gran medida, se percibe erróneamente la creación artística: como la expresión personal directa de la experiencia emocional individual, una traslación unívoca de lo propio al lenguaje artístico sin mediaciones. Esta definición sirve como puntapié para comenzar a entender bajo qué tratamiento se lee a escritoras como las mencionadas. Prueba de esto es uno de los poemas más conocidos de Sylvia Plath, “Lady Lázaro” (1965), sin duda uno de los más citados cuando se busca analizar la totalidad y complejidad de su obra desde la óptica suicida: He vuelto a hacerlo./Cada diez años/lo consigo——(…)/Tengo apenas treinta./Y como el gato puedo morir nueve veces/Esta es la Número Tres./Cuánta basura/Para aniquilar cada década.(…)/Morir/es un arte, como todo./Yo lo hago excepcionalmente bien./Tan bien que es una barbaridad./Tan bien que parece real./Se diría, supongo, que tengo el don.

Una primera interpretación del poema, ampliamente difundida, suele leer en “Lady Lázaro” únicamente una advertencia de la inminente muerte, tal como se hizo con la novela de Plath, La campana de cristal. Sin embargo, Al Álvarez, conocido cercano de la autora, propone lo opuesto, una clara pulsión de vida que la impulsó a escribir sobre el suicidio con tanta libertad precisamente porque lo había dejado atrás y ya no pensaba en cometer el acto. No lee en los versos histeria, dramatismo o un ruego, sino una visión de la muerte como un reto físico superado, “un rito de iniciación que la calificaba para ser dueña de su vida” (1971). En los análisis de la obra de Plath también se deja afuera, por desconocimiento, construcción de épica o mala intención, el tono humorístico y la ironía presente en sus escritos. El poema citado es un ejemplo de eso, pero también lo son sus diarios, donde a lo largo de un período de 12 años la autora describe emociones y vivencias que van del dolor a la más definitiva dicha, y no es esto una contradicción sino la experiencia humana de cualquier vida. Es seguro decir que cualquiera puede entender que no hay sentimiento ni estado permanente, no hay extremos anímicos que mantengan una polarización absoluta. Entonces, ¿por qué solo se lee a estas escritoras en clave de su malestar?

 Una operación similar sucede con Alejandra Pizarnik, hoy una de las figuras más míticas de las letras argentinas, en gran medida y lamentablemente, por la fetichización en torno a su muerte. Su amplia difusión entre los más variados círculos de lectores, críticos y plataformas sociales ha logrado construir un ícono de poeta trágica portadora de un dolor magnético que es trasladado directamente a su obra. Pizarnik fue una escritora que trabajó en profundidad y a conciencia los límites de un lenguaje extrañado donde el referente es elusivo y escapa a su significante. Lo indecible se presenta constantemente en sus textos como algo que sólo puede explicarse a través de un uso torcido de la lengua poética. Pese a esto, Alejandro Fontenla subraya únicamente el carácter delirante de su discurso, cuyos “límites formales son precisamente los vaivenes del delirio, y donde lo inconexo y disonante accederá al texto cuando la desesperación así lo dicte” (1987).}

En su artículo “Alejandra Pizarnik: textos de locura y suicidio” (2009), Carlos D.Pérez expone la hipótesis de Frank Graziano, quien por su parte define la escritura de Pizarnik como “obra suicida” de carácter ritualista, que “ofrece cierta medida de protección y aislamiento contra la muerte a la que nombra”; una “macabra procesión de la poeta hacia su fin preconcebido e inevitable”. Pero si esta fuese la única lectura posible y según los argumentos de la propia teoría de Graziano, ¿no se expondría entonces en ese procedimiento una pulsión de vida intrínseca? Si la experiencia mortuoria traumática estuviese tan claramente expuesta y cristalizada como dice, ¿no habría ahí una superación? ¿Cómo es posible que su poesía sea un aislamiento contra la muerte que nombra a la vez que una procesión hacia su fin preconcebido e inevitable? Definición, además, a la que podría acusarse de amarillista: la muerte es el fin preconcebido e inevitable de cualquier organismo vivo, no sólo de las mujeres que escriben.

Por supuesto, y recordando nuevamente la hipótesis que propone Nochlin acerca de cómo se concibe la creación artística, no pretendo decir que el arte no guarde relación alguna con la vida, que no existan o puedan tomarse sucesos biográficos de las autoras como posibles insumos para la realización de las obras. Es innegable que esto sucede, ya sea en el caso de Pizarnik como en el de otros artistas que no son sometidos al mismo tratamiento. Pero como César Aira acertadamente escribe en Alejandra Pizarnik (1998), el uso de metáforas autobiográficas sirve a la continuación de la escritura, pero no es un punto de llegada que la congele ni una clausura del trabajo, sino un recurso que da pie a la continuación del proceso poético. Si, como Aira dice, el sujeto de Pizarnik se construye en la dislocación, entonces las fórmulas tanáticas cerradas a las que se busca reducirla fallan al representar lo complejo y variado de su trabajo. Cabe recordar la reflexión de Camila Sosa Villada sobre cómo la producción de las artistas trans sólo se consume en clave autobiográfica debido al morbo de la experiencia marginal en sujetos percibidos como Otros. El terreno de lo ficticio y la metáfora les es vedado, es decir, el de la creación. Si bien este estigma aplica con más fuerza para personas trans, también puede encontrarse un fuerte punto de contacto con la producción de las feminidades en general.

Ante esto, Jean Franco en sus Ensayos impertinentes toma a una de las más emblemáticas artistas del siglo XX, reproducida, citada, idealizada, malinterpretada y reivindicada de manera constante: Frida Kahlo. Sus pinturas ocuparon un lugar central en el ciclo de arte mexicano en Nueva York, algo que, a primera vista, podría parecer un motivo de celebración feminista, pero que oculta otra dimensión. La autora remarca cómo la difusión de la obra de Kahlo estuvo orientada a la representación de la tragedia y el sufrimiento femenino, una publicidad acrecentada por la biografía de la autora y su impuesta condición de exotismo tercermundista. Franco cita a Hayden Herrera para tratar de explicar el éxito de estos cuadros en particular entre el público estadounidense. Estos interpelan a un sujeto privatizado y atormentado en una sociedad de consumo narcisista con nociones de victimización y sadomasoquismo, que siente que estas obras le hablan directamente. Trasladar ese descontento social al sufrimiento femenino lo vuelve soportable y hasta atractivo, no es interpretado como un reflejo entre pares sino como un traslado del centro a la periferia, aleja el problema.

En Visión y diferencia, Griselda Pollock remarca que especialmente desde la década de los 80, el consumo pasó a ocupar el lugar de la recepción sensible en el arte. Es decir que si lo que constantemente se expone en el mundo artístico son las dolencias biográficas femeninas, eso se convierte en objeto de consumo por un sujeto que, a su vez, es creado y reforzado por esos mecanismos productivos. La explotación de las mujeres pasa a ser considerada arte, mientras que al mismo tiempo es aquello que el consumidor busca en la producción artística.

  El morbo con el cuerpo femenino, o con la violencia materializada a través de los cuerpos femeninos, no es una fijación que se limite únicamente al campo artístico. Se manifiesta en guerras, en momentos de crisis nacionales, y, por supuesto, en el día a día. Hay, en la historia argentina, un ejemplo emblemático de esto que confirma que los cuerpos de las mujeres no encuentran paz incluso después de la muerte. Para Rita Segato, las formas de violencia que afectan a los cuerpos femeninos se relacionan más con los vínculos entre hombres, que aquellos que mantienen con las mujeres. Tomando el caso de Ciudad Juárez, los constantes femicidios eran utilizados como mensajes entre bandas rivales para disputar territorios y establecer dominancia. Es innegable que estos asesinatos acarrean un odio de género intrínseco, pero su propósito siempre fue el de asentar una predominancia entre pares masculinos.

¿Es posible trasladar esto a la cuestión por cómo el canon y la crítica literaria suelen tratar a las escritoras que se suicidan? La hegemonía cultural es dominada por grupos de poder, y no es necesario aclarar quiénes componen dicho grupo. Las interpretaciones que durante años se han asentado y difundido sobre autoras como Pizarnik, Plath, Sexton, Storni o Woolf se desprenden de un lugar dominado por una visión sexista que tradicionalmente ha encasillado a las mujeres como musas o, cuando esto no es posible y sus figuras y obras escapan a esta clasificación, su trabajo se lee sesgado por sus corporalidades y representaciones trágicas. Lo que esto permite es continuar asentado el estándar machista que domina la hegemonía, es una operación que corre cualquier competencia. Como dice Griselda Pollock, el criterio de grandeza siempre ha estado definido por la masculinidad. Es, finalmente, un pacto entre hombres para asegurar lo suyo.

No ayuda que en los últimos años, acrecentado por el uso de las redes sociales, se haya idealizado sobremanera el personaje oscuro que se ha generado en torno a estas autoras, muchas veces por parte de sus lectoras, buscando emular sus estilos, pero sobre todo sus místicas, el mito de complejidad y dolor que aparentemente aporta a la creación artística y construye la fantasía de “la poeta trágica”. Esta es, sin dudas, una práctica que debe ser erradicada y reemplazada por el mismo nivel de lectura cuidada que podría aplicarse a otros escritores y escritoras. Pero quizás ahí mismo esté la raíz de este conflicto. Se dificulta llegar a tal lectura crítica porque el foco no suele estar puesto en la escritura, sino en el peso de sus biografías, y cómo estas afectaban sus textos. Toda la potencia, todas las cargas de sentido, se depositan ahí, y pasa a ser, en muchos casos, el dato más relevante sobre estas artistas. Además, si como ya se mencionó estas autoras son en gran medida conocidas por su muerte y padecimientos mentales, no es de extrañar que se busquen mecanismos de imitación si lo que quiere una joven escritora es ser conocida, difundir su trabajo. En otras palabras, se entiende que para que una mujer sea leída y la compartan, debe sufrir.

Sin embargo, en relación a lo último mencionado, es posible hacer una salvedad. Al reflexionar sobre el poder del discurso y el uso del lenguaje, Luce Irigaray escribe lo siguiente: 

Para una mujer, jugar con la mímesis es, pues, tratar de recuperar el lugar de su explotación mediante el discurso, sin permitir que se la reduzca simplemente a él. Significa volver a someterse […] a las ideas sobre sí mismas que están elaboradas en una lógica masculina y por esa lógica, pero para poder hacer “visible”, mediante un efecto de repetición lúdica, lo que se supone que debe permanecer invisible: el encubrimiento de una posible operación de lo femenino en el lenguaje. (pág.76)

Quizás a eso se refería Peri Rossi con sus versos “Hablo la lengua de los conquistadores/ pero digo lo opuesto de lo que ellos dicen” (2016) . En el caso de las escritoras que aquí sirven de ejemplo, es posible llevar esta teoría a la escritura de, por ejemplo, Alfonsina Storni. El primer (y a veces único) contacto de muchos y muchas con ella fue la enseñanza de sus rimas en un contexto escolar cuando la currícula llegaba al módulo de poesía. Esto generó que un gran número de estudiantes sólo se vinculara con Storni desde el tedio y la desestimación, particularmente porque sus poemas suelen ser tomados como el pináculo de una idea de poesía femenina, lírica, sensible, prejuicio acrecentado por un uso estándar de estructuras de rimas que llega a la actualidad como un recurso desactualizado y acartonado. Se ignora, en cambio, que precisamente Storni hace un uso irónico de la retórica y sus signos para descartar estereotipos de género de la época, extremando, en muchos casos, los tópicos románticos para así clausurarlos, sin nunca explicitar la operación. Alfonsina Storni tiene el mérito de ser una de las primeras poetas argentinas en ubicarse como “yo” en el poema, asienta su persona recuperando el lugar de explotación femenino para cargarlo de nuevas lecturas y trabajar la escritura. No sólo eso, sino que también se apropió de la figura del flaneur masculino para volverse una flaneuse femenina y feminizar la ciudad en sus poemas. Lo mismo sucedía con sus intervenciones en el diario en columnas como “Feminidades”, “Vida femenina”, y “Bocetos femeninos”, donde firmaba con el pseudónimo masculino de Tao Lao. En estas, Storni asume las tensiones de género que trasmite el lenguaje y el personaje masculino impostado para tratar temas relacionados a las mujeres de la época desde el lugar de la esfera pública, confirmando la mímesis de la que habla Irigaray.  

Podría decirse, con razón, que todas las autoras aquí mencionadas tratan frecuentemente en sus escritos temas e imágenes relacionados con la muerte, la locura, la enfermedad, etc. Es cierto. Pero también era cierto para Horacio Quiroga, Gilles Deleuze, Primo Levi, Stefan Zweig o David Foster Wallace, quienes, sin embargo, no son constantemente leídos en la misma clave, donde lo que suele remarcarse es la forma de su muerte. Si Roland Barthes ya dejó claro que la concepción de la figura autoral debe correrse del centro de la creación literaria y que es el lenguaje, y no el autor, quien performa, ¿por qué pasan las mujeres por este escrutinio biográfico en cada nueva crítica?   

 Queda la pregunta acerca de cómo escapar a estas interpretaciones, que ya se han asentado tanto en el mundo de las letras. Será necesario, primero, difundir estudios críticos que ofrezcan nuevas perspectivas sobre la obra de las artistas, o más bien, nuevas al aplicarlas a mujeres, dado que no debería ser otro que el mismo tratamiento que sus contrapartes masculinas han recibido durante años. Los trabajos aquí mencionados pueden aportar una base desde la cual partir, así como los distintos tomos de Historia feminista de la literatura argentina (2017). Por supuesto, no es fácil escapar a los materiales de la crítica canónica, y más difícil aún es encontrar la voluntad para escapar de ella, pero los trabajos existen, y estos prejuicios no van a cambiar nunca sin el compromiso patente de renovar la bibliografía impuesta. En segundo lugar, sería fácil abogar por la necesidad de desplazar a las mujeres como musas u objetos de consumo, argumento cierto, pero corre el riesgo de ser insuficiente. Mejor esto: las mujeres artistas pueden ser musas, consumidoras y consumidas, trágicas, suicidas, todo eso o absolutamente nada. No pueden pronunciarse una vez muertas. Lo único que queda vivo, lo único capaz de contestar preguntas, es la obra. Dejémoslas a ellas morir en paz.